Que el último apague la luz
Colombia, Chile y El Salvador: tres países, hechos diversos, características particulares, pero todos agrupados bajo la crisis del modelo neoliberal.
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Mi apreciado amigo Luis Casado me ha dicho varias veces que los títulos de mis artículos no se corresponden con su contenido. Razón no le ha faltado, reconozco que es una habilidad que no tengo. Al contrario, los escritos de Luis dicen mucho desde su propio enunciado. Uno de sus textos recientes fue denominado “Salvar el negocio” y tal vez no haya mejor forma de expresar los avatares que atraviesa el sistema neoliberal de democracia representativa para sostener el poder a cualquier precio, inclusive haciendo maquillajes para que “todo cambie sin que nada cambie” con el objetivo de mantener privilegios a costa de la exclusión y represión de las mayorías con uno de los pocos recursos que les va quedando: el de la fuerza.
Al hacer un recorrido por algunos países de América Latina se puede percibir tal situación. Al escribir estas líneas, Colombia entra en su octavo día de manifestaciones populares de rechazo a la reforma tributaria que trató de imponer el gobierno de Iván Duque. Después de 31 ciudadanos asesinados por las fuerzas militares y policiales, 124 heridos, 13 personas con daños oculares, 6 hechos de agresión sexual, 726 detenciones arbitrarias, 45 defensores de derechos humanos detenidos o limitados para realizar sus funciones y 1.089 casos de violencia policial, las manifestaciones han continuado y las demandas han crecido mientras se hacen desesperados llamados a que cese la masacre. Como respuesta, el jefe del ejército hablando como si estuviera en guerra, informó que “480 hombres orgánicos, que son 16 pelotones tengo en este momento desplegados” (sic). A continuación explicó que eso es solo para cumplir la primera orden del presidente de la república. Y para la segunda, tiene helicópteros tanto de la policía como del ejército “que ya están dispuestos allá”, refiriéndose a la ciudad de Cali.
La contundencia de la protesta obligó al gobierno a paralizar la ley para la reforma tributaria, pero intentando ganar tiempo por un lado y enmascarar su derrota por el otro, lo hizo en dos tiempos. Inicialmente ordenó “redactar un nuevo texto y nutrirse de otras opiniones con propuestas que han presentado otros sectores” reculando en cuanto a la aplicación del IVA para alimentos, productos y servicios, aunque asegurando altanero que “la orden es no cambiar las reglas de juego». La respuesta popular fue incrementar las medidas de presión a través de una manifestación pacífica que ha intentado ensombrecer el gobierno infiltrando militares y policías vestidos de civil en las manifestaciones, con la misión de instigar la violencia que justifique una represión sin control. En este contexto, se ha llegado incluso a que el ex presidente Uribe y su partido, hayan hecho un llamado público a elevar la represión y decretar el estado de “conmoción interior” pomposo nombre que sustituyó al de “estado de sitio” que le proporciona poderes absolutos al presidente.
Ante esta situación, Duque anunció su decisión de retirar el texto de la reforma tributaria del Congreso. De paso, el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, principal redactor de la ley se vio obligado a dimitir, propinándole al gobierno una estocada de la que difícilmente podrá reponerse. Lamentablemente, una oposición pusilánime y calculadora (con pocas excepciones) no ha tenido capacidad de conducir el descontento, siendo desbordada por la situación de ingobernabilidad, solo posible de manejar por la extrema represión que recuerda los peores años de las dictaduras latinoamericanas. En este marco, han sido las organizaciones populares y sociales las que han asumido la conducción del proceso, tratando de ordenar el espontaneísmo popular, la pérdida del miedo y los deseos de paz y democracia.
Paradójicamente, nadie, ni siquiera la izquierda, se quiere hacer cargo de la crisis ni se han propuesto derrocar a lo que el pueblo con autoridad llama la dictadura de Uribe y Duque. A pesar de la situación tan terrible que ha motivado las demandas populares, las elecciones están en la mirada de los políticos. El analista colombiano Felipe Tascón Recio en su análisis de la situación, opina que en el horizonte se otea “…la posibilidad de la próxima elección de una figura progresista, ajena al poder tradicional en Colombia” y agrega que “una serie de factores incluyendo la larga campaña presidencial -desde el 2017 hasta la actualidad- porque por el fraude del 2018 y la ingobernabilidad de Duque esta nunca se detuvo, consolidan la emergencia de Gustavo Petro como personificación del cambio posible. Es decir que, en la coyuntura del paro, influyen las encuestas que dan a Petro ganador en 1ª vuelta del 2022”.
