Dolores y testimonios de Mariupol
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Caminaban por la autopista a Mariupol con bolsas y mochilas. Ella iba doblada por el peso de las bolsas y él no bajaba la mano izquierda con la esperanza de parar algún coche. Las posibilidades eran escasas: salvo vehículos militares marcados con una Z, nadie iba en dirección a Mariupol. Al contrario, muchos intentan marcharse y en varias ocasiones nos cruzamos con columnas de autobuses con refugiados. Y nos paramos unas quince veces para mostrar la documentación: estaban especialmente interesados en el objetivo del viaje.
La voluntaria animalista Evgenia Mijailova, con quien me dirigía a Mariupol, paró el coche y en silencio liberó la parte trasera del coche, quitó los transportines para gatos e invitó a los pasajeros. “Vamos varias veces a la semana de Mariupol a Volodarsekoe para hacer la compra. Hay que andar 25 kilómetros en cada dirección. No se puede hacer nada, es la única tienda que funciona en toda la zona. No podemos marcharnos, tenemos una abuela enferma a nuestro cargo”, explicaron. Pensé que esa pareja será extraordinariamente dura tras haber superado un trago como este. Cuatro horas de ida, cuatro horas de vuelta. En ese tiempo se puede hablar de todo. O no hablar de nada en absoluto.
Nuestros compañeros de viaje nos contaron cómo empezó la batalla en Mariupol, cómo se acercó a su casa, cómo primero estallaron las ventanas y después se hizo insoportable, así que se trasladaron al sótano con la abuela. Ahora la cuidan y ni se plantean abandonar la ciudad. Me encuentro a mí misma pensando que estoy haciendo la misma pregunta que nosotros, ciudadanos de Donetsk, tuvimos que responder durante ocho años: “¿Por qué no os marcháis?”. Perdidos a la hora de responder, contaron algo poco convincente.
Sin embargo, aquí, a la entrada de Mariupol, ha comenzado algo que se parece a la vida. Miles de personas esperan cerca del hipermercado Metro a la ayuda humanitaria rusa. Llevan los números escritos en la mano y cuentan que a veces hay que pasar más de un día esperando. “Pero merece la pena. En las cajas hay 2 kg de azúcar, 2 kg de trigo sarraceno, 1 kg de harina, 3 kg de pasta, 1 kg de arroz, dos latas de leche condensada, cinco de carne, cuatro de alcachofas, aceite de girasol, productos de limpieza y de higiene”, explicaron los jóvenes. Les llevamos hasta el punto más cercano posible, la carretera está bloqueada por una barricada de coches quemados de los que hay por todas partes.
“No lleves la cámara colgada del cuello y no enseñéis demasiado los teléfonos. Os los quitarán de las manos, no hay nadie que lo evite aquí. No dejéis el coche así, no está garantizado que lo encontréis al volver. Puede que os rompan las lunas con la esperanza de sacar algo de valor”, nos aconsejaron los jóvenes con unas palabras que puede que no sean obvias para todos los visitantes. Aquí parecemos alienígenas, nuestras caras y nuestras ropas están limpias. Inmediatamente, llamamos la atención. Especialmente yo, que no iba vestida de camuflaje. Y mi estilosa parka parecía casi como un tutu de ballet. “¿De dónde ha salido toda esta gente guapa?”, gritó una mujer de una forma algo agresiva desde la ventana. “¿De Donetsk? Bueno, dime, ¿pasa algo por el mundo?”. La voluntaria y yo nos quedamos ahí paradas, sin saber qué decir, y entonces me di cuenta de que su mundo se ha encogido hasta ser solo del tamaño de la ciudad en las últimas semanas. El tono cambia al hablar de las noticias, especialmente cuando se enteran de que Donetsk está siendo bombardeado ahora.
Cruces y ventanas
Mariupol está enterrado en montañas de basura, no hay nadie para retirarla. El viento la esparce por todas partes. Observé a un grupo de personas tirando basura a un gran contenedor. Cinco personas por contenedor. “Fuimos como una especie de voluntarios. Recogemos toda la basura posible y a cambio nos dan ayuda humanitaria”, me explicaron.
No hay tiendas ni farmacias en la ciudad. Todas fueron saqueadas durante los primeros días. Los propios residentes cuentan que las personas más espabiladas se llevaron todo lo que pudieron, con lo que, entre otras cosas, provocaron hambre desde los primeros días.
