El duopolio partidista en Estados Unidos
Durante años ha sido característica de la política en ese país su fragilidad estructural y volatilidad emocional. Ambos partidos, Demócrata y Republicano, notorios por su habitual demagogia, la falta de democracia en su funcionamiento interno y por operar en un marco de confusas y manipuladas reglas electorales, conducen sus campañas en torno a cuestiones de imagen, sobre la última pifia de sus contrarios, o escarbando acerca de escándalos sin sentido que les permiten mantener lejos de la atención ciudadana el debate central de las políticas gruesas o aquello que pueda amenazarles su control oligárquico. El nivel del debate, cuando lo hay, es banal y lleno de bajezas.
El sistema bipartidista estadounidense a nivel nacional y local ha venido languideciendo. En las elecciones presidenciales, que son las más concurridas, se abstiene de votar aproximadamente la mitad de los electores y una buena parte de los que votan lo hacen por ciertos temores que los llevan a votar por “el menos malo” entre dos candidatos, ninguno de los cuales resulta de su agrado. Esto se ha mostrado muy claramente en la campaña de este año.
Por otra parte, la gente deja de votar sobre todo porque no creen que las elecciones hagan diferencia alguna en su situación. Asimismo, muchos de los rasgos del sistema y los obstáculos para ejercer el sufragio que, además tiene lugar un día laboral (martes), llevan a que sean los sectores empobrecidos y las minorías discriminadas quienes tienen más baja participación, lo cual resulta funcional al predominio de las élites.
Las reglas de la política electoral son poco claras, cambiantes, muy manipuladas y extremadamente restrictivas, incluso comparándolas con otros países capitalistas. Se vota en todo el país pero se computa separadamente como 50 votaciones separadas. El candidato ganador en cada estado se lleva toda la representación del mismo, de su peso electoral, que se suma para determinar la que resulta realmente una elección indirecta del presidente.
No son pocos los que critican el mercantilismo que impregna toda la campaña electoral, en la que se aplican técnicas de marketing, que muchas veces viabilizan el éxito. A la par, o después, que se logran credenciales con los círculos del poder, se trata de ‘vender’ un producto (el candidato), para lo cual los votantes son tratados como consumidores. Investigadores y agencias de expertos determinan diferenciadamente los deseos, temores y sentimientos de este o aquel sector de población o región del país y en basado en ello, desvergonzadamente, se articulan los discursos y las promesas, los embustes e insinuaciones acerca del contrario.
Al final, la competencia política a nivel presidencial se reduce a un asunto de engatusar a los ciudadanos, e incluso a infundirles temores, sin que en el escrutinio en sí haya mucho en juego, salvo legitimar la instalación en el cargo del político quizás más hábil entre los dos que concurren representando a la élite del poder económico. Se desacreditan los “extremos” y se enarbola e impone una supuesta “política centrista y responsable” conducente a que los privilegios de clase persistan sin ningún desafío serio. Se priva al pueblo de opciones sobre los asuntos más importantes de carácter socio-económico. Las élites políticas y mediáticas han constreñido el discurso público electoral en marcos estrechos que invariablemente refuerzan el status quo.
No obstante, detrás del espectáculo, el sistema de monopolio por dos partidos que se turnan en el gobierno ha sido una base fundamental de la estabilidad de la política nacional. Ambas entidades han sido –en palabras de Sánchez Parodi– “elemento esencial para la repartición de las cuotas de poder entre los sectores dominantes y marco para la solución negociada expresa o sobrentendida de los conflictos o contradicciones de intereses entre dichos grupos”.
Parte de esa pugna de intereses se expresa a través del financiamiento de campañas y de las grandes cadenas de medios de difusión, que lucran con cientos de millones de dólares en anuncios de campaña pagados, y mediante la manipulación de las esperanzas y los miedos prácticamente predeterminan quien es elegible o no entre los dos representantes de la élite del poder.
