En defensa del «Achilipú»
El final de un “terremoto” de ritmo gitano y vitalidad interminable
Malos vientos están corriendo últimamente por la geografía española del flamenco. Se ha ido “El Lebrijano”, hace unos días hemos enterrado a José Menese y ahora, a los 80 años, se nos va Dolores Castellón Vargas, conocida como La Terremoto. Gitana catalana, nacida en Barcelona en mayo de 1936, unos días antes de que empezaran a oírse en toda España los primeros cañonazos de una guerra civil fratricida que duraría tres años y que dejó un millón de muertos en ambos bandos.
A ella, La Terremoto, quiero dedicar hoy este comentario veraniego que por tantas y tristes razones nos está conmoviendo.
Oí hablar de ella por primera vez en Barcelona, recién llegado desde mi Cádiz natal. Y quien me contó cosas de su familia, y en especial de su hermano a la sazón ya famosísimo “Príncipe Gitano”, fue el “Tío Peret”, Pedro Jiménez Pubill, pionero de nuestra lucha por la causa gitana y mi gran maestro en la interpretación moderna de la “Ley Gitana”. La familia de Dolores, gitanos catalanes, tenían gran influencia en los núcleos de familias gitanas mayormente tradicionales de Barcelona. Familias que vivían en el barrio de Gracia, de Hostafranchs y de la calle de la Cera principalmente.
Mi relaciones, por razones de promoción artística, con la familia Castellón Vargas no fueron muy intensas porque desde el principio la audiencia radiofónica de Cataluña estaba clarísimamente dividida, ―lo que no quiere decir enfrentada―, entre quienes seguían por la mañana, a las ocho, a aquel gran hombre de radio que fue Ricardo Romero por medio de su programa “Tocadiscos Flamenco” que se emitía a través de Radio Juventud de Barcelona, y quienes me escuchaban a mí, también a las ocho, pero de la tarde, en mi programa “Crónica Flamenca” que se emitía a través de Radio Nacional de España.
Ricardo Romero era mucho más veterano que yo. El empezó a emitir su “Tocadiscos Flamenco” en abril de 1965, mientras que yo inicié los diez años en antena de mi “Crónica Flamenca” en 1972. Ambos entendimos, sin necesidad de gran esfuerzo, que podíamos complementarnos. Ricardo, por la mañana, ponía la música alegre, la que respondía al epígrafe de “música española”. Su media hora diaria estaba llena de rumbas, pasodobles y sevillanas. Y los artistas que mayoritariamente acudían a su micrófono eran Peret, Manolo Escobar, Las Grecas, el Príncipe Gitano, Juanito Valderrama y, como no, nuestra joven Terremoto, Dolores Vargas, cuya muerte hoy todos lamentamos. A mi programa, por el contrario, solo acudían los interpretes de los “jondo”: Antonio Mairena, Caracol, Fosforito, Juan Talega, El Lebrijano, Camarón, y otros de corte parecido.
Yo oí por primera vez el “achilipú” de La Terremoto en el programa de mi amigo Ricardo Romero, y de la misma manera que cuando vivía en mi Puerto Real natal (Cádiz) canturreaba con mis amigos “La noche del Hawaiano” de Peret, entendí que el “achilipú” de Dolores Castellón Vargas, era más que un bolero influenciado por la rumba flamenca. Solo faltó que paulatinamente se incorporaran a esta nueva corriente de ritmo alegre, desenfadado y a veces trepidante, artistas tan señeros como Los Amaya, Chacho, Gato Pérez, Los Chichos, “El Pescailla” para que la rumba consolidara un espacio propio dentro del amplio abanico de los estilos flamencos.
El planeta del flamenco hunde sus raíces más profundas en los llamados cuatro cantes básicos: seguiriya, toná, soleá y tangos. Pero no todo se encierra en ese misterioso y telúrico mundo. Muchos sostienen que la soleá es la madre indiscutible de los cantes. Y aunque es verdad que su métrica y su compás aparecen en casi todos los estilos, llamémosles “clásicos del flamenco”, no debemos olvidar que la rumba flamenca, y por ende la rumba catalana, se engarza directamente en los tangos. Y de los tangos beben los ritmos que son primos hermanos del indescifrable “achilipú” de La Terremoto, que según tengo entendido fue compuesto por Felipe Campuzano, otro gaditano. Y es que la rumba flamenca no se entendería sin el papel de gallina clueca que Cádiz ha desempeñado para dar vida y difusión a casi todos los cantes festeros.
No se debe tomar a chanza el “achilipú porque está en la génesis de la adaptación a los nuevos tiempos de una parte de la cultura musical flamenca. Yo comprendo que a quienes nos entregamos con pasión al estudio y el deleite de los llamados “cantes grandes” se nos acuse de inconsecuentes si relegamos a un segundo plano a los cantes festeros. Gravísimo error. Ni se puede estar todo el día escuchando cantar por seguiriya, ni lamiéndonos las heridas desde la fragua gitana donde se canta por toná. Los cantes festeros y los estilos menores, ―sí, menores y no es ninguna ofensa―, forman parte de la familia rica y extensa, como la familia gitana, del mundo mágico del flamenco. Fíjense si no. El tango flamenco, que es uno de los cantes básicos, une su cordón umbilical con los famosos tanguillos de Cádiz, que son los padres inequívocos de la rumba flamenca. Rumba que, tal como la conocemos, bebió antes de los ritmos de la guaracha cubana y de las rumbitas campesinas de la isla. Pero, ¿alguien puede dudar del parentesco de la rumba, en su versión más lenta, con el popular garrotín? Como todos los estilos que tienen por base de lanzamiento a la Tacita de Plata hay que vislumbrar que el padre tango ha alimentado también, junto a la rumba, a sus parientes lejanas las guajiras y las colombianas.
Y para tranquilidad y sosiego de los ortodoxos, ―entre los que me incluyo― no se olvide que fueron magistrales intérpretes de estos estilos Pepe el de la Matrona ―genial la rumba que dejó grabada en la Magna Antología del Cante Flamenco de Hispavox―, Antonio “El Chaqueta”, que supo convertir las bulerías en un sorprendente trabalenguas sin perder ni un ápice el compás y el genio de los genios gaditano, Beni de Cádiz, que era la otra cara de la medalla de La Terremoto. La del “Achilpú” te hacía bailar y moverte, aunque no supieras. Beni de Cádiz era uno de los tres hombres gitanos a los que las masas le aplaudían solo por verles andar: Joselito el Gallo, Rafael de Paula y Beni de Cádiz.
Tengámosle, pues, un respeto al “achilipú” de Dolores La Terremoto, de la misma forma que se lo tenemos a la más grande, la más genial artista que ha dado la historia del arte flamenco como ha sido la incomparable Lola Flores. (Pido perdón por mi manifiesto partidismo. Con Lola me pasa como con Don Antonio Mairena. Soy insufrible porque no admito réplica.) Y si no, pónganse en cualquier página de internet. Encontrarán infinidad de actuaciones de estas dos mujeres geniales. (A mí me gusta ver las grabaciones antiguas, aquellas que son el blanco y negro y que se emitían por la única TV que había en España, también en blanco y negro.) Se asombrarán del parecido. Dos mujeres para la historia. Dos personajes irrepetibles y dos artistas que nos reconcilian con la humanidad en estos momentos de tanta convulsión terrorista, racista y fundamentalista. Y es que, para que rabien los racistas, una no era gitana de nacimiento y la otra si.
Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní