Por un socialismo sin miedo (III)
Tercera parte de la entrevista realizada a Rafael Hernández, director de la revista Temas por Christine Arnaud en La Habana, septiembre 2017.
Christine Arnaud: El 7º congreso del PCC en 2016 señaló la necesidad de perfeccionar la democracia socialista, mejorando la participación de los ciudadanos, así como el control popular. Tú mismo, hace diez años, decía en una entrevista publicada en El viejo topo que había que reinventar el socialismo y la democracia para el siglo XXI. ¿Cuáles son los elementos que favorecerían – a tu entender – la aparición de un salto cualitativo en ese proceso democratizador? ¿Cómo definir los parámetros de los cambios democráticos que requiere el país e implementar los mecanismos que conduzcan a esa nueva democracia y garantizar su viabilidad?
Rafael Hernández : La promesa de elevar el bienestar es inseparable de la agenda del socialismo. El apoyo masivo a la Revolución en los años 59-60-61 fue el de las personas humildes, que habían sido inoculadas con el virus del anti-comunismo, porque de pronto sus vidas mejoraron. La idea de que todos nos fuimos detrás de un bello ideal, del sueño de Martí finalmente realizado, encarnado por los barbudos que bajaron de la Sierra Maestra, envueltos en un halo de gloria, es una parte de la verdad. La otra, la decisiva, es que la población humilde de Cuba, de los más jodidos de la tierra, vieron por primera vez que el bienestar también les tocaba a ellos. El socialismo demostró su capacidad, no solamente para desafiar a los poderosos, a los norteamericanos, a los dueños, a los ricos, sino para que eso se tradujera en empleo, salario digno, acceso a la canasta básica de alimentos y hasta algo más, a la educación, la salud, la seguridad social, comprar lo necesario para vivir; pero también disfrutar de vacaciones pagadas, e irse unos días a la playa, o a bailar, o a un restaurante. Todo formaba parte de las cosas por las que se luchaba y se mantenía la bandera del socialismo en Cuba. Y por esa vida digna para todos valía la pena hacer sacrificios, incluso sacrificios muy grandes.
Por consiguiente, lo primero es no olvidar que el bienestar repartido y el nivel de vida están en el pacto social de la Revolución, por decirlo así, desde sus orígenes, y que resulta inseparable de la idea democrática. Pues si la gente está preocupada por cómo va a resolver sus necesidades básicas para su familia el día de mañana, la posibilidad de que sea un ciudadano pleno y participativo está muy limitada.
La cuestión de la democracia socialista conlleva al menos tres nudos de problemas, que es necesario entender antes de poder concebir soluciones.
La primera es la centralización del sistema. Este socialismo hipercentralizado y de estilo político verticalista nos ha acompañado todos estos años, desde los 60 –o sea, antes, durante y después de la Unión Soviética. Pero realmente es un problema tan viejo como nuestra historia. El régimen colonial español imperante cuatrocientos años era altamente centralizado, verticalista y muy burocratizado. Su herencia marcó nuestra cultura cívica con rasgos como el que recogía aquella frase de “se acata, pero no se cumple”, reveladora de una actitud medio cínica frente a las leyes, a la pretensión de controlarlo todo desde un poder central. Las dos repúblicas capitalistas dependientes pre-revolucionarias, a pesar de sus sucesivas modernizaciones, no cambiaron sustancialmente ese orden central. Finalmente, el socialismo le aportó lo suyo a esa cultura centralizadora, y hasta la convirtió en un rasgo virtuoso del sistema político y partidista.
Naturalmente, un sistema de toma de decisiones descentralizado es la premisa de un sistema más democrático. La solución no consiste simplemente en desconcentrar el orden centralizado, sino en horizontalizar el proceso de toma de decisiones, así como el del control y participación ciudadana en las políticas. Se dice fácil. Pero llevamos casi ocho años desde el 6º Congreso del Partido, hasta se ha celebrado un 7º Congreso hace dos años, y ambos han aprobado lineamientos que insisten en la descentralización. Sigue formando parte de las políticas de la Actualización del modelo, hasta el propio Raúl Castro ha dicho que no habrá reformas económicas exitosas si no hay descentralización. ¿Cuánto ha avanzado la descentralización en Cuba? ¿En qué provincia, territorio, municipio o localidad, a nivel de las bases, hasta qué punto las decisiones se han transferido, los gobiernos locales tienen más control y capacidad de decisión sobre los recursos que tienen a su alcance y sobre las políticas que pueden implementar? Probablemente no hay política más atrasada que esta.