Otro tanto ocurre en Chile después que el Tribunal Constitucional, uno de los últimos bastiones del pinochetismo, creado por la ilegal constitución como mecanismo para dirimir las dudas respecto de la “constitucionalidad” de las leyes en ese país, declaró el pasado 27 de abril inadmisible la impugnación presentada por el gobierno de Sebastián Piñera contra la ley que permite un tercer retiro de hasta un 10% de los fondos de pensiones, asestándole un duro golpe al mandatario. Esta decisión obligó a Piñera -al igual que a su homólogo colombiano, durante la misma semana- a descartar el veto presidencial y promulgar la ley, aprobada por ambas cámaras del Parlamento incluso con numerosos votos de su propia coalición.
La decisión del Tribunal, el voto contrario al presidente de varios parlamentarios de la alianza de gobierno, la manifiesta desesperación de los empresarios por la situación existente en el país y hasta las vedadas opiniones de militares retirados que suelen hablar por los activos, dan cuenta de una orfandad casi total de Piñera, cuyo gobierno no llega ni siquiera a dos dígitos de aprobación.
Sin embargo, sería erróneo suponer que se ha llegado a esta situación solo por una crisis en las alturas o por benevolencia de la clase dirigente. Al contrario, el 15 de noviembre de 2019 los partidos políticos de derecha y centro derecha se pusieron de acuerdo para elaborar en conjunto un plan de engaño al pueblo a fin de paralizar las manifestaciones y…al igual que en Colombia “cambiar todo para que nada cambie”.
Desde octubre de ese año, y a pesar de la pandemia y su uso como mecanismo de control de la avalancha popular que amenazaba con dar al traste con la institucionalidad pinochetista que regula la vida de los chilenos, el pueblo no ha cesado de manifestar su repudio al régimen. Esto ha permitido que la disputa existente en la sociedad se haya trasladado al Estado enmarcada en una cada vez más profunda crisis.
En este contexto el largo proceso de movilización iniciado en octubre de 2019 que ha manifestado claros indicios de rebelión popular contra el sistema, aunque en momentos haya bajado en intensidad como consecuencia de la pandemia y de la fuerte represión que se ha visto obligada a enfrentar, no se ha paralizado y ha tenido continuidad, profundizando la crisis del modelo y de la institucionalidad pinochetista vigente.
Así, el paro nacional del 30 de abril se produjo a pesar que Piñera se vio impelido a detener el veto que pretendía imponer. En este sentido, fue determinante la gran paralización previa de los trabajadores portuarios que con su acción le dieron un contundente golpe al corazón del modelo que se sustenta en las exportaciones. De esta manera, se crearon las condiciones para el exitoso paro nacional del 30 de abril que significó un peldaño más en la lucha popular, de cara a las elecciones en la trampa constitucional prevista para el 15 de mayo.
Por su parte, en otra latitud, una manifestación distinta de la crisis del modelo neoliberal y de democracia representativa se produjo en El Salvador a partir del 1° de mayo, donde se están desarrollando acontecimientos todavía en curso, cuyas consecuencias aún son difíciles de determinar. Aprovechando la aplastante mayoría parlamentaria obtenida en las últimas elecciones, el presidente Nayib Bukele, ordenó a su partido en la Asamblea Nacional destituir a todos los miembros de la Sala Constitucional (una de las cuatro instancias que forman la Corte Suprema de Justicia) y al fiscal general de la República eliminando cualquier contrapeso político al ejecutivo, destruyendo uno de los pilares de la democracia representativa de corte occidental: la separación e independencia de los poderes públicos.
De inmediato sobrevinieron denuncias de “golpe o autogolpe de Estado» que se esparcieron de inmediato en las redes sociales y pronunciamientos de opositores salvadoreños, así como de políticos de países vecinos y organizaciones internacionales bajo dominio imperial como la Organización de Estados Americanos (OEA), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la “ONG” Human Right Watch, que advirtieron sobre la supuesta violación a la independencia de poderes y el riesgo de que Bukele consolide un régimen autoritario. Esta hipocresía es la manera a través de la cual intentan justificar sus tropelías en otros países.
