Jesús Arboleya Cervera •  Opinión •  12/08/2016

La influencia de la cultura norteamericana en Cuba (I)

Suele decirse que las revoluciones “arrasan con el pasado”. Sin embargo, todo cambio revolucionario se sustenta en una historia y una cultura que determinan su naturaleza y peculiaridades. En ocasiones, estas tradiciones sirven de anclaje a la convocatoria popular y aportan al desarrollo de la conciencia colectiva, pero otras veces constituyen     un lastre para las transformaciones que se pretende impulsar.

A diferencia de otras culturas latinoamericanas, portadoras de una sólida tradición autóctona, el exterminio o la asimilación de la población indígena determinó que la cultura cubana no se configurase a partir de esta base originaria, sino que devino producto de la “civilización occidental”, entendida como expresión de una cultura que surge de la evolución de los patrones impuestos por los colonialistas europeos en América.

Para dar cuenta de este proceso, el sabio cubano Fernando Ortiz afirmó que “la  verdadera historia de Cuba es la historia  de sus intrincadísimas transculturaciones” (Ortiz, 1991: 86-87). Lo que quiere decir que la nacionalidad cubana ha sido el resultado de la metabolización constante de lo foráneo y su síntesis en un producto cultural singular. Esto explica que si bien “lo extranjero” ha tenido siempre un atractivo especial para los cubanos, ello no ha impedido el desarrollo de una poderosa identidad nacional, inspiradora de las luchas por la independencia y soberanía que, a pesar de haber sido muy radicales en términos políticos, nunca han estado regidas por sentimientos xenófobos.

Las más relevantes transculturaciones fueron las que se gestaron a partir del aporte de los ancestros españoles y africanos, de por sí culturas muy ricas en su diversidad, pero otras muchas han incorporado sus ingredientes al “ajiaco cultural cubano” y entre las más sobresalientes se encuentra la cultura norteamericana, cuyas influencias emergen constantemente cuando tratamos de explicarnos ciertas conductas de los cubanos.

Siendo también un producto de la transculturación occidental, Estados Unidos ha vivido un proceso bastante similar en la formación de su propia cultura nacional, aunque desde una perspectiva anglosajona mucho más excluyente y discriminatoria, que ha impedido la consolidación de una expresión monolítica, en la que todos sus componentes, extraordinariamente diversos como resultado de la inmigración más numerosa de la historia, se sientan igualmente representados.

La cercanía geográfica, la complementación de sus economías y la hibridad de sus culturas han facilitado el contacto entre cubanos y norteamericanos desde el origen de ambas naciones, a pesar de las diferencias en cuanto al idioma, la religión, las tradiciones, así como el conflicto generado por las pretensiones hegemónicas norteamericanas respecto a Cuba a lo largo de esta historia.

En el proceso independentista estadounidense y su posterior desarrollo durante las primeras décadas del siglo XIX van a expresarse las ideas más progresistas de su época. Se trató de la primera revolución independentista de América, la que adoptó como propios los avances de la Revolución Industrial Inglesa en lo económico y se vio influida por las ideas que más tarde germinaron en la Revolución Francesa en lo político y lo cultural.

Estos valores encontraron terreno fértil en la sociedad criolla cubana y fueron asimiladas como una forma de resistencia y lucha frente al colonialismo español. Más importante aún, devino modelo de progreso y paradigma de la sociedad que se aspiraba alcanzar. No es de extrañar entonces que incluso entre los sectores más radicales del movimiento independentista cubano, la idea de la anexión a ese país apareciera como una alternativa deseable en los primeros momentos del proceso.

Tal concepto de la anexión era distinto a la propuesta que más adelante aparecerá como alternativa contrarrevolucionaria, ya que partía de la premisa de la unión voluntaria entre iguales, una vez consumada la liberación mediante el esfuerzo propio. Más que “anexión”, con las implicaciones antinacionalistas que tendría más tarde, se trataba de integrarse a la naciente república norteamericana tal y como lo habían hecho las antiguas colonias inglesas y así enfrentar las amenazas comunes que entrañaba la codicia de los imperios colonialistas europeos.

La ingenuidad de esta pretensión quedó rápidamente demostrada como resultado de la actitud que asumió el gobierno de Estados Unidos frente al proceso independista cubano desde sus inicios y fue rápidamente desechada por los revolucionarios. No obstante, el patrón republicano estadounidense y, en buena medida, su ideal de sociedad, continuaron influyendo significativamente en la conciencia nacional, antes y después de alcanzada la independencia.

Solo José Martí se distanció claramente de esta concepción: “¡Ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma!”, dijo entonces (Martí, 1975: tomo VIII, p. 244). Pero el avance de su prédica tendrá que recorrer un largo camino en la historia cubana y ni siquiera hoy puede asegurarse que ha sido asumida en toda su profundidad.

