Regreso al Reino. Orden y “caos fecundo”
“Entre unos que van y otros que vienen, siento que yo no sé si voy o vengo. Mi cabeza vuelve a irse por alguna tangente y pienso en la diferencia de kilómetros hora que debe haber entre el caminante medio de Caracas y el de Madrid”.
Cuando uno se extraña al ver y tocar su propia moneda, es que lleva un tiempo fuera de casa. Si hay extrañamiento con algo tan habitual como la cosa física que facilita la tarea ancestral del intercambio, otras esferas de la cotidianidad se perciben todavía más ajenas.
Mirar con ojos extrañados tu propia realidad tiene quizás el sello del desapego, de lo que de alguna forma ha dejado de pertenecerte; pero tiene, paradójicamente, la enorme ventaja de darte herramientas para comprender mejor esa realidad a la que inevitablemente sigues perteneciendo. Esa mirada que mezcla dialécticamente pertenencia y extrañeza, tiene la virtud de dejar de contemplar como normal lo anormal.
8 meses en un país del Caribe como Venezuela son suficientes para generar ese necesario extrañamiento. Suficientes para percibir el Reino de España como una anormalidad en sí mismo. Aquella tierra de revoluciones con sabor a arepas y cocuy, también está preñada de anormalidades. De hecho Venezuela es una particular anomalía histórica. Solo que de otro tipo.
Antes de retirarnos a la llanura manchega, Madrid nos retiene por unos días. Caminando sus calles, moviéndome en transporte público, voy observando el entorno con sorprendente extrañeza. No es la primera vez que me ocurre, pero en esta ocasión hay algo que me inquieta especialmente. Algo que estoy cerca de descifrar, que se palpa, se percibe, pero no llego a sintetizar en palabras. ¡El orden!, me digo. Avanzo por las calles de Madrid en el bus que conecta Orcasitas, en la periferia de esta gran urbe, con la Calle Benavente, en pleno corazón. Observo las aceras, los comercios, la gente entrando y saliendo, el bus parando meticulosamente en cada parada, con sus marquesinas relucientes y sus anuncios espectaculares. ¡Es el orden!, repito, como para convencerme. Una voz mecánica de mujer anuncia la próxima parada. Llegados a cada nueva parada, la voz mecánica articula: “Atención, abriendo puertas”; y unos segundos después: “Atención, cerrando puertas”. Mi cabeza, inevitablemente, se escapa a las recientes imágenes de las busetas en Caracas o Barquisimeto, recogiendo pasajeros en cualquier lugar con sus voceros colgados de la puerta delantera abierta gritando el destino, bajándose y ayudando a las personas mayores, con su trasiego y su desorden, con su gente agolpada y el amable “permiso” por delante, con su vendedor de dulces dando los buenos días, con su música alta y los motores rugiendo por las vías de la ciudad. No puedo evitar sentir nostalgia de ese desorden divertido, de ese “caos fecundo”, como lo llamó una compañera venezolana cuando en estos días le expresé esta sensación.
“Próxima estación, Benavente”, dice la voz mecánica y ordenada del bus. Bajo ordenadamente junto a los demás pasajeros en esta última parada y me adentro en el centro de Madrid, con sus pulcras calles, pobladas por una ordenada multitud que camina rápido, con la seguridad de quien sabe adónde va. El turismo se mezcla entre el tumulto, también seguro de sí mismo. El orden se rompe por las ordenadas obras en la Puerta del Sol, con sus vallas y sus pasadizos. Obras en Madrid. No es extraño, pienso. El negocio continúa.
Como ratón en un laberinto, casi empujado por el río de gente, encuentro la salida hacia la calle Mayor. Avanzo entre gente y más gente, casi toda impecablemente vestida. Entre unos que van y otros que vienen, siento que yo no sé si voy o vengo. Mi cabeza vuelve a irse por alguna tangente y pienso en la diferencia de kilómetros hora que debe haber entre el caminante medio de Caracas y el de Madrid. Hasta quien va de compras camina rápido aquí, pienso. La tarea del consumo es exigente, requiere sus horarios. Llegando a Callao, de nuevo el orden viandante se rompe por un grupo de gente que camina sin avanzar. Unas 30 personas han conquistado alrededor de 40 metros cuadrados y dan vueltas en círculo. En sus manos llevan carteles y lucen camisetas verdes en defensa de la Escuela Pública. Recuerdo mis años como maestro de escuela, las manifestaciones, los despidos, la lucha, la camiseta verde. Las cosas no cambian, pienso contrariado mientras sigo observando a los compañeros dando vueltas ordenadamente. Mi cabeza se esfuma por unos momentos a la imagen de las marchas en Caracas; alegres, masivas, locas, irreverentes. Dos horas más tarde, me topo en este mismo “no-lugar” con otra protesta, en este caso de chalecos amarillos que dicen: “yayoflautas”, luchadoras y luchadores por las pensiones públicas. Las cosas no cambian, vuelvo a pensar mientras fotografío a alrededor de 25 compañeras y compañeros que posan ordenadamente en línea recta. La sensación de extrañeza aparece y desaparece por momentos mientras me topo con la familiaridad cruel de “mi Reino”.