Bukele siempre dio signos de ser reacio a los cuestionamientos, respondiendo con acciones represivas que violaban derechos humanos y ha sido un abierto enemigo de la prensa. El 9 de febrero de 2020 confirmó su desprecio por la Constitución al irrumpir en la Asamblea Legislativa. Su intención golpista fue confirmada por él mismo cuando en una entrevista dijo que “si fuera un dictador o alguien que no respetara la democracia, hubiera tomado el control de todo el [país] el 9 de febrero”. Posteriormente en una cadena nacional de radio y televisión el 6 de abril de 2020 afirmó que le había dado instrucciones al ministro de seguridad para que fuera “más duro con la gente en la calle (…) Los van a detener y los van a llevar a los centros de contención y ahí van a pasar 30 días con desconocidos”. De manera que los hechos del 1° de mayo no son sorpresivos, el problema es que esta vez se salió de los cauces del control imperial.
El domingo 2 la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, expresó la “profunda preocupación” de su gobierno “por la democracia de El Salvador”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le pidió a Bukele que garantice “la separación de poderes y el orden democrático”. Por su parte, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, le exigió al mandatario salvadoreño que respete la Constitución y la división de poderes. El secretario de Estado de Estados Unidos Antony Blinken reveló que le había hecho una llamada telefónica a Bukele en la que le había manifestado la «gran inquietud» del Gobierno estadounidense. Hasta la OEA se manifestó rechazando la destitución de los jueces y del fiscal, así como el papel que desempeñó Bukele para que se tomaran estas decisiones. La subsecretaria de Estado para asuntos del hemisferio occidental Julie Chung, no muy atinada en sus declaraciones, con la retórica amenazante que la caracteriza afirmó que “La existencia de una fuerte relación entre Estados Unidos y El Salvador dependerá de que el gobierno apoye la separación de poderes y sostenga las normas democráticas”.
Bukele les respondió en su estilo habitual: “Queremos trabajar con ustedes, comerciar, viajar, conocernos y ayudar en lo que podamos. Nuestras puertas están más abiertas que nunca. Pero con todo respeto: Estamos limpiando nuestra casa… y eso no es de su incumbencia”.
Internamente, de inmediato hubo fuertes reacciones de rechazo en sectores de la clase media, intelectuales, universidades y organizaciones gremiales de la pequeña y mediana industria y comercio, muchas de las cuales le habían dado apoyo electoral a Bukele. Incluso aparecieron voces críticas en sectores de Nuevas Ideas, el partido de gobierno. Esto genera una gran incertidumbre porque no se sabe cuáles serán los próximos pasos que pueda dar el presidente.
Bukele había anunciado que el 1° de mayo desaparecería la corrupción en el Poder Legislativo y que todo iba a cambiar, pero las medidas tomadas han causado una total estupefacción en el país. Se sabía que iba a haber transformaciones, pero no de la magnitud y de la forma que se hicieron.
El rechazo de las universidades y de instancias como las Fundación para el Estudio del Derecho (FESPAD) y la Unión Nacional de Juristas por la Democracia y de todas las universidades nacionales ha sido contundente e instantáneo. Existe un gran temor en sectores de la clase media de que la situación de paz que el país ha vivido por 29 años, sea interrumpida.
Los sectores populares aún no reaccionan, pareciera que no le han tomado el peso a la magnitud de los hechos, pero se espera que en los próximos días comiencen a manifestar sus opiniones. Esto es consecuencia del exitoso discurso populista de Bukele que ha logrado convencer al pueblo que los políticos son culpables de la difícil situación económica del país y que deben ser destituidos todos para poder “limpiar el país”.
Esta situación va a acelerar procesos que parecían aletargados sobre la base del control absoluto que tiene Bukele sobre la institucionalidad del país. Muchos sectores que lo apoyaron y le dieron su voto con la promesa de que iba a haber “comida y empleo”, a partir de ahora empezarán a percibir el engaño que sufrieron, lo cual podría comenzar a revertir el apoyo mayoritario al presidente.
Tres países, hechos diversos, características particulares, pero todos agrupados bajo la crisis del modelo. Para Estados Unidos, la tarea es producir los cambios necesarios que eviten la pudrición, manteniendo peones controlables que logren aminorar la crisis y restablecer el control deseado por Washington. En eso anda el Departamento de Estado, la CIA, el Comando Sur y todo el entramado intervencionista creado para mantener bajo control al patio trasero.