Según ha explicado el historiador cubanoamericano Louis A. Pérez, desde la época colonial “el progreso llegó a Cuba en forma de cosas norteamericanas (…) y las ideas asociadas al progreso, la ciencia y la tecnología, como paradigmas de modernidad y civilización, tenían un poderoso atractivo para quienes buscaban transformar el orden tradicional, (por lo que) los cubanos estuvieron entre los primeros pueblos, fuera de Estados Unidos, en caer bajo la influencia de la cultura material norteamericana (Pérez, 2006: 83-89). También resultó un patrón cultural “alternativo”, ya que partía de la falsa pretensión de rechazar tanto a la cultura española, por retrógrada, como la africana, degradada y anatemizada como resultado de la esclavitud y el racismo.

Tal influencia se consolidó cuando Cuba accedió a la independencia en 1902, después de cuatro años de ocupación militar norteamericana, para convertirse en laboratorio social del sistema neocolonial que implantó Estados Unidos por primera vez en la nueva República.

La combinación de sometimiento económico y político con la independencia formal, que caracteriza al neocolonialismo, obligó a Estados Unidos a integrar orgánicamente a la burguesía nativa al sistema de dominación, con la función específica de garantizar el orden institucional del país, lo que incapacitó a esta clase para desempeñar el papel nacionalista que desempeñaron sus sectores más avanzados durante el colonialismo, transformándose en testaferro del poder foráneo dentro de la nación, lo que también tendrá un impacto decisivo en la cultura nacional.

El capital proveniente de Estados Unidos llegó a controlar los renglones fundamentales de la economía cubana y la presencia militar de ese país devino un hecho común en Cuba. Una de las consecuencias de esta subordinación era que el apoyo de Estados Unidos determinaba las carreras de los políticos cubanos, consolidando la naturaleza antinacionalista de estos grupos y la corrupción crónica de la vida política del país, cuyas raíces se extendían al colonialismo. En última instancia, la corrupción no constituía una aberración del modelo, sino una necesidad para la subvención y subordinación de la burguesía testaferro, entronizando una práctica cuyas consecuencias éticas se extendió a otros sectores de la nación.

Tal régimen requería también de la promoción de una “ideología de la dependencia” que articulara la hegemonía a partir del reconocimiento de una supuesta superioridad norteamericana, la cual se expresaba no solo en términos económicos, políticos y militares, sino también culturales, achacándole, incluso, virtudes relacionadas con la propia condición humana. Aunque en buena medida fue consecuencia natural de la asimetría de poderes que conlleva la dominación política, también fue el resultado de un esfuerzo consciente y organizado del gobierno de Estados Unidos desde los primeros momentos.

Durante el gobierno de ocupación ya se apreciaron medidas encaminadas a “promover el respeto y admiración hacia las instituciones norteamericanas”, así como a “implantar en Cuba el sistema de enseñanza pública de los Estados Unidos”, para lo cual se crearon más de 3 000 escuelas cuyos programas se regían por contenidos y libros de texto estadounidenses que estaban orientados a facilitar la “asimilación” de los cubanos, tal y como se había intentado hacer con los inmigrantes en diversas partes de Estados Unidos. Con este objetivo se importaron cientos de pedagogos norteamericanos y más de 1 300 maestros cubanos fueron enviados a formarse en universidades norteamericanas (Vega, 2004: 160-168).

Aunque se hizo en función de mejorar la fuerza de trabajo que requerían las inversiones y extender el patrón cultural estadounidense con fines hegemónicos a toda la población, también significó un saldo cualitativo inmenso en relación con el sistema educacional existente durante el período colonial, con lo que en la práctica sirvió para demostrar una vez más las virtudes que implicaba “copiar a los yanquis”.

Esta combinación entre lo útil y lo nefasto caracterizará la penetración cultural norteamericana en Cuba, por lo que vale la pena distinguir dos elementos de la ideología de la dependencia frente a cuyas manifestaciones tendrá que abrirse paso el movimiento nacionalista cubano y la contracultura que lo acompaña: el “plattismo” en lo político y el “consumismo” en lo social.

La llamada “Enmienda Platt” fue un acuerdo del Congreso estadounidense impuesto como cláusula a la Constitución cubana de 1901, en la cual se establecía, como condición para conceder la independencia, el derecho de intervención de Estados Unidos en los asuntos internos del país y sus relaciones internacionales. Aunque rechazada por los sectores patrióticos, a la larga fue aceptada por los constituyentes cubanos al considerarla “un mal menor” que el mantenimiento del status quo vigente.

