Luis Dorado •  Opinión •  06/09/2024

El cáliz de oro, el cura y el síndico

El siguiente relato se lo dedico a una gran cantidad de amigos y amigas que he encontrado o me he reencontrado en los últimos 10 meses, y que de una u otra manera me han ayudado para continuar en estas luchas y aventuras en las que siempre he vivido desde que tengo recuerdos. Espero les guste y sirva para reflexionar sobre el papel determinante de las personas en un momento preciso.

Bogotá, 5 de septiembre de 2024

Esta historia ocurrió en un corregimiento del municipio de El Tambo (Cauca) en la década de los años 60s del siglo pasado (XX). Su cabecera se llama Quilcacé y está ubicado al sur de ese municipio, perteneciendo en realidad a la parte alta de la cuenca del río Patía, poblada por comunidades negras o afrodescendientes. Desde épocas coloniales ese pueblo fue muy importante por su riqueza en oro aluvial, la mina de sal y la capacidad creativa de sus gentes negras.

Allí se conformó la gran hacienda de Quilcacé que era el centro económico de la Encomienda de Esmita, administrada hasta la época de la independencia (1810) por los Hermanos de San Camilo, también llamados los “hermanos de la buena muerte”, porque atendián y acompañaban a los enfermos hasta su lecho final, siendo en gran medida precursores de los servicios de salud. Con gran parte de la riqueza extraída de esa región se construyeron iglesias y monasterios en Popayán.

Sucede que en ese pueblo de Quilcacé las tradiciones de la iglesia católica han tenido mucha fuerza. Hasta los años 80s del siglo XX existió la figura del Síndico, quien era una persona de la comunidad que cuidaba y administraba las propiedades parroquiales como la capilla, las reliquias, la tierra aledaña y el ganado. El cura de la cabecra municipal de El Tambo visitaba cada 15 días el pueblo, oficiaba la misa y revisaba que todo fuera bien.

A mediados de la década de los años 60s el párroco era un cura de apellido González, de origen español. Era todo un personaje, muy activo y muy conocido por todos. El síndico era un indígena de origen “guambiano” o misak de nombre Simón Tombé. Desde que apareció por la región se destacó por su espíritu comunitario y fue escogido por la comunidad para ocupar ese cargo, aunque tuvo la oposición de la familia más poderosa de esa región de apellido Carabalí.

Ocurre que entre las propiedades más valiosas que tenía la parroquia eran un cáliz de oro puro y una custodia también de oro y piedras preciosas. Era un contraste que en una pequeña capilla, de paredes de bahareque y techo de paja, aún se mantuvieran unas joyas como aquellas. Todavía no aparecían los fenómenos de violencia y delincuencia que surgieron posteriormente, pero en todo caso era algo peculiar, y claro, su cuidado implicaba reserva, prudencia y honradez.

En una ocasión se ausentó Simón, el síndico, durante dos semanas, que utilizó para ir a visitar a sus familiares en los municipios de Silvia y Totoró. Cuando regresó, como siempre hacía, revisó todo con mucho detalle, el ganado, la capilla y demás, pero principalmente el “cofre” de madera y de cuero en donde estaban guardadas las reliquias. Al tantear el cáliz tuvo fuertes sensaciones de que no era “su copa”, como él la llamaba. La miraba con sus agudos ojos y la tanteaba y pesaba con sus manos.

Simón era una especie de médico tradicional guambiano o “morobik”, conocía de artes y oficios ancestrales, usaba diversas plantas medicionales y realizaba rituales para “armonizar” a sus vecinos y ofecerles remedios. Había -según él- establecido una relación espiritual con el “cáliz sagrado”, y de acuerdo a sus palabras, el verdadero cáliz, en donde estuviera le decía que esa copa era una impostora, algo falso, una copia hecha en alguna parte para engañarlo a él y a su gente.

Al otro día de haber llegado al pueblo, Simón convocó a la comunidad para comunicarles el asunto. Se reunieron debajo del gran samán que estuvo en el centro de ese poblado hasta hace poco tiempo y les comentó la mala noticia. Todos estaban muy sorprendidos y asustados. Si fuera cierto, según sus creencias, la comunidad podría sufrir terribles tragedias. ¡No lo podían creer! Y no lo creían porque la sospecha de haberlo cambiado recaía directamente en el cura González.

A medida que los integrantes de esa comunidad pensaban y debatían el asunto, se fueron dividiendo en dos grupos, que ya existían desde tiempos antiguos, y que luego, en la época de las luchas campesinas por la tierra, se hicieron más evidentes. Eran “los de arriba” y “los de abajo”. Los primeros estaban del lado y eran servidores del gran terrateniente Juan María Caicedo y sus capataces, quien vivia entre Popayán y Bogotá, y los segundos, eran campesinos negros pobres que aspiraban a que algún día esa gran hacienda fuera parcelada y entregada a los labriegos sin tierra.

Unos, no ponían en duda la honradez del cura González y querían aprovechar lo que consideraban un embuste o invento del indio Tombé para sacarlo de la Sindicatura. Los otros, que se iban poco a poco constituyendo en mayoría desde años atrás, le creían a Simón y lo respaldaban en la idea de crear una comisión para ir a Popayán donde un experto en reliquias para confirmar si era su preciado tesoro o se lo habían cambiado y robado. El síndico decía que con sólo pesarlo se iba a saber si era el mismo o una copia. El debate se convirtió en una acalorada discusión y casi los lleva a un enfrentamiento violento. No obstante, a “los de arriba” les tocó ceder.

