José María Agüera Lorente •  Opinión •  08/02/2018

Sexo, ideología, escepticismo y naturaleza humana

«No te he dado, oh Adán, ningún lugar determinado… La naturaleza limitada de los demás está contenida en las leyes escritas por mí. Pero tú determinarás tu propia naturaleza sin ninguna barrera, según tu arbitrio y al parecer de tu arbitrio la entrego.» (Pico della Mirandola)

Hay cuestiones respecto de las cuales resulta muy difícil mantener la debida actitud escéptica para abordar su estudio. Por dos razones: la complejidad de la cuestión y la implicación emocional que suscita. Cuando se dan ambas la tentación de abrazar explicaciones simples que satisfagan nuestros prejuicios, deseos y/o intereses se torna irresistible, lo que nos convierte en víctimas propicias del sesgo de confirmación por el que sólo nos fijamos en los casos que refuerzan nuestras creencias subjetivas y nos blindan cognitivamente frente a las evidencias en contra. En todo lo relacionado con el sexo es así. La ideología  puede echar robustas raíces en el siempre polémico terreno de la sexualidad, abonado hasta decir basta de todo tipo de fertilizantes potenciadores del debate estéril por doctrinario como la afectividad, la moral y la política. 

Cuando uno se dispone a reflexionar sobre temas de esta estofa, tan fácilmente inflamable, conviene tener muy presentes las palabras del eximio Sir Bertrand Russell, que dejó escritas en su ensayo Las funciones de un maestro, exhortándonos a elevarnos por encima de las controversias «a una región de desapasionada investigación científica». Y no carecemos de pruebas que demuestran que todo lo que se trata de aportar al conocimiento de ese fenómeno en el que todos estamos tan humanamente implicados se ve inevitablemente enredado en una inextricable madeja de controversias; que se lo digan si no a Sigmund Freud o a Alfred C. Kinsey sin ir más lejos. Más recientemente padecimos en nuestro país las convulsiones ideológicas que provocó el dichoso autobús del sexo de la asociación Hazte oír. Defiendo el derecho de la mencionada asociación a expresar su opinión, así como el deber de todos los que nos tenemos por partidarios del pensamiento científico y contrarios al adoctrinamiento ideológico de combatir sus engañifas propagandísticas con argumentos armados de conocimiento. No soy partidario, desde luego, de combatir la ideología con más ideología, ni de reemplazar las verdades obtenidas mediante el honesto esfuerzo de la rigurosa investigación por supuestas verdades doctrinales por muy bien intencionadas que sean y muy respaldadas que estén por la ética de los grandes valores del progresismo. Y es que conocimiento y escepticismo van de la mano como explicaré.

David Hume, el filósofo empirista escocés, se planteó hace casi tres siglos el problema de determinar cuáles son las posibles formas de conocimiento humano en la sección cuarta de la Investigación sobre le entendimiento humano (1748). Inspirado en la distinción previa de Gottfried Wilhelm Leibniz entre verdades de razón (las de las matemáticas y la lógica) y verdades de hecho (las de la física, por ejemplo), el de Edimburgo sostiene que todos los objetos de la razón y de la investigación humana pueden ser divididos en dos grupos: relaciones de ideas y cuestiones de hecho. Simplificando lo que se deriva de esta taxonomía epistemológica, digamos que hay verdades evidentes universalmente pues lo contrario violaría el principio de no contradicción, las contenidas en las proposiciones de las matemáticas, cuyos objetos se conocen independientemente de lo que exista en cualquier parte del universo; los objetos de investigación propios de las cuestiones de hecho, sin embargo, se hallan siempre en la cuerda floja de la mera probabilidad, ya que sobre ellos no cabe certeza; quiere decirse que su falsedad no se puede demostrar recurriendo al principio de no contradicción, dado que lo contrario de un hecho es, en principio, siempre posible.

En Los problemas de la filosofía (1912), siguiendo la estela del escepticismo de Hume, Russell afirma categóricamente que «la mayor parte de lo que pasa ordinariamente por conocimiento es una opinión más o menos probable». Así expresado, resulta un tanto desalentador; pero inmediatamente tras un punto y aparte añade lo siguiente: «Un conjunto de opiniones cada una de  las cuales sea probable, si tienen una coherencia mutua, llegan a ser más probables de lo que sería cada una individualmente. Lo mismo se aplica a las hipótesis filosóficas generales. Con frecuencia estas hipótesis pueden parecer muy dudosas en un caso particular, mientras que, cuando consideramos el orden y la coherencia que introducen en una masa de opiniones probables, llegan a ser casi ciertas». Esta postura es congruente con la calidad epistémica de las verdades de hecho señalada por Hume, y compatible con la incertidumbre estructural intrínseca a muchos ámbitos de investigación científica. Porque hasta llegar a conclusiones definitivas el método científico impone que se consideren las hipótesis alternativas pertinentes, y que la duda no se halle ausente en la elaboración de aquéllas. Por eso, ocurre que a menudo en el proceso de búsqueda de verdades se encuentra dudas. Esto resulta poco satisfactorio en debates de gran significación en la opinión pública y, por ende, con repercusiones de importancia en la toma de decisiones políticas. Ocurrió hace años con el efecto del tabaco sobre las enfermedades pulmonares. Recuerdo hace un par de décadas largas, cuando en las aulas universitarias se daba una cierta laxitud respecto al hábito de fumar, tanto entre profesores como estudiantes. Tomó su tiempo que el trabajo científico acumulara el suficiente número de evidencias que, por fin, dejara sin excusas  a la industria tabaquera para oponerse a las restricciones legales del consumo. Los efectos del uso de transgénicos o la realidad y causación humana del calentamiento global son otros dos ejemplos que se mueven en ese margen prudencial de las verdades probables y las explicaciones verosímiles. Pero al reconocer que existe un cierto margen para las dudas se deja espacio para aparentes contradicciones, lo que aprovechan quienes tienen sus propias y, a menudo, interesadas certezas; ese resquicio escéptico siempre obligado para la ciencia, lo tapa entonces el ímpetu doctrinario de la ideología.

