EEUU y la paz de Colombia
Tras 4 años nefastos para el pueblo norteamericano y para los pueblos del mundo, Donald Trump no pudo ser ratificado en la Casa Blanca. Su misma elección en 2016 fue síntoma de la grave crisis que atravesaba la potencia, que lejos de ser paliada por esta administración se profundizó a niveles de fractura nacional e incluso dentro de las élites estadounidenses. Para Nuestra América la saliente administración es un lamentable capítulo de agresiones y vejámenes que debe ser superado, y que afortunadamente fue resistido en la región, como lo denotan las recientes derrotas de la política exterior norteamericana en Argentina, Bolivia o Chile, así como el fracaso de su plan de derrocamiento del gobierno venezolano, para el que contó con el vergonzoso apoyo del Presidente de Colombia, partícipe de esta bancarrota.
Sin perder de vista que la relación de intervención y subordinación estratégica de Bogotá a Washington ha correspondido lastimosamente a una política estatal de parte y parte, también es innegable que los acentos y énfasis puestos por ciertas administraciones han afectado las relaciones bilaterales. Colombia en pleno proceso de paz de La Habana contó con el asentimiento del gobierno Obama y la participación en los diálogos de su delegado Benard Aronson, pero se pasó en 2017 a la diatriba narcotizada de Trump y al contubernio recientemente develado entre la gubernamental DEA norteamericana y la Fiscalía colombiana para destruir el proceso de paz. La derrota de Trump, en medio de un emergente nuevo ambiente político en EEUU marcado no solo por la disputa interna, sino por el resurgir de la protesta social y la irrupción de voces alternativas en el parlamento, podría ser un momento propicio para dar un giro que contribuya a respaldar el Acuerdo Final y hacer del continente una auténtica zona de paz.
EEUU ha sido parte del persistente conflicto social armado colombiano desde la agresión a la comunidad campesina de Marquetalia en medio del Plan LASO (Latin American Security Operation). La guerra del siglo XXI en nuestro país se ha sustentado en la asistencia y ocupación militar norteamericana del territorio nacional bajo edulcoradas figuras de mercenarias privadas, instructores militares que de facto subordinan a la Fuerza Pública y las denominadas cuasibases1, entre otras tantas. Por ello es imposible construir una paz estable y duradera sin el compromiso real de EEUU. Solo a manera de ejemplo, hoy tras varias trapisondas jurídicas que torturaron el orden constitucional colombiano operan las denominadas SFAB en territorios priorizados para la implementación del Acuerdo de Paz, incluyendo dos fronterizos con Venezuela.
Sueño con que el creciente movimiento democrático de EEUU posibilite que el nuevo presidente Biden pueda resarcir los daños causados a la paz de Colombia. Dentro de mis informes a la Comisión de la Verdad, presentaré justamente un acápite relacionado con la participación y responsabilidad de actores internacionales en el conflicto social armado tanto antes como después de la firma del Acuerdo Final, donde solicito que el falso entrampamiento puesto en marcha contra los negociadores e impulsores de la paz debe ser esclarecido, así como todos los episodios de guerra jurídica que contaron con apoyo extranjero.
Este último capítulo de agresión jurídica y política a la paz y a la soberanía nacional revelado por El Espectador, solo demuestra la instrumentalización por funcionarios falto de ética de ambos países, de lo que deberían ser unas relaciones de Estado. Las relaciones bilaterales deben sacarse de la partidización fanática a la que la han llevado los poco diplomáticos diplomáticos de las actuales administraciones de Trump y Duque. Ni le corresponde a EEUU ser el factor de desequilibrio en la disputa política interna colombiana, ni mucho menos al estado colombiano aparecer de jefe de campaña de un partido en el debate electoral norteamericano.
EEUU como partícipe de la guerra en Colombia debe comprometerse con la paz y muchos podrían ser sus aportes, sin que esto implique ningún giro ideológico ni geopolítico. En primer lugar considero que hay unas deudas con el Acuerdo de La Habana: la principal, la repatriación del comandante Simón Trinidad, quien está acogido a la JEP, pero que también debe ser reconocido como víctima del genocidio de la Unión Patriótica. Sin mancillar la independencia de poderes propia de EEUU, como se demostró en el caso del patriota puertorriqueño López Rivero, la figura del indulto presidencial existe y mantiene validez. Esta sería una excelente noticia para la paz y la reconciliación.
De igual forma mantener a ELN y FARC en el listado de organizaciones terroristas es un anacronismo que solo dificulta la consolidación del Acuerdo de La Habana y la necesaria construcción de la paz completa. De otra parte la repatriación de los jefes paramilitares extraditados para que reparen a sus víctimas en Colombia, aporten verdad y se acojan al SIVJRNR es un gesto para la paz del país. Su comparecencia es una necesidad urgente como lo advertí en mi carta enviada a la JEP hace algunas semanas.
Finalmente hay dos temas que se han propuesto, vitales para la paz, que requieren del concurso del gobierno de los EEUU: la revisión de la ayuda militar teniendo en cuenta las graves violaciones a los derechos humanos y la crisis existente en la Fuerza Pública colombiana; y la remoción de la impostura de las aspersiones aéreas sobre nuestros ecosistemas en el marco de la fracasada “guerra antinarcóticos”.
Pienso en la paz de Colombia y en los mínimos compromisos a obtener por parte de un actor relevante del conflicto. De persistir la injerencia y mantenerse la situación actual, nos estarían condenando a ser un país en guerra. Por fortuna vientos de cambio soplan por la región. Nos corresponde sumar a nuestra patria a éstos.