Lecciones de españolidad
Con su habitual mezcla de desparpajo e ignorancia, Francisco Núñez, presidente de los peperos castellano-manchegos y alumno aventajado de nuestra querida doña Finiquito, ha defendido la necesidad de incluir “valores de españolidad” (¿?) en el sistema educativo para proporcionarle “un tinte nacional” (¿¿??). Afirma, además, que nuestra región debe liderar dicho proceso de exaltación patriótica.
Pues bien, antes de que este locuaz vendedor de humo (Vox y Ciudadanos mediantes) reintroduzca como manuales escolares la Enciclopedia Álvarez/Núñez y el Catecismo del padre Ripalda, convendría recordarle algunas cosillas. Como que la palabra España deriva de Hispania, nombre de origen probablemente fenicio con el que los romanos denominaron a esta tierra. Los romanos, a su manera, trajeron aquí las ideas de la Grecia antigua. Desde el siglo II se constata la llegada del cristianismo, una herejía nacida en Palestina. Luego llegaron desde la Galia los visigodos, un pueblo originario de Escandinavia. En el 711 fueron derrotados por árabes (de Arabia, claro) y, sobre todo, bereberes procedentes del Rif y el Atlas. Empezó a continuación una nueva época de la que conservamos espléndidas evidencias. La mezquita de Córdoba se construyó en tiempos de una dinastía llegada directamente desde Siria. La Giralda y la Torre del Oro fueron construidas por los almohades, que partieron del norte de África. Poco antes de la caída de Granada, llegaron los gitanos. Les llamaron así porque creyeron que venían de Egipto (egiptanos-gitanos), pero realmente provenían del Punyab (India). Aquí su forma de cantar se mezcló con el sustrato local morisco-sefardí, y el resultado fue una bomba atómico-artística: el flamenco, símbolo máximo de españolidad para cualquier “guiri”. Entretanto, en Toledo, sabios judíos, musulmanes y cristianos traducían amorosa y pacíficamente obras grecolatinas, árabes o indias.
En fin… Llegaron los Reyes Católicos. Por mucho que se empeñen los ultras, no reconquistaron Granada, sino que la conquistaron; y no fundaron España, porque nunca se autodenominaron reyes de España, ni ellos ni sus sucesores durante tres siglos. Esto venía a ser más bien una confederación de estados. El 12 de octubre de 1492 llegó a América Cristóbal Colón, un genovés, al frente de una expedición financiada por Luis de Santángel, un judío converso. Desde el punto de vista cultural, comienza el Siglo de Oro, el único que dura 200 años, jeje. Es la época de La Celestina de Fernando de Rojas (criptojudío), de Luis Vives (converso huido de España), del Lazarillo (seguramente de Alfonso Valdés, erasmista), de San Juan de la Cruz y Santa Teresa (ambos de familia judía conversa y emparentados espiritualmente con el sufismo musulmán), de Cervantes (que lamentó la expulsión de los moriscos en la segunda parte del Quijote), de Góngora (de familia conversa hasta los higadillos), de Quevedo (encarcelado por enfrentarse al poder)… Y en las ciudades florecen el Renacimiento y el Barroco, que llegaron de Italia.
El XVIII es el siglo de la Ilustración, que viene sobre todo de Francia. Con el tiempo y alguna que otra revolución, se convierte en el liberalismo, que toma cuerpo en nuestro país con la Constitución de 1812, en la que por fin se habla de España como nación, aunque las constituciones posteriores aludan frecuentemente a “las Españas”. El liberalismo lo propaga en gran medida la masonería, que quizá se funde en Jerusalén, quizá en Francia o quizá en Escocia. Algo después llegan el marxismo (desde Alemania), el anarquismo (desde Rusia) y los nacionalismos (desde todos los rincones de Europa a casi todos los rincones del estado). Por otro lado, la desigualdad, la explotación, la corrupción y las guerras civiles (ese deporte hispánico tan nuestro) obligan a emigrar a 6.700.000 compatriotas entre 1890 y 1990. Actualmente, cientos de miles de jóvenes españoles andan fuera de nuestras fronteras buscándose la vida. A la vez, cada día llegan a nuestro país personas procedentes de todo el mundo que revitalizan nuestra economía, rejuvenecen nuestra población y nos enriquecen con su cultura.
Y en eso consisten básicamente los valores de la españolidad. Perdonad, queridos/as lectores/as, la matraca de artículo que nos ha salido. Pero conviene recordar el carácter profundamente mestizo y plural de nuestra nación, porque sólo desde la conciencia clara de ese mestizaje y esa pluralidad podemos combatir la visión rancia, plana, unidimensional, nacionalcatólica y pedorra que nos quieren imponer Núñez y sus secuaces naranjitos y verdosos.
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