Numerosas trabas y regulaciones existen también para garantizar el rejuego y la exclusividad bipartidista; ni los demócratas ni los republicanos quieren a nadie estructurando partidos al margen del duopolio bipartidista. Para ello han construido un laberinto de leyes discriminatorias y onerosas para la inscripción de candidatos alternativos en las boletas, y para impedir de hecho la formación o las posibilidades de lo que ha dado en llamarse ´un tercer partido’. En determinadas coyunturas, estos han gozado de amplio respaldo, pero que el sistema se encarga de hacer aparecer como inconducente, como un mero desperdicio del voto para un electorado que, finalmente, es conducido a votar por ‘el mal menor’.
Ese llamado a votar por el menos malo, ante la repetida ausencia de reales alternativas políticas, resulta el más efectivo acicate para la participación de los votantes en pro de los candidatos del duopolio partidista, y un maravilloso dispositivo de la clase dominante.
Por otra parte, el proceso electoral manipulado y de limitadas opciones ocasiona el desenfoque y desmovilización periódica de los sectores progresistas, que en los años de elecciones –y en el período preelectoral– son empujados a enfilarse y apuntar sobre los síntomas de la política, los temas de la coyuntura, la agenda que dicta el sistema, y no sobre la estrategia y las sustancias de sus luchas.
El alto costo de las campañas electorales, para trasladarse en ese gran país, contratar personal y lograr visibilidad resulta un gran obstáculo para opciones alternativas. Y dado que los medios de difusión no dan cobertura a los terceros partidos, la inmensa mayoría de la gente se mantiene ignorante de su existencia.
Estos partidos electorales alternativos siempre han sido agrupaciones minoritarias, de corta vida e influyentes solo debido a ciertos efectos moderadores puntuales sobre la línea de los dos grandes partidos. Todos fallaron debido a las poderosas maquinarias de estos y su entrelazamiento con los grandes negocios, así como por los hábitos políticos y la ideología de las masas, pero también debido a las prácticas legales e ilegales que se aplican para marginar a terceros organizaciones políticas:
Se utilizan artificios al diseñar interesadamente el contorno de los distritos electorales; emisión de leyes y decretos para dificultar la inscripción de tales partidos, exigencia de números excesivos de firmas para ello; acciones y decisiones sesgadas o torcidas por parte de funcionarios y juntas electorales (que en cada uno de los estados del país están controladas bien por los demócratas, bien por los republicanos). Asimismo, son antidemocráticas las reglas que posibilitan mayor acceso a fondos federales a los dos grandes partidos y otras.
Se han aplicado acciones ilegales como marginación por los medios de difusión, exclusión para participar en los debates televisados, campañas difamatorias y hasta el sabotaje y la violencia. Incluso, la forma misma como se formulan las encuestas de opinión socava la capacidad de candidatos alternativos y de los terceros partidos para participar en la justa.
Los dos partidos del sistema son coaliciones bastante cambiantes y deshilvanadas; heterogéneas y multiclasistas. Sus estructuras son débiles y descentralizadas, lo que es una fuente de su falta de cohesión, pero también que por ello resulten más susceptibles a tener órganos nacionales y funcionarios controlados por las élites y que responden a tales intereses. No tienen miembros sino ‘adherentes’; no tienen carné ni pagan cuotas; no hay que cumplir obligaciones para admisión, ni criterios precisos para ello. Pero en su seno cuentan con maquinarias electorales regionales, compuestas por pequeños grupos de abogados, consultores mediáticos y recaudadores de fondos nucleados en torno a los congresistas, alcaldes y otros políticos de esta o aquella región, y de conjunto constituyen entidades bien conectadas con quienes detentan el poder económico-financiero.
Un analista estadounidense se hacía la pregunta: “¿Cómo es posible que un partido antisindical, opuesto al control de armas, al alza de los salarios y al derecho de las mujeres, que es indiferente al endeudamiento creciente del estudiantado, que se opone a aplicar regulaciones e impuestos a las corporaciones y los bancos, pero apoya otorgarles subsidios, que niega la realidad misma del cambio climático…, como es posible que tal partido, el Republicano, sea visto como legítimo y que obtenga alguna suerte de ‘respaldo’ electoral de un número significativo de norteamericanos?”. Y esta misma persona se responde que el asunto se asienta en profundos tabúes de la historia del país, en sus miedos y manipulaciones, incluyendo en primer lugar su profundo racismo.