Para muchos historiadores, la Enmienda Platt constituyó una demostración innecesaria de dominación por parte de Estados Unidos, toda vez que su control del país no requería de una subordinación jurídica tan evidente, la cual afectaba la naturaleza misma del modelo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que entonces el mundo estaba regido por los imperios europeos, donde la condición de colonia era reconocida como “propiedad territorial” por el orden internacional, mientras los estados independientes estaban más expuestos a la competencia de las grandes potencias. En esta situación, Estados Unidos se vio impelido a “marcar su territorio”, como una garantía exigida por sus propios inversionistas.

En realidad, lo ideal para Estados Unidos era evitar el intervencionismo militar en el plano doméstico cubano y argumentar que la Enmienda Platt solo constituía un “compromiso” con la defensa del país que “ellos habían liberado”. Sin embargo, la oligarquía nativa cubana, una amalgama de intereses plagada de luchas intestinas, donde se mezclaban antiguos capitales españoles, criollos integristas y los nuevos ricos surgidos de las propias filas independentistas, enfrentados, por demás, a la voracidad de los monopolios norteamericanos, resultó incapaz de cumplir con la función de control político de la sociedad y la constante intervención militar norteamericana devino una necesidad para la estabilidad del régimen en las dos primeras décadas de la República. Hasta Theodore Roosevelt, tan propenso al uso del “garrote”, llegó a quejarse que los “revoltosos” políticos cubanos lo obligaban a actuar con una injerencia tan descarnada que afectaba los intereses estratégicos del imperio y la esencia del sistema hegemónico que pretendía extenderse a toda la región.

Mientras existió hasta 1934 como cláusula de la Constitución Cubana, el plattismo devino expresión descarnada de los límites impuestos a la soberanía de la nación. De cierta forma, una fórmula de dominación neocolonial imperfecta que hizo crisis con la revolución de 1930.

Frente a este proceso, la “mediación” norteamericana posibilitó el triunfo de la contrarrevolución mediante la utilización de las fuerzas armadas, las cuales, a partir de ese momento, pasaron a cumplir la función testaferro que la oligarquía nativa, como clase, no había sido capaz de desempeñar. Pero también exacerbó los sentimientos antimperialistas y el pensamiento martiano que, ignorado o adulterado en las primeras décadas de la República, emergió como referente de las luchas populares, fijando las fronteras de los bandos en pugna a partir de ese momento.

La política del “Buen Vecino”, promovida por el gobierno de Franklyn Delano Roosevelt en América, en buena medida expresión del deterioro de la hegemonía norteamericana como resultado de la crisis económica de 1930, trató de enmendar el entuerto y perfeccionar el sistema neocolonial cubano mediante la promoción de un proceso de apertura democrática controlado por el poder militar, lo que se vio favorecido por la coyuntura internacional que condujo a la Segunda Guerra Mundial.

La adopción de la Constitución de 1940, una de las más progresistas e incluyentes de la época, fue el principal resultado de este empeño, aunque muchas de sus leyes apenas encontraron aplicación práctica en la vida nacional. La década que sigue estará caracterizada por la sucesión de gobiernos electos por el voto popular, por lo que, a pesar de las trampas y distorsiones que siempre acompañaban estos procesos, pudiera afirmarse que la “democracia representativa” funcionó en Cuba durante este período.

El primer presidente electo a partir de ese momento fue Fulgencio Batista, precisamente el sargento convertido en general, que encabezó la sangrienta ofensiva contrarrevolucionaria de los años treinta y, más tarde, encabezando una coalición muy amplia que incluía a los comunistas, devino el artífice de la apertura democrática que se suponía funcional al mantenimiento del modelo hegemónico norteamericano.

Siguiendo esta lógica, Batista entregó el poder en 1944, cuando su candidato perdió las elecciones frente a los oponentes del Partido Auténtico. Supuestamente herederos de los ideales de la revolución de 1930, los auténticos encarnaron un movimiento popular no ajeno a las corrientes antimperialistas que habían tenido expresión en esas luchas -lo que explica algunas de sus posiciones en política internacional-, pero terminaron encabezando dos períodos de gobierno caracterizados por la corrupción, el bandolerismo y la implantación de una versión tropical del macartismo en Cuba, que contribuyó a extender el anticomunismo en algunos sectores populares.

De nuevo, la oligarquía nativa demostró su incapacidad para controlar el país y articular la hegemonía que exigía el sistema neocolonial, por lo que la “apertura democrática” terminó vergonzosamente con un golpe de Estado militar, consumado de nuevo por Fulgencio Batista en 1952, a partir del cual se estableció una de las dictaduras más cruentas de la historia latinoamericana. Estados Unidos, a tono con su política exterior de la Guerra Fría, apoyó esta dictadura hasta su derrumbe, como resultado de la victoria de la revolución en 1959, lo que incrementó el sentimiento antimperialista en la nación.

