De la mentira a la posverdad
Desde los más remotos orígenes, la mentira ha jugado un rol esencial en el desarrollo de la humanidad. Así surgió, en precarias sociedades, el mito, necesaria explicación de un mundo hostil e insondable y justificación de la propia existencia. Homero fue tildado de mentiroso, cuando poesía y relato eran lo mismo. En Heredoto, uno de los primeros historiadores, conviven pacíficamente acontecimientos y fabulaciones. Incluso la Biblia aún recibe los embates de quienes niegan que haya allí alguna verdad histórica.
Así pues, la idea de lo verosímil (lo cualidad de lo cierto) ha obsesionado el pensamiento occidental. La ciencia positivista, es su altar. El racionalismo, su religión. Hay una moral de la verdad impuesta como condición de progreso. La verdad alumbra. “Sólo la verdad os hará libres”. “La verdad siempre es revolucionaria”.
De estos axiomas vivió siempre el periodismo. “Los hechos son sagrados, la opinión es libre. “Información veraz y oportuna”. Veracidad, cualidad sagrada e inmutable, que remitía a los sucesos en estado puro y que debía respetarse como sagrado principio ético.
Pero, desde siempre, verdad y mentira han vivido juntas. Bien temprano el periodismo descubrió que no basta con que las noticias sean verdad, también deben parecerlo. Los nazis llevaron la aparente paradoja al campo de la propaganda. Goebbels afirmaba sin dudar que, si se iba a mentir, era mejor que la mentira fuese grande, estrafalaria. Así sería más fácil que fuese creíble.
En el balbuceante siglo XXI, cuando el periodismo comercial agoniza bajo la presión de la tecnología y se alquila a los perros de la guerra para matar la verdad, va quedando atrás la achacosa discusión ética sobre el valor de lo veraz.
Y así, la industria del marketing de la información posiciona la “posverdad” como una suerte de hallazgo conceptual, en un mundo donde la verdad ya no importa. Donde, con frecuencia, es un estorbo.
Creado por Ralph Keyes en su libro “Post-truth”, este curioso neologismo alude a circunstancias en que “los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales”.
Es decir, la posverdad no es una verdad, es posterior y trascendente a ésta. No necesariamente se relaciona con la verdad de los hechos, pero es asumida como tal gracias a una eficaz construcción simbólica y mediática de la opinión pública, basada en la manipulación de las emociones.
Es decir, la posverdad se construye mediante un conjunto de refinados artilugios mediáticos, en los que las redes sociales juegan un rol estelar. Entre éstos se hallan el manejo simbólico del ánimo y los sentimientos (se inocula el odio social para justificar la guerra), la importación de credibilidad (una opinión, si viene del extranjero es siempre más creíble): la farandulerización de la política que posiciona estrellas del “entertaiment” frente al juicio de expertos o ciudadanos; la banalización de la muerte, la naturalización de la violencia; la invisibilización del “enemigo”, y la difusión sistemática de rumores o descaradas mentiras, nunca confirmadas, pero que impactan por su carácter espectacular, y que son vendidas como “hechos”, como noticias. Todo ello, mezclado en una almagama inasible de prejuicios, visceralidad, superficialidad y opinión dirigida que victimiza a los débiles de mente y a los desinformados.
La posverdad es lo que viene después de que la manipulación mediática ha hecho su trabajo en la conciencia colectiva. Cuando la gente ha sido desconectada de la realidad, ha perdido su relato y ha quedado suspendida, indefensa, en medio del universo paralelo de los medios. Gadafi era un asesino, Assad un tirano y Maduro un dictador. Los de ISIS y los guarimberos son en cambio «rebeldes». No hace falta demostrarlo. Es una posverdad, osea una mentira sistemáticamente repetida y asentada emocionalmente.
Su resultado es que haya gente que quiera matar al Presidente porque lo culpa incluso de sus desventuras amorosas. La posverdad funciona cuando un sector de la población está convencido de que sólo aniquilando al chavismo puede “salvarse al país”. Que la violencia es la salida a la situación política. Gente que jura que Leopoldo López es un santurrón y no un fascista burgués encarcelado por llamar a incendiar el país.
Tenía razón Robert Louis Stevenson cuando calificó de “monstruosa sugerencia” aquello de que es fácil decir la verdad y difícil decir una mentira. El falsimedia y la manipulación son hoy la norma. Los medios son monstruos que fagocitan la conciencia. Que la gente actúe a partir de posverdades, y no de la verdad, es –hay que decirlo con pena- su más aberrante creación y su más rotundo triunfo.