No se puede avanzar en la descentralización económica si no se logra hacerlo en la descentralización política, porque son lo mismo. En este socialismo no es posible modificar la economía sin cambiar el proceso de toma de decisiones políticas, pues se trata de una economía mayoritariamente estatal, sujeta a políticas, que si se deciden arriba, no se toman abajo.
El segundo nudo es la falta de reflejo de la diversidad de la sociedad en el sistema de dirección de la economía y el sistema político. Somos una sociedad más heterogénea que nunca en el último medio siglo. A reserva de examinar los defectos que trae la mayor desigualdad, los grupos sociales existentes con un perfil bien marcado tienen conciencia de sí, incluidos sus intereses, que deberían ser recogidos por la política. En cambio, muchos discursos todavía parecen corresponder a la dictadura del proletariado. Para que exista un socialismo democrático, esos intereses deben ser ventilados por las instituciones del sistema político, incluidas las representativas de la ciudadanía. No me refiero a un sistema multipartidista, sino a hacer que el sistema político y sus organizaciones se hagan cargo de esta diversidad de intereses no solo legalmente reconocidos, sino legitimados por el nuevo discurso socialista.
Esa rectificación del funcionamiento de los órganos políticos también es parte de la agenda de la Actualización del modelo. Dice Raúl que, para ser partido único, el PCC tiene que ser el más democrático del mundo. Hay mucho, sin embargo, que enmendar en el funcionamiento real del sistema político. La Asamblea Nacional, que es el máximo órgano del poder del Estado según la Constitución vigente, es un coro de voces coincidentes. Así no es la sociedad cubana.
La solución no es tan simple como establecer un sistema multipartidista, porque ningún caso nacional enseña que, por su obra y gracia, se alcance una democracia entendida como el gobierno de los ciudadanos, por los ciudadanos, para los ciudadanos, sino más bien una partidocracia. A veces esa autocracia de los aparatos partidarios se rompe; pero casi nunca lo hace por la izquierda. Cuando sale por la derecha, podemos tener a Donald Trump.
El sistema del Poder Popular en Cuba se basa en un proceso electoral muy democrático y transparente, del cual se parte a nivel de base. Y que se va haciendo menos transparente y abierto a medida que sube. Si las reglas que gobiernan la participación ciudadana en el proceso de candidaturas y libre sufragio popular en las circunscripciones electorales se aplicaran no solo a nivel de base, sino de abajo arriba, estaríamos más cerca que nadie de alcanzar una democracia plena. Si nosotros lográramos tener las mismas reglas de democracia y transparencia arriba, tendríamos la Asamblea Nacional más democrática que existe en el universo.
Pensando en las experiencias políticas que podríamos aprovechar de otros, como por ejemplo, las de Vietnam, allá existe un partido comunista que no permite la competencia de otros. Ahora bien, las sesiones de su Asamblea nacional duran 90 días al año (45 y 45 cada una). Mientras que las nuestras ocupan solo seis (3 y 3). ¿Cómo puede ser que con tan poco tiempo, la Asamblea Nacional del Poder Popular alcance alguna capacidad de discernimiento sobre nada –menos aún poder de decisión? En cambio, en esos 90 días los vietnamitas interpelan y cuestionan a los ministros, de manera que hasta al Primer ministro lo ponen contra la pared, por decirlo así. Aunque la experiencia histórica tiende a sugerir que un sistema político encabezado por un partido comunista no puede ser así, los vietnamitas lo hacen. Sin lograr esa participación ciudadana en un sistema transparente y abierto, desde la circunscripción hasta la Asamblea, no vamos a tener jamás ese socialismo democrático nuevo.