La naturaleza antineocolonialista de la Revolución Cubana se definió entonces a partir del enfrentamiento frontal con la subordinación política a Estados Unidos, así como contra la oligarquía nativa y las fuerzas armadas que le servían de sustento. En función de esta meta se movilizó la inmensa mayoría de la población, dando forma a un movimiento popular tan masivo, que la política norteamericana se vio precisada a establecer las bases sociales de la contrarrevolución en el exterior, donde el plattismo asumirá sus posiciones más extremas, hasta el punto que justificar la intervención militar norteamericana devino el objetivo final de estos grupos.

Sin embargo, si bien en el plano político la ideología de la dependencia resultó finalmente identificada y su rechazo se consolidó como parte de la conciencia nacional, no ocurrió igual con otros elementos que vivían larvados en la cultura cubana, entre otras cosas, porque se trata de fenómenos distintos.  Tal y como plantea el propio Pérez: “El éxito de la hegemonía de Estados Unidos en Cuba no fue solo una función del control político y la dominación militar, sino una condición cultural en la que el significado y el propósito derivaban de los sistemas normativos norteamericanos” (Pérez, 2006: 8).

Resulta así que a la vez que la mayoría del pueblo cubano despreciaba al embajador norteamericano en sus funciones de procónsul o al marino que orinaba en el monumento a José Martí después de una juerga con prostitutas en La Habana, adoraba la televisión, los automóviles y cuanto artilugio se producía en ese país.

Primero que en otras partes, el American Way of Life devino patrón de bienestar y progreso en Cuba. “Los bienes materiales se codificaban con significados complejos; la adquisición se asociaba al estatus, y el acto de consumo podía ser una forma de obtener de obtener gratificación y realización. El consumo ofrecía acceso a la modernidad, un camino hacia el progreso y un nivel de vida asociado con la civilización, como una condición material. Los bienes de consumo vinculaban a los cubanos directamente con la cultura de mercado de un mundo más amplio y, en este proceso, se convirtieron en un duplicado del Norte” (Pérez, 2006: 481).

En estas condiciones, hablar inglés y asumir los valores norteamericanos devino requisito para el acceso a los mejores empleos, expandiendo su influencia al habla y los gustos populares. Profesionales estadounidenses o cubanos formados en ese país pasaron a ocupar puestos clave en los grandes consorcios norteamericanos establecidos en Cuba, pero incluso la capacidad de ser bilingüe se convirtió en un atributo muchas veces decisivo para trabajar como oficinista o en hoteles, clubes y restaurantes.

El comercio fue inundado con productos norteamericanos y muchos establecimientos adoptaron nombres en inglés para reflejar el origen de sus propietarios o atraer a sus clientes. Las firmas y los métodos publicitarios estadounidenses transformaron la cultura del consumo y los patrones de vida de los cubanos. A ello contribuyó el temprano y vertiginoso desarrollo del cine, la radio y la televisión, portadores de productos y valores de esa sociedad, que se difundían mediante equipos de marcas norteamericanas. El ventilador, el refrigerador, las cocinas, y otros muchos productos domésticos, a la vez que mejoraron la calidad de vida de muchos cubanos, reforzaron la visión edulcorada sobre las bondades del sistema estadounidense en ciertos sectores.

El beisbol, introducido en Cuba durante el siglo XIX como resultado de la inmigración norteamericana o el regreso de estudiantes formados en ese país, en buena medida expresión de una contracultura que rechazaba las corridas de toros y otras formas de la cultura dominante española, devino deporte nacional y se conectó con las ligas profesionales estadounidenses, dando forma a un mercado donde se intercambiaban los atletas y las normas norteamericanas fueron asimiladas por los cubanos que lo practicaban en masa y disfrutaban con pasión de estos eventos. Algo similar ocurrió con el boxeo, hasta llegar a convertir a Cuba en una de las plazas más importantes a escala mundial de este deporte, con el consiguiente éxito de atletas cubanos que fueron aclamados como héroes nacionales.

La música de ambos países, conectada en ciertas expresiones por un tronco y transculturaciones comunes, se desarrolló a partir del intercambio de sonoridades y estéticas que enriquecieron esta manifestación artística y las ubicaron entre las más populares del mundo.

Jesús Arboleya Cervera. Investigador cubano, especialista en relaciones Cuba-EEUU. Doctor en Ciencias Históricas

(Continuará…)

Fuente: Dialogar, Dialogar


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