David Brooks •  Opinión •  11/08/2016

Lágrimas de esperanza

El discurso de Hillary Clinton y sus seguidores dirigido a los partidarios de Bernie Sanders durante meses fue que si verdaderamente deseaban promover cambios y no sólo sueños, no había nadie más experimentada que la candidata para lograr cambios reales dentro del sistema. La respuesta de un coro de mujeres jóvenes fue: «no queremos cambios dentro del sistema, queremos cambiar el sistema». La imagen, durante una de varias muestras de inconformidad de los simpatizantes de Sanders en la Convención Nacional Demócrata celebrada la semana pasada.

Cuando no es el enemigo el que atenta contra un milagro colectivo, sino los que dicen que son aliados, que usan las mismas palabras no para crear o defender algo en común, sino para sus propios intereses, dispuestos a maniobrar e incluso traicionar a quienes son sus compañeros de camino para alcanzar sus ambiciones personales, siempre con la justificación de que lo hacen por el bien de todos, esos son los que cometen uno de los delitos más graves posibles: anular esa solidaridad esencial que intenta alcanzar algo noble, justo e inocente.

El enemigo no engaña, todos saben que está dedicado a derrotar lo que se le opone. Un aliado tiene que engañar para derrotar o atacar a otro aliado. Este es el veneno de proyectos y esfuerzos colectivos y siempre se disfraza de lo opuesto.

Los políticos están acostumbrados a esto, por eso su profundo cinismo (con excepciones); aceptan que así es este juego, hay que ser pragmáticos, y por lo tanto a veces es necesario sacrificar la verdad. Hay columnistas y periodistas que obran igual que los políticos, o que son sus compinches, y tienen el mismo talento para el uso engañoso de la grandilocuencia –usan palabras muy bonitas para cosas muy feas–, gozan plenamente de ser invitados a la mesa grande del debate oficial y conocen los trucos del poder, los cuales usan, si es necesario, contra sus aliados. Claro, todo en nombre de las mejores intenciones. Cuando se les cuestionan los motivos, responden: déjense de las ilusiones, así es este juego, no sean inocentes.

Las ilusiones y la inocencia en la defensa de los principios son justo lo que más se necesita para los milagros. Todo lo demás es sospechoso.

La pugna dentro del Partido Demócrata entre el establishment representado perfectamente por los Clinton y la insurgencia inspirada por Bernie Sanders es en gran parte una lucha entre los que hablan de las causas comunes de las mayorías, pero en los hechos obran para los intereses del poder, y los que buscan rescatar la lucha por esas causas comunes, a pesar del poder. La revolución política de Bernie Sanders fue apoyada de manera abrumadora por los menores de 45 años –los jóvenes–, el futuro por definición. El fenómeno fue primero descartado por la cúpula (y los medios), pero llegó a tal nivel que tuvieron que recurrir a complots, fraudes, burlas y actos de intimidación para frenarlo, algo que se constató en la convención en Filadelfia la semana pasada.

Un par de jóvenes salieron de la Convención Nacional Demócrata justo antes de que culminara con el discurso de Hillary Clinton al aceptar la corona de su partido como candidata presidencial. No aguantamos quedarnos para eso, afirman. Platican un poco de sus emociones, de sus meses de participación en la causa convocada por Sanders para crear un país más justo e igualitario para todos, de recuperar una democracia que había sido secuestrada por los más ricos, para sentirse parte y no espectadores de una historia que se atrevía a soñar con algo más noble, y la solidaridad que brota de compartir ese sueño con millones. Saben que con su inocencia amenazaron a una de las instituciones más poderosas y ricas del mundo; saben que a pesar de maniobras para frenarlos –incluido el fraude– seguían ganando. Pero después sus proclamados aliados, del mismo partido, y a pesar de que la nueva candidata había pronunciado que compartía muchas de sus posiciones y en la convención declaró: “los he oído… Su causa es nuestra causa”, los operadores del partido, con gran parte de los medios, empezaron a solicitarles que abandonaran su inocencia, que se dieran por vencidos, que así es esto, que dejen de chillar, que se subordinen a la reina del pragmatismo. Es una invitación al desencanto.

La joven dijo que no pensaba obedecer a estos aliados, que insistiría en que todo esto sirvió de algo, que no sabía cómo, pero seguiría luchando por lo que creía. Cuando se le comentó que habían hecho algo sin precedente al llevar esta insurgencia a este punto, de repente corrieron lágrimas de ira, de tristeza, sólo porque sus aliados –no algún enemigo– habían intentado anular su inocencia de creer en algo noble. ¿Cuantas veces ha sucedido este crimen aquí y en todo el mundo?

Lo que surgió como un milagro, como algo inesperado y prometedor para el futuro del partido, se percibió por la cúpula (y sus aliados en los medios) como algo primero irritante y finalmente como una amenaza. Una y otra vez pidieron que Sanders y su movimiento se rindieran, una y otra vez indicaron que no tenía posibilidades, que estaban jodiendo, que era un idealismo tonto y que no tenían propuestas realistas.

El argumento de Clinton y sus seguidores a los partidarios de Sanders durante meses fue que, si verdaderamente deseaban promover cambios y no sólo sueños, no había nadie más experimentada y talentosa que la candidata para lograr cambios reales dentro del sistema. La respuesta de un coro de mujeres jóvenes fue:» no queremos cambios dentro del sistema, queremos cambiar el sistema».

Clinton no convence a los sanderistas por la misma razón que más de dos tercios de la opinión pública: no confían en ella.

En su discurso triunfal ante la convención, declaró que el gran dinero tiene que salir del sistema político. Al siguiente día, el Wall Street Journal reveló que la campaña de Clinton ha recibido 48.5 millones de dólares del sector de los hedge funds (mientras Trump sólo ha recaudado 19 mil dólares de ese mismo sector). Desde las suites de lujo en la arena Wells Fargo (el nombre de uno de los grandes bancos nacionales), los representantes que lucran justo con lo opuesto de lo que Clinton prometía en su discurso progresista la escuchaban y sonrían mientras bebían vino.

Los de Sanders los observaban desde abajo, y todo quedaba claro.

Algunos aliados se dedican a destruir milagros cuando éstos estorban sus intereses y su contagio por la enfermedad del poder. Los cínicos no lloran. Por eso, las lágrimas de una joven siguen dando esperanza aquí y en todo el mundo.

David Brooks es corresponsal del diario La Jornada en Nueva York.


Opinión /