El tercer nudo es el de la ley. En los años 60, incluso cuando tú llegaste a Cuba, casi ninguno de nosotros estaba estudiando derecho. Porque se percibía como un oficio propio del orden burgués. Las revoluciones se hacen contra ese orden, de manera que “los revolucionarios se cagan en la ley.” Sin embargo, cuando avanzamos en los 70, el reordenamiento y la institucionalización demandaron juristas, así que las facultades de derecho se llenaron otra vez. La ley se fortaleció como expresión de un orden institucional nuevo y de sus reglas de funcionamiento, pero su alcance estuvo determinado a la larga por los ciclos de la política imperante, una especie de herramienta subordinada a las necesidades de cada momento, con un poder real disminuido frente al arbitrio de la burocracia.
Es decir, que la toma de decisiones en los diversos sectores e instancias del gobierno, el funcionariado que las administra se ha acostumbrado a generar reglas particulares que pueden alejarse incluso de las leyes y también de la Constitución. Así que, por ejemplo, una norma dictada por un ministro no se aviene con enunciados constitucionales. Y no pasa nada. Esa falta de conciencia sobre la importancia de un ordenamiento legal que se respete, y que le permita a los ciudadanos cuestionar las instituciones; que le entregue, a través de la ley, de manera real y eficaz, no solo formal, la capacidad para disputarle a cualquier organismo sus decisiones, ahora mismo descansa más en el Partido que en los órganos que administran justicia. De manera que se recurre más al PCC que a los tribunales para zanjar problemas o reparar arbitrariedades. Y no es por falta de leyes, fiscalías, bufetes de abogados que defiendan a los ciudadanos, sistema de tribunales de abajo arriba, códigos de todo tipo, concepciones avanzadas sobre el castigo, la rehabilitación de sancionados y su reincorporación social, muy escasas en otras partes.
Lo paradójico es que se trata de una ciudadanía más preparada en su conjunto para actuar dentro de un estado de derecho que en la mayoría de los países, en el sentido de autoconciencia ciudadana sobre sus derechos y deberes ante la sociedad. Por demás, se trata de un nudo central en las políticas de la Actualización [1], respecto a las de cualquier momento anterior. En ninguna otra etapa, ni Fidel ni ninguno de sus “primeros ministros”, los más altos dirigentes, que dejaron huella en cada etapa de la historia revolucionaria, el uso de la ley como instrumento central de cambio social, económico, político, ha tenido tanto relieve y significación como ahora para construir un orden socialista nuevo y estable, y al mismo tiempo abierto a una matriz de cambio, que permita renovar conceptos y políticas a medida que se avance. Se trata de que tanto la cultura cívica como la de las instituciones asuman realmente el papel fundamental de la ley.
¿Qué pasa con las leyes que deben acompañar la actualización del modelo, que casi sin excepción están atrasadas? La demora en formular, implementar y aplicar las leyes que respondan a las políticas vertebrales aprobadas y declaradas por la Actualización es uno de los fenómenos políticos más difíciles de entender, y al mismo tiempo, más reveladores sobre los problemas de la transición. Hablamos no de meses, sino de años. Lo mismo ocurre con la aplicación de los reglamentos establecidos por las leyes (casi siempre, decretos-leyes, dictados por el gobierno central), que permitan avanzar sin desorden, sin incoherencia, sin corrupción, sin relajo. Se toman decisiones, se aprueban regulaciones, se colegian proyectos de ley, se aprueban decretos de consejos de ministros, y finalmente, donde se poner en práctica, que es abajo, no se controla su aplicación. La carencia de mecanismos que eviten la demora innecesaria de las políticas, e imponga la aplicación de medidas y controles que han sido adoptados, y los complemente, provoca una especie de trabazón. Trabados, no encuentro otra palabra. Esta trabazón es muy costosa, sobre todo porque tiene un efecto de desgaste en la ciudadanía. Ocurre con el estatus de la pequeña y mediana empresa en el sector privado, el funcionamiento y extensión de las cooperativas, las atribuciones de los poderes municipales, la anunciada extensión de las experiencias pilotos de provincias como Mayabeque y Artemisa, en relación con un sistema más descentralizado a nivel territorial, o una nueva ley electoral. Pero también con un nuevo Código de la familia, una Ley de asociaciones, de Cultos religiosos, y una larga lista de otras cosas.
