La mentira como industria y estrategia en la era digital
El enorme protagonismo que han tenido las mentiras en el mandato de Donald Trump (se le han contabilizado 30.573 en los cuatro años de presidencia) y su masiva circulación a través de las redes sociales pueden llevar a un error importante sobre su verdadera naturaleza, causas y propósitos.
Nos referimos a creer que las ahora llamadas fake news o posverdad son un fenómeno de nuestro tiempo, vinculado a un auge coyuntural de las posiciones políticas extremistas que antes o después desaparecerán, y algo derivado exclusivamente del uso de las nuevas plataformas digitales.
La mentira, el engaño, la difusión de información falsa, de bulos o de dudas malintencionadas son tan antiguos como la humanidad. Y no se trata tan solo de un fenómeno que sea exclusivo de la vida política sino que constituye una auténtica industria puesta al servicio de estrategias comerciales e incluso de los mecanismos más viejos que se conocen para lograr el dominio de unos seres sobre otros. La historia de la comunicación social y de los medios es la de la manipulación informativa y de la decadencia de la verdad.
La larga historia de la mentira en la comunicación social
Falsear la verdad, fabricar noticias, extender bulos y mentir en interés propio a través de los medios de comunicación social ha sido una práctica muy corriente en el último siglo y medio.
La “derrota de la razón” que con tanta brillantez y dolor describió Stefan Zweig, el ascenso del nazismo, o lo que sucedió en España a partir de 1936 no podrían entenderse sin tener presente el papel de los medios como deformadores de la verdad.
La difusión de noticias falsas y la manipulación de la información se ha utilizado en campañas electorales, en publicitad y en estrategias comerciales, como las que durante años han tratado de ocultar los efectos mortales del tabaco o los costes reales de la sanidad privada. Más recientemente, hemos vivido auténticos procesos de intoxicación comunicativa para ayudar a propagar falsedades sobre hechos o procesos de gran trascendencia: guerra de Irak, 11-M en España, Brexit o independencia de Cataluña, entre muchos otros. Por no hablar de la mentira al menudeo que se difunde día a día a través de todo tipo de medios.
Es una evidencia histórica, por tanto, que el engaño y la difusión de falsedades como parte de estrategias para tratar de conseguir determinados objetivos, bien sea de naturaleza política o comercial, no son fenómenos recientes ni casuales sino bien antiguos y deliberados.
Sin embargo, también es un hecho que la difusión de la mentira y el deterioro generalizado de la verdad se están produciendo en los últimos años de una forma más extendida y con consecuencias mucho peores que en épocas anteriores. Pero sería un error, como dijimos, creer que eso se debe solamente a que han cambiado las infraestructuras a través de las cuales fluye la información.
Mentira e ignorancia inducida en la comunicación digital
Es cierto que la proliferación de las nuevas plataformas, redes y artefactos que sirven de medios para producir, almacenar, transmitir y consumir información sin apenas dependencia del tiempo y el espacio y a mucha mayor velocidad, tienen tres efectos principales que facilitan la desinformación y la propagación de mentiras.
En primer lugar, la «balcanización» del sistema de comunicación al generarse miríadas de puntos de emisión y redifusión, periféricos, excéntricos, marginales… pero con gran capacidad de incidencia en amplias zonas o incluso en la totalidad del sistema. Esto hace que, a través de las redes y plataformas, sea más fácil y barato disponer de capacidad para difundir falsedades, bulos o dudas malintencionadas que producen ignorancia e impiden descubrir la verdad. Entre otras cosas, porque – con independencia de que se tenga algún otro tipo de interés político para llevarla cabo- la difusión de información falsa a través de las redes digitales se ha convertido en un negocio muy rentable económicamente (porque se cobra por visualizaciones o reenvíos y los sesgos cognitivos asociados al uso de la red hacen que las informaciones falsas se reenvíen un 70% más que las reales).
En segundo lugar, la velocidad con que hay que operar en estas plataformas obliga a empaquetar la información de forma mucho más intuitiva y simplificada, con lenguaje menos analítico, emocional, y más vinculado a la experiencia personal y a la opinión que a los hechos y a su análisis objetivo. De este modo, el falseamiento de la verdad se produce más fácilmente y resulta más difícil descubrir la realidad de los hechos.
En tercer lugar, hay que tener en cuenta que los nuevos medios no proporcionan la información limpiamente, o como respuesta directa a la demanda de los receptores, sino a través de algoritmos que previamente determinan el tipo de información que mejor se ajusta a sus perfiles personales. La información que llega a los receptores no es la que se corresponde directa u objetivamente a la demanda que hayan realizado, sino la elaborada o seleccionada “a propósito” por el algoritmo para que pueda ser reconocida más fácil y rápidamente como propia o deseada y sin con la menor reflexión posible.