Aquí, en el boulevard Shevchenko, que conecta varios barrios de Mariupol, se ha creado un cementerio espontáneo a lo largo de la plaza. “Aún hay entierros normales, incluso con lápida, cruces y servicios funerarios. Mire en los patios. Ahí, al lado de los columpios hay personas enterradas, les han hecho cruces con los marcos que han volado de las ventanas”, explicó un hombre llamado Artur, que había salido a por agua con su padre. “En general, al principio del boulevard Shevchenko, todo está relativamente intacto. Sí, saqueado y apaleado, pero si vas más adelante, hay edificios de los que solo quedan ruinas”.
Artur es estudiante de la Universidad de Mariupol, se graduó el año pasado y soñaba con ser especialista informático e ir a Rusia, pero ahora no sabe qué diploma tendrá ahora. Los estudiantes de Donetsk saben lo rápido que las universidades de la RPD pasaron a los estándares rusos y los estudiantes tienen la oportunidad de recibir los dos diplomas a la vez: el de la RPD y el ruso. Intenté consolar al chico, que aún tiene fuerzas para pensar en el futuro, incluso en estas circunstancias.
Todo un ejército de gatos se había reunido alrededor de una mujer a la espera de la comida. Había gatos callejeros e incluso algunos de raza y con collar. “No puedo irme por ellos, aunque no haya una sola ventana en el piso y tenga que dormir en el baño. Daba de comer a estos gatos dos veces al día antes de la guerra y ahora se han sumado los abandonados. Nadie les quiere salvo yo. Esto es lo que tengo, esto es lo que comparto con ellos”, explicó la abuela Nadia. Recordé las historias sobre los gatos de Leningrado y pensé que, si sigue habiendo gatos, aquí no ha podido haber una hambruna de verdad. La voluntaria pidió a la mujer que le dejara llevarse a los enfermos y le dejó comida para ella y para los gatos. La mujer no podía parar de agradecérselo.
A la salida, pasamos junto a un gran grupo de personas con carros que caminan por la carretera. Una mujer se separó del resto y miró nuestra matrícula rusa, saludó alegre y se santiguó. Nosotras también saludamos.
Al día siguiente, después de recaudar almohadas, sábanas y productos de limpieza, decidí ir a uno de los colegios de Donetsk, donde se ha instalado un refugio temporal. Uno de los gimnasios está lleno de catres alineados y en el otro hay un almacén con la ayuda que aportan los residentes de Donetsk. Hay un tono discordante, entre los niños y perros corriendo por ahí y sorprende ver que, con todo este ruido, pueda haber gente durmiendo en los catres. Están tan cansados que no notan nada a su alrededor. Recuerda a una especie de comuna.
Logré hablar con el hombre que vio el pan por primera vez en un mes en un puesto de control de la RPD. Alexander fue trasladado a Donetsk y ya no podía caminar. “Estaba tumbado al lado del fuego en el patio y ya no tenía fuerza para reaccionar a nada, ni siquiera a las explosiones cercanas. Mi casa ya no está. Pero no la destruyeron ni la RPD ni Rusia. El 20 de febrero, dispararon a bocajarro los defensores ucranianos. Y lo grabaron en vídeo. Entonces no había nadie luchando en la ciudad. Es decir, lo hicieron para tener un vídeo para sus amos”, explicó.
Alexander contó que las autoridades de Mariupol se marcharon de la ciudad en los primeros días y que los residentes no recibieron de ellos ninguna ayuda ni apoyo. Eso sí, los voluntarios ucranianos regularmente les llevaban al sótano octavillas anunciando las brillantes victorias de Ucrania. Eso en lugar de pan. “El primer pan que me dieron fue en el puesto de control de los militares de la RPD”, recuerda.
“La gente de Donetsk trae ayuda todo el día. Hay comida, ropa y productos de limpieza. Vestimos y acogemos a los refugiados en los primeros días. Han estado un mes en sótanos, muchos han venido con botas de invierno y sus ropas estaban en tal estado que solo se podía quemar”, explicó María Jomchenko, profesora de primaria.
En la cafetería del colegio, los refugiados organizan tres comidas al día, se dan una ducha e incluso han reclutado a peluqueras que lavan el pelo gratis. “Sinceramente, teníamos miedo de venir a vosotros. Nos han contado tales horrores de la RPD. Y han resultado ser todo mentiras. Aquí nos han aceptado como familia. Mañana nos vamos a Rusia a ver a la familia y ya estamos llorando por separarnos de esta gente tan amable”, contó Marina, que logró huir de Mariupol con su hija. ¿Cómo va a ser si no? Todos somos compatriotas a los que no se les ha olvidado eso en estos ocho años a pesar de los titánicos esfuerzos de Ucrania.
Fuente de la traducción: Slavyangrad
Fuente original: Komsomolskaya Pravda