P: A lo largo del siglo XX ha existido en Europa una corriente marxista heterodoxa. Esa corriente estuvo también presente en Cuba, en la facultad de filosofía de la Universidad de La Habana, a finales de los años 60 y principios de los 70 y se expresó a través de la revista Pensamiento crítico. En la década de los años 60, en sus Apuntes críticos a la economía política, el Che desarrolló una concepción teórica que se apartaba del modelo ortodoxo imperante en aquellos años. ¿En qué medida una corriente heterodoxa, no dogmática, ha estado siempre presente en la Revolución cubana?
R: Entre los máximos dirigentes de la Revolución cubana, la heterodoxia sobre el socialismo y sus ideas centrales ha sido parte central de un legado que sigue vivo. Ese legado no se ha caracterizado por copiar a nadie, ni por asumir ideas aceptadas, aquello que Flaubert llamaba idées reçues. En los últimos días de su vida, Fidel, ya anciano, y a fin de cuentas un ser sujeto a la condición humana, sin embargo seguía siendo muy heterodoxo en numerosas ocasiones. Lo era hasta el punto de decir: nosotros creíamos saber que existía una ciencia del socialismo y la verdad es que después de todos estos años nos hemos dado cuenta de que nadie tiene realmente dominio de esa ciencia. O cuando afirmó que la Revolución no la puede destruir el imperialismo, pero sí nosotros mismos. En los últimos años de su vida, esas eran aún las ideas de un hombre acostumbrado a pensar a contra corriente, no según la lógica de los apotegmas aceptados y de los dogmas.
El principal peligro de la Revolución hoy no son los dogmas. Claro que hay gente dogmática, con una mente cerrada, resistente al pensamiento crítico y al conocimiento –aunque también hemos tenido ejemplos de dogmatismo ilustrado, algunos de los cuales escriben en el periódico. A quienes piensan que el socialismo es esto, y no lo otro, no se les acusa hoy de “antimarxistas”, “revisionistas” y otras etiquetas de aquellos 70. A mí juicio la peor enfermedad infantil del socialismo sigue siendo el sectarismo, consistente en calificar a los que no piensan dentro de cierta línea que es supuestamente la de la Revolución, como enemigos, influidos por la mentalidad del capitalismo y del imperialismo, agentes diversionistas a su servicio, de manera consciente o inconsciente. Esas divisiones discriminatorias en las filas de la Revolución se emplazaron públicamente por Fidel y el Che en el año 62, y volvieron a emerger en un juicio público en 1964, y en una conspiración vinculada a la URSS en 1968, todas relacionados con figuras y estilos presentes en una parte de la antigua dirigencia comunista, la del Partido Socialista Popular.
Más allá de aquellos eventos remotos, se trata de una mentalidad, presente en la cultura política socialista cubana, que tilda de desviados ideológicos y quintacolumnistas a los que no piensan como los sectarios, quienes ya no suelen tener que ver con ningún viejo partido o corriente ideológica particular. Dedicarse a poner etiquetas a todos los que critican o simplemente no replican el discurso conservador es muy peligroso, porque provoca fisuras dentro de las filas de la Revolución. Porque los sectarios son más celosos con los que no piensan como ellos dentro de las filas que con el enemigo real. Cuando digo que es una enfermedad infantil, no se vaya a pensar en una fiebre puerperal o un sarampión, sino una especie de cáncer, que ataca uno de los pilares fundamentales de la ideología revolucionaria, recurrente antes y ahora en el discurso fidelista y raulista, la unidad de los revolucionarios.