Me cuelo tierra adentro, en el metro de Madrid. La sensación es similar. Paso ordenadamente por el torniquete, que ya no es torniquete sino puertas mecánicas, avanzo por los pasillos entre legiones de trabajadores que caminan todos al mismo ritmo, también mecánicos, pienso, en filas ordenadas; unos que van, otros que vienen y yo, de nuevo, sin saber si voy o vengo. Llego al andén, espero el tren que llega en menos de un minuto. Entro al vagón. Me siento ordenadamente. Recuerdo, ahora con alivio, el metro de Caracas.
Mi cabeza comienza a mascar la fantasiosa idea de que este orden europeo nos apelmaza. Me da por imaginar que los ritos que hemos asumido como normales hacen puré nuestros cerebros y nos dejan imposibilitados para la fecundidad política. Pienso en algo así como una apisonadora que con su inercia arrasa en lo cotidiano toda posibilidad de otear siquiera un cambio profundo en semejante “orden”. Tremenda imaginación la mía, qué cosas se me ocurren, piensa mi lado más conservador, a quien imagino tumbado ordenadamente en un buen sillón de mi hemisferio derecho.
Los trámites mañaneros entretienen mi cabeza, que por unas horas deja de imaginar. De nuevo en el bus que conecta la plaza Benavente con Orcasitas, mi lado más fecundo, a quien imagino imaginando por los caminos de mi hemisferio izquierdo, vuelve a la carga. Pasando junto a la Estación de Atocha, observo las terrazas repletas por hordas de turistas que exprimen Madrid sin decoro. La voz mecánica de mujer continúa incansable en cada parada: “Atención, abriendo puertas”; y unos segundos después: “Atención, cerrando puertas”. En una de las paradas sube, junto a otra gente, un hombre de alrededor de 70 años. “Atención, cerrando puertas”, repite la voz mecánica; “abriendo heridas”, dice seguidamente el hombre bajo su mascarilla. Llegados a la próxima parada, el bus vuelve a la carga: “Atención, abriendo puertas”. “Cerrando heridas”, responde el hombre sin inmutarse. Y unos segundos después: “Atención, cerrando puertas”. “Abriendo heridas”. Así durante siete paradas, con las puertas y las heridas abriéndose y cerrándose hasta que el hombre sale atento por las puertas abiertas y desaparece por una calle con las heridas cerradas. La voz mecánica del bus continúa incansable, de nuevo sin respuesta. Mi cabeza sigue imaginando. ¡Además nos enferma!, pienso molesto. Este orden nos enferma, insisto. No puedo dejar de engordar mi fantasía. ¿Cómo desordenarlo?, me pregunto. La respuesta no engorda el cajón de las esperanzas. De nuevo el hemisferio derecho.
Dos días después, todavía en Madrid, regreso al mismo bus. Hoy no hay que pagar. La guerra, los combustibles, la inflación, la crisis capitalista, ha sensibilizado –o puesto en alerta– a las autoridades del Reino y hay subvenciones en transporte y hasta un día gratuito al mes. Subimos y avanzamos sin el habitual trámite de pasar la tarjeta. El chofer, un funcionario de la EMT, se indigna y farfulla improperios, haciéndonos regresar. “Que sea gratuito no significa que no haya que llevar un ticket”, dice con un enfado de vida o muerte. Agarramos el papel que escupe una máquina cómplice. Entramos, nos sentamos, sin palabras. La sensación de extrañeza me invade de nuevo. Mi cabeza regresa a la Venezuela bloqueada. Visualizo las calles de Caracas y sus caóticas busetas, con sus choferes sonrientes que dan los buenos días, gritan el destino y paran en cualquier lugar.
¿Será cierto que este orden nos impide construir algo más bonito que esto? ¿Será otro tipo de bloqueo? ¿Una forma de guerra que sufrimos sin conciencia? Son imaginaciones, me digo mientras el bus avanza por las pulcras calles de Madrid. El jodido enanito se desgañita desde el tentador sillón del mi hemisferio derecho. A falta de música, trato de centrarme en la voz mecánica de mujer para no escucharle. ¡Atención, cerrando puertas! Cualquier día de estos, debo dejar de imaginar, pienso. ¡Y de abrir heridas!, me sorprendo diciendo a viva voz. Los pasajeros me miran con extrañeza y censura, como se mira a quien rompe algún tipo de orden. El bus continúa avanzando, implacable. La capital del Reino nos engulle. Un orden estéril nos desaparece.
Madrid, 5 de octubre de 2022