Falta quejío
Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables.»
No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.
Távora me lo transmitió no sólo como una expresión de desesperación y dolor, de la frustración sin remedio que durante siglos había caído sobre las espaldas de tantos andaluces. El baile, el cante y los movimientos tan desgarrados y, sobre todo, el esfuerzo y el poderío que se desplegaba en el escenario no me mostraban la expresión de seres derrotados, sino lucha y denuncia, un taconeo detrás de otro reclamando justicia y libertad. Sentí al ver aquella obra, quizá siendo todavía menor de edad, la vida de un pueblo oprimido en movimiento, la razón de por qué no podía callarme, y podría decir ahora que ver Quejío fue uno de los detonantes de mi toma de conciencia como ciudadano y andaluz comprometido.
Ultimamente, echo en falta esos quejíos en mi tierra.
Es verdad que, hoy día, la vida en el peor de nuestros rincones es infinitamente mejor, más segura y mejor dotada que hace cincuenta años. Pero no sólo vivimos mejor, sino que nos han acomodado. Nos han acostumbrado a pensar que el bienestar del que la inmensa mayoría disfrutamos, incluso, como digo, en el peor de los rincones, es una situación irreversible cuando, en realidad, no deja de deteriorarse sigilosamente.
En un contexto no precisamente favorable, cuando las políticas de bienestar estaban en crisis en todo el mundo occidental, Andalucía logró dotarse de bienes y servicios públicos de extraordinaria calidad, especialmente en infraestructuras físicas y en dotación de personal para educación, sanidad, cultura y administración pública en general.
Nos hemos acostumbrado a disfrutar de todo ello como quien goza de un bien caído del cielo y, acomodados, no estamos siendo capaces de percatarnos de que hay una operación en marcha para convertir los recursos públicos en fuentes de renta privada a costa de mermar su alcance y calidad.
Se trata de una operación perfectamente diseñada y obviamente no presentada nunca como tal a la ciudadanía. De hecho, su éxito depende, justamente, de que pase desapercibida como tal y, por el contrario, de que sea entendida como la solución al deterioro de los servicios públicos, conscientemente provocado con tal fin a base de lentos y sucesivos recortes presupuestarios, funcionales y de personal.
Ese modo de actuar es lo que permite llevar a cabo la operación sin apenas respuesta ni oposición, con el silencio de quien la sufre.
Los dirigentes políticos que llevan a cabo esa reconversión del capital público en negocio privado actúan con disimulo, convertidos en auténticos trileros del relato y, por qué no decirlo, en magos de la gestión. Ahogan el quejío antes de que nazca. Por eso no se les puede hacer frente con reclamos ideológicos, ni levantando banderas de partido.
Hacen falta datos y pruebas, confrontar a la gente con la realidad y hacerle ver que la comodidad de la que gozan es un sueño que tendrá un pronto despertar. Es necesario salir a la calle y rebelarse, aprender de nuevo a darse la mano para taconear unidos y lanzar juntos un quejío descomunal que se sienta en el corazón de todos los andaluces sin distinción. Echo en falta el quejío, pero sobre todo iniciativas que busquen inteligentemente despertarlo como un sonido atronador, transversal y ciudadano, y no sólo como reclamo de partido o de tribus aisladas.
Hay que hacerlo y no creer que ya no estamos a tiempo pues, como escribió Federico García Lorca en Bodas de sangre, «el más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta».
Fuente: https://juantorreslopez.com/falta-quejio/