Creo que es lo que pasa con las cuestiones relacionadas con el sexo, hoy por hoy muy politizadas e ideologizadas. Efectivamente no sabemos a ciencia cierta por qué a pesar de las políticas educativas no sexistas y promotoras de la igualdad, que tratan de promover el acceso a todo tipo de estudios sin discriminación ninguna por razón de sexo, sin embargo se da la «paradoja noruega de la igualdad». Partiendo del supuesto de que la educación machista que las niñas padecen desde que nacen es la causa (única) de que sea siempre una minoría de ellas la que escoge los estudios superiores del ámbito de las tecnologías, el Nordik Gender Institute, perteneciente al Consejo Nórdico, tenía entre sus misiones la de hacer que los roles de género desapareciesen de sus países y que las profesiones fuesen elegidas en iguales porcentajes por hombres y mujeres. Como aquí en España, en los países escandinavos sin embargo las mujeres tienden a ser mayoría aplastante en los estudios relacionados con la salud y minoría en los tecnológicos(http://www.europarl.europa.eu/spain/es/sala_de_prensa/communicados_de_prensa/pr-2015/pr-2015-march/universitarias.html).

Ni que decir tiene que el instituto de marras fracasó en su misión de ingeniería social, es decir, que las mujeres nórdicas no vieron mejorada su inclinación hacia las carreras tradicionalmente masculinas; ¿por qué? Porque sus responsables tomaron una hipótesis –Russell diría una opinión más o menos probable– por evidencia, reduciendo así la explicación causal de un fenómeno tan complejo como la elección por parte de las mujeres de su profesión a la educación recibida, supuestamente sexista. En casos como este se muestra con toda contundencia que el tiempo de la toma de decisiones políticas no va a la par ni mucho menos con el tiempo que exige la búsqueda de la verdad científica; lo que favorece la instauración de la verdad revelada –sea de la índole que sea, ideológica, religiosa, pseudocientífica– en el seno de una opinión pública siempre ayuna de respuestas claras y taxativas. Hace diez años largos Rafael Argullol denunciaba en un artículo titulado precisamente Contra la opinión pública la preocupación de un amigo científico suyo (no lo nombraba) que investigaba la diferente actividad de los cerebros masculino y femenino por que pudiera ser tachado de determinista o sexista. Él mismo se preguntaba alarmado si no llegaría el día en que se sometiese a votación la verdad científica.

La noción de verdad compatible con el escepticismo que exige la investigación rigurosa es esencialmente probabilística y provisional; y se robustece cuanto mejor responde a lo real de acuerdo con el mayor número de criterios objetivos manejables. Me temo que en el caso de las cuestiones sociales en general y las relativas al sexo en particular no se respeta este principio envueltas como están en la trifulca política y las turbias corrientes que dominan el piélago de la opinión pública. Tampoco ayuda a su tratamiento científico una cierta inercia posmoderna presente en el ámbito de las ciencias sociales que tiende a hacer creer que las únicas causas de las conductas de las personas y de los grupos en los que se hallan insertas son de índole exclusivamente cultural, despreciando así las aportaciones de los trabajos científicos que inciden en las variables naturales. Es algo que se puede apreciar de forma divertida viendo el documental de 2015 titulado La paradoja de la igualdad de género, en el que se constata esa dialéctica de paradigmas entre los científicos que entienden que la clave de todo lo humano está en la educación frente a los que entienden –el psicólogo Simon Baron-Cohen entre ellos– que hay que considerar en su justa medida los factores filogenéticos y ontogenéticos.

Fue el psicólogo norteamericano Steven Pinker el que denunció el modelo de la tabula rasa (blank slate en inglés) en su libro de 2002 titulado en castellano La tabla rasa; la negación moderna de la naturaleza humana. La aparición de la obra –de un inusitado éxito editorial, dicho sea de paso– fue saludada por el filósofo español Jesús Mosterín con un artículo de prensa al que puso por título muy gráficamente Un brindis por la naturaleza humana. En él denuncia la idea según la cual «la especie humana carece de naturaleza, que somos pura libertad e indeterminación y que venimos al mundo como una hoja en blanco (tanquam tabula rasa)». Mosterín considera esta idea una de esas «elucubraciones alucinadas» que han contribuido a enturbiar y distorsionar nuestra autoconciencia. Siendo como es una noción de inveterada tradición filosófica la encontramos en indiscutibles autoridades de la genealogía del pensamiento occidental como el humanista del renacimiento italiano Pico della Mirandola, y más cerca de nosotros en los conductistas y existencialistas, sin olvidar a idealistas y marxistas. Noam Comsky fue la voz discordante en esa concepción antropológica de rancio abolengo al mostrar hace medio siglo las insuficiencias teóricas del conductismo a la hora de explicar el desarrollo del lenguaje infantil. Esta nueva propuesta –verdaderamente rupturista en las ciencias sociales– es la que Pinker extendió hace quince años a todas las capacidades humanas. Aquí tenemos un exponente incontestable de lo que decíamos más arriba, en consonancia con el escepticismo presentado de la mano de Hume y Russell y que exige toda investigación científica. Nuestros más recientes hallazgos en los campos de la genómica y las neurociencias revelan una coherencia que refuerza la importancia de la naturaleza del ser humano cuando se trata de explicar la diversidad de sus conductas en todos los fenómenos sociales. No sería honesto ignorarla.

catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual


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