Aun después de toda esta experiencia traumática de la crisis del período especial, y de las últimas ideas de Fidel sobre el socialismo y el futuro del país, el dogmatismo y el sectarismo debieron darse por erradicados. Si revisas la definición que hace Fidel de la Revolución en 2000, compuesta por catorce cualidades o aspectos, fíjate en la primera de todas: “Revolución es sentido del momento histórico.” Luego agrega que es “Luchar con audacia, inteligencia y realismo”. Eso es lo contrario del dogma. Luchar por “la unidad, la independencia, nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo” es lo contrario de descalificar como enemigos a los que piensan diferente. A pesar de Fidel, y del discurso del propio Raúl, quien como presidente ha contribuido a ese legado heterodoxo, calificando como “vieja mentalidad” y “tonto” el apego a las definiciones y los esquemas del pasado, la veta sectaria no se ha agotado entre nosotros, ni se mantiene asociada a las viejas generaciones, nada de eso. En lugar de rechazar como traición al ideal socialista todo lo diferente, se ha convocado al debate de ideas. Y debatir es lo contrario de martillar, de pensar y educarnos a martillazos.
El debate de ideas requiere hoy más que nunca de un pensamiento creativo, que identifique los problemas reales de la sociedad cubana, asuma la necesidad vital del pensamiento crítico para investigar y entender esos problemas, de ventilarlos públicamente, para que sirva a todos, no solo a los decisores, y se convierta en un instrumento de cambio, porque la sociedad se apropie de él. Rescatar la cultura heterodoxa de los padres fundadores es imprescindible para el socialismo cubano. Como ocurre con la herejía religiosa, aunque la propia iglesia la anatematice, la herejía socialista resulta ser la fuente de renovación de la doctrina.
P: Estos días Cuba fue azotada por el ciclón Irma. Pude observar a la población volcarse espontáneamente en la recogida de ramas y de árboles caídos, hasta bajo la lluvia. Hubo hace unos días una concentración masiva en Cienfuegos para celebrar el 60 aniversario del levantamiento popular del 5 de septiembre contra la dictadura de Batista. Se percibe una gran energía que recorre la sociedad y hay algo que une a los cubanos, más allá de las vicisitudes. ¿Quedan reservas subjetivas importantes en el país? ¿De qué está hecho el cemento que une a los cubanos?
R: A lo largo de nuestra conversación, hemos tocado el tema de alguna manera. Está claro que bajo una amenaza externa, la tendencia a la unificación, a la defensa nacional, que es la defensa de la sociedad y de nuestra vida como cubanos, del pueblo, lógicamente se refuerza. Incluso los cubanos que critican fuertemente el sistema y también a nuestro liderazgo, cuando se miran en el espejo que nos rodea, en el de América Latina y el resto del mundo, pueden apreciar nuestros problemas desde otra perspectiva. Cuando alguien sale de Cuba de manera temporal, a explorar otras regiones, en busca de oportunidades que no se le presentan aquí; cuando sale, regresa, vuelve a salir y a regresar, según mi experiencia personal con ellos, han profundizado su mirada sobre la realidad cubana y de verse a sí mismo en relación con esa realidad. O sea, que incluso cuando no quisiéramos que la gente se fuera, que lamentamos la salida de jóvenes a trabajar o a emplear sus conocimientos en otra parte -y lo lamentamos realmente-, si uno se fija bien, no existe educación política como la de viajar y vivir en otra parte. Paradójicamente, ese desprendimiento, aunque a menudo doloroso, nos permite a los cubanos reencontrarnos a nosotros mismos en relación con el resto del mundo, lo que por sí mismo no perjudica, sino enriquece a la larga la unidad nacional, y eso que Fernando Ortiz llamaba la cubanía. Y muchas veces regresan a Cuba pensando también que las cosas que han aprendido afuera les ayudan para poder aplicarlas aquí.
Este es el contexto social del socialismo y de cualquier unidad posible dentro de la sociedad cubana: contribuir al desarrollo del país sobre reglas que faciliten la participación de todos, desde sus experiencias diversas, trayendo consigo las cosas que hayan aprendido y que los acompañan. Carece de fundamento la afirmación de que la mayor parte de los jóvenes se quiera ir de Cuba, aunque a muchos la idea de viajar y probar fuerzas en otra parte les haya pasado por la mente, porque casi todos tienen un amigo o muchos que han tenido esa experiencia. Yo me pregunto: ¿es maligno ese sentimiento? ¿Indica que nos estamos desintegrando como sociedad o como nación? Cuando yo tenía 20 años, en la Cuba de 1968, mi sueño era viajar por América Latina, hacer lo que luego supe que había hecho el Che, recorrer por tierra cada país, y compartir directamente la vida de la gente. No tuve otro proyecto más acariciado que ese. Así que entiendo bien por qué la gente joven, y aún menos joven, quiere viajar y conocer el mundo desde adentro.
