Armando B. Ginés •  Opinión •  11/11/2016

La mayoría silenciosa y el fascismo neoliberal de Trump

Tenía que ser alguien procedente de la antipolítica el 45º presidente de EE.UU. Trump, por mucho que se teorice sobre sus maneras fascistas, era y es el candidato ideal del neoliberalismo imperante en el mundo desde hace décadas.

 

Las elites estadounidenses y globales saben de lo impopular de las tesis neoliberales y del daño que están causando en las inmensas mayorías de la clase trabajadora y de las denominadas capas medias de las sociedades occidentales.

 

Un candidato a la vieja usanza tipo Bush hijo, con un discurso moderado en la forma de medias verdades y medias mentiras, no iba a calar en un electorado depauperado y vapuleado como nunca en su nivel de vida. Esos próceres clásicos no sirven en momentos de crisis aguda. Hacen falta discursos levantiscos y demagógicos de retórica fácil para engatusar a las masas más desfavorecidas e ignorantes, políticamente hablando.

 

Había que conectar con urgencia y en vivo con la América profunda expresando en voz alta sus prejuicios contra los ricos, los intelectuales y el sector de la cultura sabia o académica, sus miedos personales al desempleo, al terrorismo y al otro inmigrante que compite con las clases populares por magros subsidios y empleos de mala calidad. Mucho patriotismo, mucha xenofobia y mucha misoginia de barra de bar conforman un cóctel diabólico de éxito casi asegurado en ciclos de profundo desencanto social y de valores democráticos y participativos con tendencia a la baja.

 

Detrás de la mayoría silenciosa, rascando un poco, siempre es factible encontrar su particular y genuino pánico escénico al futuro, además de factores compulsivos y complejos de inferioridad que bien activados salen a flote a favor de un líder fuerte, sin complejos y sin pelos en la lengua, alejado de los artificios de laboratorio de las palabras técnicas de los profesionales del estamento político copado por las derechas tradicionales y las socialdemocracias descafeinadas.

 

Trump ha explotado al máximo los prejuicios atávicos y freudianos de la gente del común, aprovechándose de la publicidad negativa de los medios de comunicación más influyentes. Las elites corporativas que se hallan a la sombra de la figura del que será el nuevo máximo mandatario de la Casa Blanca han jugado sus aviesas bazas a la perfección: el electorado menos ilustrado veía cada crítica de los de arriba como un motivo más para adorar y votar a Trump.

 

Si los ricos, los listos urbanitas y los exquisitos sofisticados de la globalización capitalista no le quieren, ese es nuestro mejor candidato: su discurso es claro y sin subterfugios edulcorados, va al grano y no se pierde en elaboraciones complejas e incomprensibles de la realidad. Así también ganó Hitler en Alemania, ya lo hizo Berlusconi en Italia y ya veremos si Le Pen no se encarama al Elíseo en breve. La misma corriente populista de gente maltratada por las recetas neoliberales y las arengas convencionales (el Brexit como ejemplo más próximo) amenaza también a Europa desde años atrás.

 

El fascismo es muy posible y las soluciones finales a lo nazi no son descartables en el mundo actual. La marea de insatisfacción es muy honda y las alternativas de rompe y rasga que hablan de tú a tú a las emociones más básicas son compradas por el abajo social de modo casi instantáneo. Trump ha sido ese mesías salvador que la gente menos politizada y más  sensible a los sentimentalismos de serie televisiva estaba esperando desde hace tiempo para dar una patada en el culo a los expertos en demoscopia y a los voceros oficiales de la política del establishment.

 

Hay demasiado odio acumulado en las clases medias y la gente corriente contra los vetustos líderes de los partidos de toda la vida: hablan demasiado para no hacer jamás nada por los más pobres o en peores condiciones socioeconómicas.

 

Quienes catalicen ese odio hacia sus intereses propios decantará el el envite a su favor. De ahí el riesgo de que la configuración teórica de arriba-abajo sea utilizada por igual por espectros e ideas políticas contrarias, tanto a la izquierda como a la derecha del panorama internacional. Ese esquema maniqueo de escasa elaboración intelectual entra por los ojos pero elude las confrontaciones políticas de fondo (creciente explotación y precariedad laboral, estructura capitalista a la ofensiva y sociedad patriarcal fundamentalmente), dejando un vasto campo en barbecho que puede sembrarse con soluciones rápidas de diferente signo o naturaleza.

 

Ha ganado Donald Trump porque era la apuesta de verdad del neoliberalismo salvaje. Y no es que Hillary Clinton representara una auténtica oposición de izquierdas: simplemente era la opción menos mala, a la vez que la más contaminada y desgastada por la verborrea tradicional de los políticos profesionales, aquella que ha concitado las iras furibundas de las mayorías silenciosas que suelen callar y otorgar al ordeno y mando institucional por sistema o como norma de vida habitual.

 

Esa mayoría instalada en el silencio perpetuo, antipolítico, hoy se ha tomado una venganza pírrica y simbólica contra los de arriba. Al menos, esa es su creencia ahora mismo mientras las elites estarán brindando a lo grande en sus cenáculos privados.

 

Los vacíos progresistas de izquierda siempre se llenan con padres severos, líderes osados y fuertes o demagogos desenfrenados. Eso es precisamente Trump, un pater familias, un cow boy muy macho y un bocazas de pub que va sin atajos al corazón de los prejuicios de la América profunda. Por eso su triunfo estruendoso e inapelable.

 

En suma, el gesto histriónico de Trump ha servido de pantalla al neoliberalismo corporativo, que ha tapado con una estrategia muy inteligente sus vergüenzas a través de un falso discurso antisistema, arañando y hurgando a la vez dentro de las heridas abiertas y en los prejuicios de la mayoría silenciosa de EE.UU., la cual ha recibido un subidón de autoestima como recompensa a sus votos emocionales y, paradójicamente, a su nula actitud crítica y reflexiva. Este instante de gloria no se lo quita ya nadie. Con el tiempo se darán cuenta de su error al ofrecer apoyo incondicional a su enemigo acérrimo de clase, el emporio militar y corporativo con sede política en Washington.


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