Despropósitos del año viejo
El año pasado, a finales del mes de enero, escribía «Los miserables» [1], un texto breve, pero cargado de indignación, en el que denunciaba el lamentable espectáculo de las negociaciones para la formación de gobierno por las distintas formaciones políticas, sin excepción, y el más que preocupante silencio ovino de una sociedad ajena a sí misma, completamente ignorada en lo que resultó ser un grotesco concurso de méritos («y yo más») y deméritos («y tú más») para situarse, literalmente, en esas posiciones de poder naturalmente ajenas a las personas y sus necesidades. Resultó ser el circo, visto lo visto, tristemente premonitorio.
Creo que el pasado año se ha caracterizado, de hecho, por la exposición del fracaso (anunciado) de la democracia representativa; de la ruptura, por fin explícita, e intencionadamente mediatizada, entre representantes y representados; de la socialización de la certeza, en definitiva, de que la mitificada democracia es una herramienta para el control y la gestión de mayorías forzosas e ignorantes («¿quién quiere ser ciudadano?») que ceden completamente las decisiones sobre los asuntos que le atañan a una partitocracia caníbal a cambio de un paquete razonable de derechos y ocio. La democracia es agotadora, ya tú sabes.
Evidentemente, no se trata de nada que no hayan expresado no pocas corrientes de pensamiento en los últimos doscientos años, bien silenciadas, por otra parte, en lo académico y en lo editorial, en esta nuestra cultura que es una incultura. Todo ello, a pesar de que cierto político joven aunque sobradamente preparado consiguió seducir(nos), por un momento, citando a aquel Harvey que aseguraba que «marxismo y anarquismo deben encontrarse en algún punto» y modulando la rotundidad implícita de tal posiblidad con las citas adecuadas de Galeano («¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”).
Así fue, quizás hasta sucumbir, en el Abrazo de Sol, a la espectacularización que con tan buen criterio había mantenido a raya, mas «la forma y el contenido del espectáculo son idénticamente la justificación total de las condiciones y de los fines del sistema existente»… A veces no puedo evitar pensar que ya no quedará ni la curiosidad: en tres años con elecciones aún recuerdo como víctimas colaterales el borrador de presentación de un fallido Ganemos Las Palmas, entibiado a golpe de transversalización, o las primeras versiones de cierto programa electoral participativo de Ahora en Común que contemplaba las honestas propuestas de vivienda de un conocido activista anarquista local, hasta que desembarcó el aparato…
«Incapaz de amar o de odiar el sistema político imperante, inepta para afirmar o negar una fórmula de la que “deserta” sin acritud – o que acepta sin convicción, la ciudadanía de las sociedades democráticas se hunde hoy en una apatía difícil de explicar. Consumido en inextinguibles conflictos interiores, corroído por innumerables dilemas íntimos, atravesado por flagrantes contradicciones, el hombre de las democracias – sugiere Gauchet- ya no puede cuestionar nada sin cuestionarse, no puede combatir nada sin combatirse, no puede negar sin negarse». [2]
Así sufre esa «izquierda» tan exclusiva y paradójicamente divina que parece una derecha. Esa izquierda para unos pocos, más pastoril que bucólica. Esa izquierda de púlpito, categórica y categorizante, clasista y sin clase. Esa izquierda titulada pero poco cultivada, intelectual pero nada manual. Esa izquierda aterrada por su pérdida pero no por los perdidos. Esa izquierda oportuna que se dice progresista y que trae el cambio hoy, pero no ayer ni mañana. Esa izquierda que abre la boca pero no mueve un dedo. Esa izquierda institucionalista y partitocrática que petrifica a los movimientos de base y aisla las luchas.
Esa izquierda que no sabe dónde está, ni a dónde va a ir, ni cómo lo hará. Esa izquierda de reemplazo, de reposición, que pudo y no quiso. Esa izquierda que ni revoluciona ni evoluciona (y que a lo sumo reforma, Sr Monedero). Esa izquierda llena de complejos, de personalismos y de frustraciones. Esa izquierda que quiere asaltar los cielos olvidándose de nuestros infiernos. Que no es por sí misma, que no es de abajo, que no construye, que se autolimita, que se coarta. Esa izquierda reactiva diseñada a medida con excusas para todo y para todos. Esa izquierda de la representación, de la teatralidad, del espectáculo.
Se persiste en la preocupación por el envase, por la etiqueta, por el lugar, por la entidad, por la respuesta rápida,… ¿repetí izquierda en suficientes ocasiones como para separar el continente de lo no contenido?. La misma socialdemocracia que le resultó de utilidad al sistema como una perversa e ilusoria medida provisional, precisamente porque no cuestionaba nada, no soporta hoy el más mínimo debate desde el momento que acometemos un análisis global del ser humano: ecología, recursos, historia, darwinismo, colonialismo, educación, religión, guerras, democracia, fascismo… mientras los voceros de una ideología pulsante eluden hablar en voz alta de Educación, Pedagogía, Libertad, Igualdad, Justicia, Solidaridad, Respeto, Horizontal, Apoyo Mutuo, Cooperación, Comunidad, Autogestión.
Cansado de maravillarme, quise saber; he ahí el invariable y funesto fín de toda aventura, decía Cortázar en «La otra orilla». Es difícil formar parte de según qué cosas y bien cierto es que lo que no sabes por ti mismo, no lo sabes. El cardumen desmemoriado es adicto a la felicidad sinusoidal. Es la lejanía la mayor reclamación que le hago a esa «nueva política» sin pedagogía que no es «otra política» y que no ha hecho sino aumentar el desconcierto. No sólo de emociones vive el hombre. Cada cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras, cita Bretch en «Las cinco dificultades para decir la verdad». Qué terrible, ¿para quién no es, acaso, peligrosa esta verdad?
Acudo al poema de Borges (Final de Año), no obstante, sin demasiados propósitos, preguntándome si seremos capaces de recordar, tan solo, lo que tenemos en común, sabiendo, por adelantado, que no es, ni falta que hace, la maldita razón:
Ni el pormenor simbólico
de reemplazar un tres por un dos
ni esa metáfora baldía
que convoca un lapso que muere y otro que surge
ni el cumplimiento de un proceso astronómico
aturden y socavan
la altiplanicie de esta noche
y nos obligan a esperar
las doce irreparables campanadas.
La causa verdadera
es la sospecha general y borrosa
del enigma del Tiempo;
es el asombro ante el milagro
de que a despecho de infinitos azares,
de que a despecho de que somos
las gotas del río de Heráclito,
perdure algo en nosotros:
inmóvil.
Fervor de Buenos Aires (1923)
[1] Los miserables
[2] Extracto de «El enigma de la docilidad» de Pedro García Olivo