Nuestra historia muestra que la conciencia nacional cubana, y también el socialismo, surgieron en una interacción con el mundo, en un diálogo con otros. Aunque muchos crean que los cubanos vivimos en otro planeta, aislados del mundo, en un estado de desconexión, lo cierto es que las ideas, las mentalidades y las conductas de los ciudadanos reales indican otra cosa –incluidos aquellos que repiten esa misma idea. Esa cultura abierta hacia afuera de los cubanos, su capacidad para captar el polen de las cosas que lo rodean, e incorporarlo al torrente sanguíneo del país, esa es una inmensa fortaleza de la cultura nacional. Se trata del funcionamiento de esa cultura, que rebasa el alcance de la ideología, consistente en la capacidad de metabolizarlo todo.
Esa capacidad de metabolizar resulta esencial para pensar y practicar la unidad nacional. De manera que temerle a la cultura norteamericana, porque nos va a tragar, ya que son un país más grande y poderoso militar y económicamente es un error. O peor, una debilidad estratégica. Claro que hay que estar alerta, vigilar las intenciones del gobierno y los otros poderes americanos, sobre todo cuando quieren traernos la libertad y la democracia. Pero no hay que temer el contacto con ninguna cultura externa, ni con la de esos americanos que nos visitan. Nuestra cultura nacional no es más débil que la de ellos de ninguna manera. En mi experiencia de hablarles casi cada semana a un grupo de visitantes de Estados Unidos, a lo largo de los últimos diez años, lo que más me impresiona es que quedan hechizados por Cuba y los cubanos, mucho más que el embeleso de algunos de nosotros con la cultura de los Estados Unidos.
P: ¿Qué es lo mejor y qué es lo peor que podría pasarle a Cuba en los años venideros?
R: Lo mejor que podría pasar es que los americanos nos dejaran en paz. Pero no tengo ninguna razón para pensar que ocurrirá, pues difícilmente el gobierno de los EE.UU. renunciará a meter la cuchara en las cosas nuestras. Seguirá siendo un factor de nuestra vida política, como en los últimos 200 años. Ellos no van a dejar que nos olvidemos de su antigua vocación de meter la cuchara, para enseñarnos cómo debemos gobernarnos. Históricamente, ese factor ha incidido en intensificar la conciencia nacional. Pero también ha alimentado el síndrome de fortaleza sitiada, que no facilita aperturas, ni favorece cambios, espacios de deliberación, o la naturalización del disentimiento.
En consecuencia, lo mejor que nos puede pasar es precisamente tomar conciencia de nuestras fortalezas culturales, que no son inferiores a las de la cultura de la dominación que ellos ejercen, y a sus valores ajenos a los nuestros, como dejó dicho y demostrado José Martí. Solo así podemos contrabalancear la asimetría de poder económico y militar con ellos mediante la la activación inteligente de nuestras riquezas, que siempre han sido las de la cultura, incluida la resiliencia de lo cubano en nosotros, nuestra capacidad probada para prevalecer, y la determinación de hacerlo. La raíz de esa cultura nacional, y de la conciencia de la cubanía, predata la ideología socialista, y es más honda que ninguna otra. Si el socialismo pudo germinar, crecer y fortalecerse como para aguantar las ventoleras del Norte, y las que se generaron aquí dentro, no fue sino porque se arraigó en esa cultura.
