La revolución rusa
La casualidad ha determinado que la cita con ustedes haya coincidido con el día en que se conmemora el centenario de la Revolución Rusa, con el asalto al Palacio de Invierno el 25 de octubre de 1917 (el 7 de noviembre, según el calendario gregoriano), tema del que voy a dar unas pinceladas.
La toma del poder por los soviets y por el partido bolchevique tiene indudables analogías y paralelismos con la toma de la Bastilla, en 1789, el ascenso al poder de los jacobinos, en 1792, la revolución prusiana de 1848, o la Comuna de París de 1871, y es un hecho tan trascendental en la Historia de la Humanidad que el historiador británico Eric Hobsbawm, en su conocida obra La Historia del siglo XX, acota temporalmente los límites de esta centuria, a la que califica como el ‘siglo corto’, al periodo comprendido entre 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y el año 1991, el de la desmembración de la Unión Soviética.
Sin pretender profundizar en hechos ya conocidos, sí que es bueno recordar, siquiera brevemente, que esta revolución, en contra de las previsiones de Karl Marx, se produjo en un país atrasado, semifeudal, de predominio rural y con el peso asfixiante de la autocracia zarista sobre un territorio que sólo merced a las inversiones extranjeras, fundamentalmente francesas y británicas, iniciaba un lentísimo despegue a la industrialización. La sumisión, lacerante miseria e ignorancia en que vivía la masa campesina rusa, paliada esta última en parte merced a la labor cultural altruista de los narodnik, explica la protesta popular protagonizada por las mujeres el 8 de marzo de 1905, en demanda de pan y mejores salarios, y que está en el origen del ciclo revolucionario que culmina doce años después. Ese domingo sangriento es un punto de inflexión. A partir de ahí, hechos como la obligada concesión al pueblo ruso por el zar Nicolás II de una asamblea parlamentaria, la Duma, la posterior revolución burguesa de febrero de 1917, con el gobierno de Kerenski, y el creciente protagonismo de los soviets de soldados, obreros y campesinos que protagonizaron la toma del poder en 1917 fueron hitos importantes en esa revolución. En la antigua Rusia zarista se dinamitó el modelo civilizatorio imperante, al suprimirse la propiedad privada e implantarse el primer estado obrero de la Historia.
La participación de Rusia, hasta la paz de Brest-Litovks, en la Primera Guerra Mundial supuso, además, la disputa de la hegemonía a la gran potencia emergente del momento, EE UU. Aunque su expansión se vio frenada en los años veinte por la contrarrevolución protagonizada por los ‘rusos blancos’, con apoyo de las potencias occidentales, la revolución rusa fue el detonante de las intentonas de una revolución mundial que, aunque no cuajó, sí tuvo sus manifestaciones. Eric Hobsbawm nos recuerda que en España al periodo 1917-1919 se le llama el ‘bienio bolchevique’; movimientos estudiantiles revolucionarios estallaron en Beijing, en 1919; en Córdoba (Argentina) en 1918, y desde este último lugar en todo el continente, hasta el extremo que el militante nacionalista indio N. M. Roy, además de por Moctezuma y Emiliano Zapata, se sintió atraído por Marx y Lenin, mientras que en EE UU los finlandeses abrazaron el comunismo. No es preciso recordar aquí, por otra parte, cómo la Europa central fue barrida por una oleada de huelgas antibelicistas y revolucionarias en esas fechas, lo que ocasionó la reacción de las clases dominantes y de lo que es una clara muestra el asesinato de Rosa Luxemburg y Karl Liebnecht, líderes del partido espartaquista alemán, por pistoleros a sueldo del ejército de la República de Weimar. El influjo posterior de la Revolución Rusa en todos los continentes es más que conocido. Y la reacción a tal amenaza también. Tras la Segunda Guerra Mundial, la consolidación en varios países de Europa del llamado Estado del Bienestar cabe entenderla como el resultado del miedo de la burguesía a que las clases obreras del continente se vieran atraídas por la ‘amenaza roja’.
Hoy, desaparecido el enfrentamiento bipolar, las tesis neoliberales se han impuesto y, con ellas, el pensamiento único hegemónico, si exceptuamos el freno relativo que la gran potencia china impone a esa hegemonía, protestas ciudadanas de diversa índole, así como los avances hacia el socialismo en Latinoamérica. La prestigiosa periodista canadiense Naomi Klein muestra en su obra La doctrina del shock que la época política y económica en que vivimos, a la que califica como capitalismo del desastre, es el resultado de toda una serie de decisiones destinadas a borrar del mapa de la Historia las múltiples huellas revolucionarias y reformistas que han marcado el siglo XX. El viraje ideológico de la socialdemocracia europea (incluido el del PSOE) y el plegarse a las tesis neoliberales lo inscribe Klein en ese contexto.
Pero las clases populares de todo el planeta tienen hoy motivos para no olvidar el legado de la Revolución Rusa: los masivos desplazamientos de población, producto de las guerras, la desigualdad y lacerantes carencias; la crisis medioambiental, con la amenaza de la extinción de la propia especie humana; el retroceso en los derechos humanos y la marginación de la mujer; la crisis de la democracia en todo el planeta?son situaciones que nos invitan a volver la vista atrás y mirar a aquellas masas populares que, en la Rusia zarista, nos abrieron el camino de la emancipación y la libertad.