Cómo tratar las convicciones
Unos actúan, otros razonan; unos creen, otros saben… en fin, distinciones que Habermas hace cuando hay que forzar la máquina de la verdad como verdad absoluta, incondicional, no experimental. Y para ello nada mejor que el análisis comparativo entre dos supuestas y distintas concepciones de ella, cuando realmente justificar esa diferencia exigiría una objetiva diferencia que no se evidencia sin recurrir al argumento porque, desde luego, recurriendo a la práctica no sólo no la hay sino que además es irrelevante, no es el centro de la cuestión.
Por que, si recurrimos, por ejemplo, a la convicción como forma depositaria de la certeza, no sabremos precisar qué tiene de racional y qué de práctica, si es necesariamente reflexiva o intuitiva, dado que la disquisición sólo depende del argumento y no tanto de la experiencia. Desde luego que sería inadmisible enjuiciar que lo racional es la certeza y que la experiencia exige el compromiso realista y con él el falibilismo, sobre todo si pensamos que las creencias son ocasionales y por ello incompatibles con las convicciones.
No hay que partir afirmando que una convicción tiene necesariamente que suscribirse atendiendo al discurso o a la acción, y no es descabellado pensar que podemos estar rectificando siempre; esto es, que no necesitamos la última palabra residente en el argumento racional que no necesita de recurso alguno, de recurrir a un ‘algo’ para poder mantenerse. Ni hay una traducción posible de la razón a la acción, ni una convicción es una instancia suspendida en el mundo de las ideas.
Estamos convencidos porque sustentamos creencias que podemos cambiar sin más explicaciones. Porque pensar que nuestra vida es más plena por mantener convicciones en el discurso nos llevaría al escepticismo y a la desconfianza cada vez que tengamos que decidir, y decidimos porque somos así de prácticos y no tan reflexivos, al menos si queremos comprobar el flujo de la vida, de la evolución.