Francisco González Tejera •  Opinión •  04/07/2016

Eternizador de fantasmas amados

Dionisio Santana veía muertos, caminaba por las calles del mercado de Vegueta y al doblar alguna de las esquinas se encontraba a sus compañeros, con Ramón Tejera, el sindicalista de la CNT en los tomateros del Conde de la Vega Grande, su amigo y camarada Esteban Trujillo, Juan del Peso, Manuel Monasterio, Juan Santana Vega, Pancho “La Mahoma”, Antonio Ramírez, Manuel Fernández “El periodista”, todos se le acercaban, le sonreían o simplemente levantaban el puño a su paso, otros se paraban y le hablaban de lo imposible, de aquella hermosa revolución que comenzó con la Segunda República, los años de luchas implacables contra el caciquismo ancestral, el que venía incrustado en la sociedad canaria desde los tiempos del brutal genocidio indígena, las movilizaciones y huelgas por los derechos laborales, contra el hambre y la sanguinaria explotación de unos terratenientes criminales.
 
La gente hacía comentarios de burla a su paso cuando lo veían hablando solo, gesticulando, con los ojos enrojecidos de rabia alguna vez, otras sonriente y enarbolando una bandera roja imaginaria, cantando las viejas canciones obreras, “La Internacional” “El himno de riego”, “A las barricadas”, “En la plaza de mi pueblo”…
 
-Está chalado este cabrón, déjalo, no lo detengas todavía, es un pobre diablo, ya lo cogeremos cualquier tarde de estas y le damos candela- dijo el guardia civil castellano, Enrique Lucena, mientras lo miraba con sorna en la cara, haciendo bromas sobre los miles de rojos asesinados con los falangistas que lo acompañaban, levantaba el puño con el dedo hacia abajo, tomando ron en las mesas del bar Facundo en la Plaza de Santa Ana-
 
Dioni se paraba en cualquier calle, en la Alameda, cerca del Hotel Madrid, donde durmió Franco antes del golpe de estado, cojeaba y había perdido un ojo por las secuelas de la tortura en el centro de detención ilegal de la calle Luis Antúnez, no paraba de hablar, hasta se sentaba cerca del Gobierno Militar en la calle Triana, como si estuviera en una asamblea de trabajadores, se quedaba largo tiempo como escuchando otras intervenciones, pedía la palabra levantando la mano, se incorporaba con dificultad y hablaba.
 
-Camaradas hay que repartir armas al pueblo, estos fascistas ya están conspirando para matarnos a todos- decía con voz trémula, emocionada, casi llorando, como si realmente supiera que estaba loco, pero que esa locura lo mantuviera vivo-
 
Aquella tarde de sábado mientras la gente salía de la misa de la ermita de San Telmo fue detenido, no hacía nada, solo hablar al vacío, a una pared blanca del recinto religioso, un alegato sobre la explotación del hombre por el hombre, de la lucha de clases.
 
El sargento Lucena lo tomó por el brazo, le puso los grilletes mientras lo golpeaba con la culata del fusil en la cabeza.
 
-Vamos perro, ya está bien de tanta charla hijo de la gran puta, rojo de mierda-
 
Lo metieron en un coche negro propiedad del hijo de la Marquesa de la ciudad de la piedra de cantería, un vehículo lujoso, el tubo de escape expulsaba un humo negro, tan oscuro como el asiento de atrás donde Dioni era golpeado salvajemente por dos miembros de Falange, le rompieron la mandíbula de un cabezazo, el no gritaba, seguía viendo como la calle se llenaba de compañeros, de camaradas bandera en mano, rojinegras, rojas, hoces y martillos, emblemas de la FAI, del PCE, de la UGT, hombres y mujeres que venían a liberarlo en su camino de muerte hacia los pozos del barranco de Guayadeque.
 
En su delirio no vio ni el agujero, eran casi las diez de la noche cuando llegaron al barranco sagrado, donde los antiguos colocaban las momias de sus muertos en las miles de cuevas, el castellano lo levantó por el cuello, le dio un rodillazo en los testículos antes de tirarlo.
 
-¡Viva la República! ¡Viva la clase trabajadora!- -gritó cuando lo arrojaban al abismo-
 
Un golpe seco sonó sobre el agua fría, un sonido y el chapoteo final, seguía vivo, trataba de no hundirse en la oscuridad, por un instante se le escuchó gemir, llorar, reír, hablar con sus fantasmas queridos, hasta que de repente un silencio terrorífico inundó el cauce del genocidio.
 
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Lienzo «La locura o el tormento de llamarse nada» de Juan M. Carrasco (Venezuela)
 

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