Los vínculos de los votantes con ambos partidos se han debilitado. La mayoría de ellos se registran ‘independientes’, y se supone que ellos nutren la mayor parte de los que se abstienen de votar. Aunque parte del electorado cambia de preferencias fácilmente según los temas del momento, se estima que solo un 5% de los votantes cambia de partido entre elecciones.
En general, las directivas tienen escaso control en la selección de candidatos y en las plataformas que estos enarbolan. Aunque les sirven de plataforma, los candidatos pueden obtener la nominación en uno u otro partido de manera independiente dados el papel de la TV y los medios, la adquisición y uso de listas de correos para llevar sus mensajes directamente al elector. También se benefician de leyes de financiamiento que les permiten operar al margen de las maquinarias partidistas, pero que los hacen más dependientes de quienes detentan el poder del dinero, así como más propensos a la corrupción.
De modo que buena parte de los congresistas de uno y otro partido mantiene el cargo no debido a la bendición y el apoyo de los líderes nacionales del partido, sino debido a la labor que ellos y los que lo apoyan han realizado en los distritos que representan… y donde para ganar se ven obligados a veces a componer coaliciones bastante coyunturales, pero donde las conexiones con los grupos de poder regionales resultan claves.
Con tal autonomía relativa y en un país tan diverso, es inevitable que los que ocupan cargos electos crucen frecuentemente las líneas partidistas, máxime cuando ambos partidos no tienen grandes diferencias.
El profesor Walter Dean Burham, del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), señalaba que “el Partido Republicano es genuinamente un partido de la derecha… pero que no tiene contraparte de izquierda en el mercado electoral estadounidense”. Los demócratas “ni remotamente han sido nunca un partido de izquierda… Son una mezcolanza de segmentos e intereses extremadamente diversos, que van desde algunos importantes sectores del gran capital hasta los trabajadores industriales y los negros de los ghettos”.
En las últimas décadas el Partido Demócrata ha cultivado y manipula muchas de las bases de trabajadores y de las minorías, al mantener la falsa imagen de ser quienes proveen empleos y más beneficios al ciudadano común, pero sus políticas fundamentales y su estrategia son igualmente definidas por los intereses y fundamentos económicos de las clases adineradas. Además es evidente que ambos partidos se desplazaron a la derecha durante el periodo de mayor virulencia neoliberal.
Tanto demócratas como republicanos, según el politólogo estadounidense Michael Parenti, “están comprometidos con la preservación de la economía corporativa privada, con los enormes presupuestos militares, con el uso de subsidios, gastos deficitarios, concesiones y descuentos impositivos para estimular las ganancias empresariales; están comprometidos a canalizar los recursos públicos a través de canales privados, incluyendo el desarrollo completo de nuevas ramas a expensas de los recursos públicos; están comprometidos a emplear la represión contra los opositores (al sistema) y a la defensa del sistema corporativo multinacional…”
Ahora bien, la equivalencia o semejanza entre ambos partidos no impide que compitan vigorosamente por empoderarse y hacerse con los cargos electivos, las sinecuras y prebendas que ello conlleva. Para eso despliegan un antagonismo retórico considerable, y recurren a las mayores bajezas.
Ambos partidos propugnan el belicismo y al respecto difieren principalmente en la argumentación que utilizan para justificar el intervencionismo. La política exterior del país y su carácter imperialista, además de aplastar la soberanía de los países, ha terminado por tener un efecto doméstico también contrario a la democracia y al ejercicio de las libertades ciudadanas.
En los próximos días esa campaña llega a su fin. Casi la mitad del electorado se abstendrá de votar el 8 de noviembre. La elección del nuevo presidente o presidenta se nos venderá como un ejercicio democrático. Después de tantas ofensas y artimañas, cabe la posibilidad que se repita el ritual demagógico donde el candidato perdedor no escatime elogios a quien asumirá el cargo. Sin embargo, otros predicen posibilidades de violencia. Finalmente las promesas y las plataformas serán mayormente engavetadas y comenzará entonces “el real negocio de gobernar” con la venia de las élites financieras.
(Artículo tomado de un capítulo de libro del autor en proceso de edición.)
Fernando M. García Bielsa es analista político cubano.
Fuente: Alai-Amlatina