Rápidamente se organizó una comisión que viajaría ese mismo día a la capital caucana. Para eso la iglesia tenía recursos y no había tiempo que perder. Al pasar por el pueblo de El Tambo no arrimaron donde el cura ni le dijeron nada a nadie. Ellos tradicionalmente tenían más relación con Timbío, por cuanto la encomienda de Esmita y toda esa región pertenecía a esa jurisdicción religiosa y a su mercado, y solo recientemente se habían vinculado administrativamente a El Tambo. De allí proviene la costumbre de que la gente de esa regíón “subía” los viernes a la cabecera municipal, dado que el sábado y el domingo estaba destinado para salir a Timbío.

Ya en Popayán se dirijieron presurosamente donde un joyero de apellido Meléndez que era de su confianza. Ellos tenían como referencia que el cáliz era de 24 quilates y pesaba 2.320 gramos, o sea, 2 kilogramos más 320 gramos. Cuando el joyero lo pesó, la sorpresa fue general. ¡Pesaba lo mismo! Sin embargo, Simón que estaba seguro de su intuición y conexión espiritual insistió en que había que hacer otras pruebas. El artesano en joyería estuvo de acuerdo. Se hicieron unas pequeñas limaduras en la parte de abajo del cáliz y se usó ácido nítrico para valorar los quilates. El veredicto fue inapelable. ¡Era una copia!

Lo siguiente fue relativamente fácil. Se dirigieron a la casa arzobispal en el Parque de Caldas de Popayán. Se colocó la denuncia al cura párroco, y después de muchas diligencias y de reuniones, se recuperó el cáliz original. El cura González fue duramente sancionado y devuelto a su comunidad que tenía sede principal en Bogotá , y la comunidad de Quilcacé volvió a su rutina diaria, al cuidado del ganado, lavado de oro en los ríos Timbío, Quilcacé, y cultivos de pancoger como maiz, caña y otros productos.

En el año de 1974 se logró la primera parcelación de la gran hacienda de Quilcacé y en los años 90s del siglo XX se logró la segunda entrega de tierras a los campesinos. En tiempos anteriores fue una hacienda de 45.000 hectáreas, en donde hubo esclavitud y toda clase de abusos a los esclavos negros y a los campesinos. Pero también, allí se forjaron las luchas sociales de los campesinos tambeños de los años 90s, por la construcción de grandes acueductos y otras reivindicaciones, y el surgimiento del Consejo Comunitario Afro. Pero, esa es otra historia que se está escribiendo.

Epílogo y lección

El cura González fue destituido, el cáliz de oro se recuperó, Simón Tombé consolidó su influencia entre los “negros de abajo” y éstos avanzaron en sus luchas por la tierra. La “verdad” surgida de una forma de inteligencia diferente y de herencias ancestrales indígenas se combinó con la ciencia para lograr desenmascarar un delito contra la propiedad colectiva de una comunidad rural. El papel de Simón Tombé fue fundamental, porque se apoyó en un sector de la comunidad y luego, en toda, la sociedad de ese pueblo. No actuó solo y se apoyó en la ciencia.

Es el papel determinante de las personas o dirigentes que se apoyan realmente en sus bases sociales y no actúan solos o se aíslan. Es una lección que ratifica lo que un gran pensador revolucionario ruso decía con mucha insistencia: Las sociedades se dividen en clases y sectores sociales; las clases y sectores sociales se organizan en movimientos sociales y partidos políticos; y las organizaciones y partidos se apoyan y “concentran su fuerza” en líderes y dirigentes. Es una ley universal.

Hoy es fundamental que valoremos seriamente a nuestros dirigentes sin idealizarlos y sin caer e el “culto a la personalidad. Y también, que los dirigentes no se aíslen de las bases sociales, escuchen a la gente y otras opiniones, y no crean que los “triunfos” son obra sólo de ellos. Que se sientan parte de un “proceso de procesos” y un “movimiento de movimientos”. Sólo así avanzaremos.

Nota de agradecimiento: Quiero resaltar a las siguientes personas que me han colaborado de diversas formas para enfrentar algunas situaciones difíciles por las que he estado pasando últimamente: Jovita, Bertha, Karen y otras amigas de la galería de Santa Helena, Mauricio Sánchez Aistizabal, su familia en Cali, y Josefina Orozco; Ricardo Benavidez Barliza y amigos; Dubys Cantillo, Hugo Castillo y compañer@s de Barranquilla; Horacio Duque, Silvia Zuleta, Amadeo Cerón, Carlos Duque, John Jairo Cárdenas, Nilson Liz, Héctor León Moncayo, Fernando Orozco, Hernán Darío Correa, Alejandro Luna, Edwin Cruz, Hermedis Gutiérrez, Lorena Huertas, Ricardo Gembuel, Jairo Goyez, Pastor Vargas, Omer Chicangana, Alfonso Luna Geller, y mis hijas e hijos. A todos ellos y ellas, muchas gracias.


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