Lo peor que nos podría pasar es que en lugar de pensar así, nos metiéramos en una trinchera y nos pusiéramos una máscara antigás, como si enfrentáramos una guerra biológica, y con eso evitáramos que sus valores y artefactos nos infecten. Si en lugar de reconocer que la cultura de ellos también está en nosotros, y que esta opera como una vacuna, de manera que tenemos más anticuerpos que, por ejemplo, los ciudadanos de la URSS, donde ni de casualidad se ponía cine norteamericano en la tele; si en vez de hacer uso de esos anticuerpos, y nos defendiéramos sobre el principio de inmunidad, creyéramos en el poder aislante del condón, eso también sería lo peor que nos podría pasar. Porque en materia de valores y productos culturales, no hay condones que valgan. Más bien será contraproducente, pues no distraerá de invertir en el desarrollo de un mayor conocimiento y acercamiento crítico a las cosas malas y buenas de esa sociedad norteamericana que tenemos al lado. Recuerdo ahora a un astrofísico alemán, al que conocí después de la reunificación, un hombre de izquierda, quien me explicaba el derrumbe del socialismo en la RDA a causa, decía él, no de ninguna situación económica o de falta de convicciones, sino de la ideología del miedo. No se refería a la Stasi, sino a la otra Alemania, cuya amenaza penetró el sistema hasta los huesos, y entorpeció el desarrollo de una cultura política socialista sana, porque estaba pendiente de la competencia con la otra cultura, todavía más cercana que la cultura americana de la nuestra, pues era también alemana. Esa es una lección que no debemos ignorar.
Por suerte, hoy hay bastante conciencia de esta situación, no solo en el mundo cultural, académico, intelectual, y en la esfera pública cubana, sino también en el gobierno, que se da cuenta de que la estrategia de la guerra biológica no nos lleva a ninguna parte. En vez de estar poniéndonos máscaras y cavando trincheras inútiles, para cuando vengan los americanos, deberíamos percatarnos de que no están desembarcando de portaaviones, sino de cruceros, y de que ahora mismo se sientan en el borde de nuestra trinchera, con un mojito en la mano. Así que más vale avanzar hacia la retaguardia de ellos, seguros de que no nos van a lavar el cerebro, buscando todo lo aprovechable, y lo utilizable, para asociarnos con quienes podamos, no solo con nuestros viejos amigos de la solidaridad. Porque entre las muchas cosas que nos legó Fidel es el sentido político de buscar alianzas con todos aquellos con quienes tengamos intereses comunes, aun cuando no compartamos muchas otras cosas. La fortaleza de la Revolución a nivel internacional se consiguió precisamente así, porque su liderazgo, Fidel Castro y el Che Guevara, fueron capaces de encontrar aliados entre aquellos que no compartían nuestra ideología, en la medida en que teníamos intereses comunes. Aparecieron esos intereses en todas partes, en Asia, Oriente Medio, América Latina y Caribe, África, gente que pensaba muy distinto de los revolucionarios cubanos y se convirtieron, gracias a una sabia estrategia política sostenida en principios, no en puro pragmatismo u oportunismo, en aliados de la Revolución cubana, y esta en su aliada.
Ese principio estratégico es válido de cara a la sociedad norteamericana. Claro que existen peligros y problemas. Te podría hacer una lista de veinte o más. Pero ninguno de ellos está asociado a la endeblez cultural y social de Cuba. Se trata de algo que los propios doctrinarios de la política norteamericana advierten, y que expresan a su manera limitada en la idea del soft power. Entre los cuales uno es el desafío de una relación diferente con los EEUU.
La capacidad de lidiar con esos riesgos y peligros no se limita a fomentar una conciencia política, sino es eminentemente cultural. Al desarrollo de esa cultura pueden contribuir hoy más que nunca el pensamiento de las ciencias sociales y las humanidades, que son también patrimonio de una política ilustrada. La política puede hacer cosas muy por encima de lo que está haciendo, nada más que aprovechando más los resultados del conocimiento. Creo que el nuevo liderazgo cubano tiene más conciencia que en ningún momento anterior del valor del conocimiento para la eficacia de una política socialista.
Nota:
[1] Título otorgado por el gobierno cubano a la política de reformas aprobada por el VI Congreso del PCC en abril de 2011.
Christine Arnaud nació en París. Ha sido durante años profesora en La Habana y ahora reside en Barcelona.