Así, la intervención de los algoritmos refuerza el sesgo de autoconocimiento que consiste en darle más credibilidad a los datos que ratifican nuestras ideas previas y, por tanto, dificulta que los receptores de información puedan ponerla en duda cuando es falsa.
Para evitar este y otros sesgos semejantes asociados a la comunicación digital, es decir, para poder discernir sobre lo que es verdad o mentira en la comunicación digital de nuestro tiempo, es preciso que el consumidor de información no solo tenga acceso a ella sino que, además, conozca a la perfección la naturaleza de la infraestructura (del algoritmo) que le permite poseerla, lo que equivale a decir que se encarece la inversión necesaria para descubrir la verdad, haciendo más barato y sencillo propagar falsedades.
Ahora bien, por muy presentes que estén estas circunstancias que abaratan la difusión de la mentira y dificultan y encarecen el descubrimiento de la verdad, a pesar de la abundancia de información y de la pluralidad de fuentes a nuestra disposición, la proliferación de la mentira en nuestro tiempo tiene que ver, en mucha mayor medida, con otras dos circunstancias.
Desigualdad, concentración del poder y desinformación
La primera de ellas es el aumento sin parangón que está registrando la desigualdad en los últimos años. Un fenómeno que necesariamente va unido a la polarización y al aumento de la ya de por sí gran concentración de la propiedad y del poder de decisión no solo en los medios tradicionales de comunicación sino en las nuevas plataformas y también en la economía, las finanzas y la política.
Cuando eso ocurre, para que los de arriba puedan acumular sin descanso privilegios, renta y riqueza a costa, lógicamente, de los de abajo, es imprescindible que estos últimos no sean conscientes de lo que está sucediendo. Quienes disfrutan del poder y de los privilegios necesitan convencer al resto de la población de que no hay alternativa posible a la situación en la que se encuentran y, al mismo tiempo, han de conseguir que quienes afirmen lo contrario no dispongan de capacidad ni poder mediático suficientes para divulgar sus propuestas. Algo que solo se puede conseguir logrando que la población a quien se quiere dominar no perciba la realidad tal cual es e impidiendo que identifique correctamente la naturaleza real de los problemas que le afectan y sus intereses auténticos.
La desigualdad extraordinaria de nuestro tiempo es, al mismo tiempo, la causa y la consecuencia de que la agenda de los medios, lo que se dice en la prensa o en los programas de radio y televisión, lo que se puede hacer o decir o no en las redes… estén cada vez más controlados por un grupo cada vez más reducido de propietarios y editores que se han adueñado del poder omnímodo que permite producir y difundir como verdades las mentiras que les interesan a sus dueños.
Relativismo y debilidad de los mecanismos de contrapoder social
El último fenómeno que a nuestro juicio explica el por qué de la gran decadencia de la verdad que estamos viviendo tiene que ver con el tipo de civilización que ha generado el neoliberalismo.
En las últimas cuatro décadas se ha conseguido forjar una no-sociedad basada en el individualismo, de personas ajenas a su alteridad que viven ajenas a su condición de seres sociales, prácticamente aisladas unas de otras y que socializan, si lo hacen, en grupos virtuales, que solo les pueden proporcionar una confluencia líquida, en el sentido de Zygmunt Bauman, es decir, efímera, incierta, volátil, intangible… en la práctica, completamente irreal.
Eso, por una parte, ha permitido que crezca y se consolide en nuestras sociedades el relativismo que lleva a creer que no existe una verdad objetiva e independiente de nuestra preferencia o percepción subjetiva, que cualquier expresión tiene valor como verdad. Pareciera que el derecho a tener opinión propia se haya sustituido por el de disponer de nuestros propios hechos, de modo que nos estaría permitido definir o percibir la realidad objetiva que nos rodea a nuestro libre albedrío, ajustada a nuestra preferencia. Y, por otra, esa ceguera de la realidad objetiva impide que se puedan generar intereses comunes, resistencias de grupo, contrapoderes frente a los grupos sociales que dominan y utilizan las plataformas y los medios de comunicación social para producir la ignorancia inducida sin la que sería imposible que mantengan sus privilegios.
Estrategias frente a la desinformación y la mentira
Para terminar, hay que preguntarse qué se puede hacer para enfrentarnos a esta especie de Edad de la Mentira en la que se está convirtiendo la era digital que cabalga a lomos de los viejos productores de la desinformación que ahora disponen de más poder mediático, financiero y político que nunca. A nuestro juicio, cabe avanzar por tres grandes líneas de actuación.
