El espejo
Cuando le llamaron a Dirección tenía muy claro qué iban a decirle. Tan sólo tenía alguna duda sobre cómo se lo iban a decir: qué argumentos utilizarían, qué tono adoptarían, qué palabras pronunciarían…
Quizás, pensaba, que eso condicionaría su propia reacción, lo que le inquietaba. ¿Se pondría violento?, ¿se desmoronaría?. Le asustaba la idea de que le doliera el pecho. Acaso, pensó, también podía elegir como reaccionar, si se concentraba adecuadamente o si, por el contrario, dejaba ir, por fin, algo que hace tiempo que no era para él, que, de hecho, nunca le había pertenecido…
Le sorprendía advertir, a cada paso que daba por el largo pasillo hacia el ascensor, que lo que estaba a punto de suceder no le preocupaba demasiado, a pesar de haberle causado terror años atrás.
Por primera vez en mucho tiempo, fluía, casi literalmente. No le costaba caminar, la cabeza estaba despejada, su respiración era pausada y ya no percibía el olor penetrante y desagradable de aquel lugar.
Todos los relojes se habían detenido. Allí, los había en todas partes, en todos los pasillos, despachos, salas, dependencias, incluso en los aseos… Relojes ofreciendo tiempo para consumir, para malgastar, para trabajar, para perder, para vivir y, de vez en cuando, para morir…
Los rostros habituales le sonreían en su trayecto, pero le producían la misma impresión que la familiaridad y la lejanía de los primeros compañeros de colegio. También una vaga sensación de seguridad y algo que se parecía a la ilusión.
Llegó al ascensor en el preciso momento en que alcanzaba la puerta. Estaba vacío. Parecía como si la máquina hubiera ido a su encuentro. Pulsó el botón de la planta 16, la última, y giró sobre sus talones hacia el espejo, esperando encontrarse a sí mismo.
Se sobresaltó ligeramente al advertir que el cristal le devolvía docenas de rostros, observándole en silencio y con curiosidad. Sintió un ligero mareo y mucho sueño.
Consiguió recuperarse al fijar su mirada en una niña pequeña, en brazos de su madre, que con expresión tierna estiraba su brazo como si pretendiera tocarle.
Cuando juntó las yemas de sus dedos con los de la pequeña se abrió la puerta del ascensor.
Salió del mismo sin mirar atrás, abrumado por la certeza de su propia capacidad de vivir, de amar y de crear. Comprendió entonces la potencialidad, la infinitud de posibilidades… desaparecieron todos los límites, todos los prejuicios, haciéndose añicos con el espejo del ascensor.
Cuando salía por la puerta, haciendo el camino opuesto, ya no recordaba qué ni cómo había sucedido.
Debía ser la hora del cambio de turno, pero no sonaba ningún timbre, ni aviso, aunque era claro que ése era el momento exacto.
El siguiente turno hacía fila en el control biométrico, el dedo en alto, mudando los rostros tras obtener la validación del sensor. A partir de ahí, los pasos parecían más lentos y torpes, las espaldas se encorvaban. Los rostros denotaban preocupación, melancolía, cansancio, resignación…
El turno saliente, sin embargo, era pura vida. Una multitud de niñas y niños bajaban corriendo las escaleras, riendo, vestidos de personas mayores, muchos cogidos de la mano. Administrativos y cocineras, las directoras adjuntas y los limpiadores, los de mantenimiento y las secretarias, los contables y las telefonistas…
Flanqueado por los que se marchaban, alcanzó la puerta principal, que le pareció grande y luminosa como nunca. Justo en el preciso instante en que pasaba por delante la niña del ascensor en brazos de su madre.