La primera y sin la cual nada se podrá hacer para hacer que el respeto a la verdad prevalezca en nuestras sociedades es combatir la desigualdad, distribuir más justamente la riqueza, fortalecer la democracia e impedir que la propiedad de los medios que los seres humanos necesitamos tener a nuestro alcance para vivir en libertad se concentre en tan pocas manos como ahora.
La segunda debería encaminarse a procurar que nuestras sociedades den valor a la verdad.
Más en concreto, para poder combatir la desinformación y la mentira es imprescindible reconocer que las sociedades no pueden desarrollarse en paz y quizá ni siquiera sobrevivir tolerando la indiferencia entre lo verdadero y lo falso. Hay que entender y asumir que la mínima cohesión que precisa una sociedad libre y democrática sólo se puede conseguir compartiendo un concepto de verdad respetado generalizadamente. Y que la mentira, por el contrario, es un arma de destrucción social que esclaviza a los seres humanos, pues puede hacer que actuemos en contra de nuestros intereses y que renunciemos a ser auténticamente libres. De hecho, esta utilidad de la mentira es lo que explica que se produzca y difunda estratégica y deliberadamente a través del sistema de comunicación social, cuando unos grupos de población más poderosos tratan de dominar al resto de la población.
El corolario de estos principios tan elementales pero en la práctica olvidados hoy día es que la verdad, el reflejo del hecho objetivo, tiene un valor intrínseco para la sociedad, para la convivencia y el bienestar de los seres humanos, para el sostenimiento de la vida y que, por tanto, debe ser protegida con la mayor firmeza posible y con eficacia.
La tercera vía de actuación podríamos describirla como consistente en aumentar el precio, hoy día tan bajo, que se paga por mentir.
Tal y como se puede deducir de lo que venimos exponiendo, es difícil evitar la producción de mentiras y su difusión pero sí se puede exigir responsabilidad a quienes las lleven a cabo, hacerles pagar por ello y, además, mejorar las capacidades para distinguir entre lo verdadero y lo falso, utilizando cuatro grandes tipos de instrumentos.
El más importante de ellos es la educación integral y la alfabetización mediática.
No hay mejor defensa contra la mentira que la formación, el aprendizaje del pensamiento crítico y la alfabetización que permita conocer el funcionamiento de los medios y las servidumbres de las nuevas plataformas, la socialización en valores ciudadanos y el cultivo de la reflexión, del debate en condiciones de igualdad y de la duda que es, como dijo Francis Bacon, la escuela de la verdad.
Otro instrumento fundamental es el desarrollo y la utilización de herramientas contra la desinformación que permiten detectar los mensajes fraudulentos, los bots maliciosos (programas automatizados que simulan comportamientos humanos); establecer baremos de puntuación de credibilidad; seguir los flujos de desinformación; verificar la información para denunciar la falsa; elaborar listas blancas con fuentes de información confiables y otras de no verificadas o denunciables… por poner tan solo algunos ejemplos.
El tercero, la promoción del periodismo y de los medios independientes y plurales que son los que pueden tratar y proporcionar la información sin la esclavitud que supone estar al servicio o ser propiedad de los grandes grupos mediáticos, económicos, financieros o políticos.
Finalmente, hay que tener en cuenta que el desequilibrio entre el poder de los diferentes sujetos del sistema de mediación social es tan grande que resultará imposible evitar que los más poderosos puedan producir y difundir desinformación sin que exista un poder regulador superior que, por definición, no puede ser sino el que cuente con la legitimación del sistema democrático.
Para reconocer y defender la verdad es imprescindible una regulación estricta, rigurosa, basada en el mejor conocimiento posible de cómo funciona la maquinaria de la mentira en nuestro tiempo, que facilite la persecución y sancione la falsedad sin ningún tipo de complejo, asumiendo que la verdad existe y que es imprescindible que esté protegida. Pero sin equivocarse sobre el mal que se quiere combatir ni confundir al responsable del daño que causa; es decir, sin producir más lesión a la democracia y la libertad de la que tratara de evitar, como sucede cuando se recurre a la censura o se culpabiliza a los aparatos y no a las personas que los utilizan para difundir la mentira. A quien hay que perseguir y penalizar es a quien produce desinformación y a quien, por cualquier vía, se beneficia de crearla o distribuirla.
Se trata, en fin, de respetar, por un lado, un principio elemental: los hechos son sagrados, las opiniones libres. Y, por otro lado, de algo que no se puede considerar ni muy exagerado, ni radical: simplemente, garantizar que se haga realidad un derecho reconocido en el artículo 20 de nuestra Constitución: el de «comunicar y recibir libremente información veraz».
Fuente: https://juantorreslopez.com/la-mentira-como-industria-y-estrategia-en-la-era-digital/