Slavoj Zizek •  Opinión •  13/11/2016

Hillary, Trump y el mal menor

La cuestión no es votar a Trump (no solo no se debe votar a un parásito como él, sino ¡siquiera se debe participar en esas elecciones!). El punto es abordar el problema de manera fría y hacer el siguiente ejercicio de pensamiento: ¿la victoria de quién sería mejor para el destino de un proyecto emancipatorio radical, la de Clinton o la de Trump?

En el romance Ensayo sobre la lucidez, José Saramago narra una serie de extraños acontecimientos que ocurren en una capital no nombrada en un país democrático no identificado. Cuando la mañana del día de la elección es entorpecida por lluvias torrenciales, la cantidad de ciudadanos que salen de casa a votar se muestra perturbadoramente baja. Pero a mitad de la tarde, el clima se normaliza y la población sigue en masa a sus escuelas de votación. El alivio del gobierno, sin embargo, dura poco: el conteo de votos revela que más del 70% de las papeletas depositadas estaban en blanco. Estupefactos con ese aparente lapso cívico, el gobierno les da a los ciudadanos una segunda oportunidad y luego en la siguiente semana decide convocar a otra elección. Los resultados son aun peores: ahora, el 83% de las papeletas depositadas están en blanco…

¿Será una conspiración organizada para tirar abajo no solo el gobierno dominante sino la totalidad del sistema democrático? Si es así, ¿quién estará detrás de eso? Y ¿cómo lograron organizar a cientos de miles de personas para esa subversión sin siquiera ser notados? La ciudad sigue funcionando en aparente normalidad, con el pueblo esquivando cada uno de los embates del gobierno en inexplicable unísono y con un nivel verdaderamente gandhiano de resistencia no violenta… La lección de ese experimento de pensamiento es clara: el peligro hoy no es la pasividad, sino la pseudoactividad, el impulso de “ser activo” y de “participar” para enmascarar la vacuidad de lo que pase. Las personas intervienen todo el tiempo. Las personas “hacen algo”. Académicos participan de debates sin sentido, y por ahí va. Pero la cosa verdaderamente difícil de hacer es dar un paso atrás y retroceder. Los detentores del poder generalmente prefieren hasta una participación “crítica” que el puro silencio –simplemente para estar seguro de que, con algún tipo de diálogo escenificado, nuestra amenazadora pasividad esté quebrada. La abstención de los votantes es por lo tanto un verdadero acto político: ella forzosamente nos confronta con la vacuidad de las democracias de hoy.

Esa es exactamente la forma como deben actuar los ciudadanos ante la elección entre Clinton y Trump. Cuando preguntaron a Stalin a fines de los años 1920 qué desvío consideraba peor, el derechista o el izquierdista, él rebatió: “¡Los dos son peores!” ¿No pasa lo mismo con la elección ante la que están colocados los electores estadounidenses en las elecciones presidenciales de 2016? Trump es evidentemente “peor” en la medida que promete un giro a derecha y escenifica una degradación de la moralidad pública, sin embargo, mientras al menos promete un cambio, Hilary también es la “peor” en la medida que hace que no cambiar nada parezca deseable. Ante tal elección, no debemos desesperarnos y elegir el “peor” que significa cambio –aunque sea un cambio peligroso, abre espacio a un cambio distinto y más auténtico. La cuestión no es votar a Trump -no solo no se debe votar a un parásito como él, sino siquiera se debe participar en esas elecciones. El punto es abordar el problema de manera fría y hacer el siguiente ejercicio de pensamiento: ¿la victoria de quién sería mejor para el destino de un proyecto emancipatorio radical, la de Clinton o la de Trump?

Trump dice que quiere “hacer que América vuelva a ser grandiosa”. Obama rebatió diciendo que América ya es grandiosa. Pero ¿será que lo es? ¿Puede un país en el que una persona como Trump tenga una oportunidad de transformarse en presidente realmente ser considerado grandioso? Los peligros de una presidencia Trump son evidentes: no solo prometió nombrar a jueces conservadores para la Corte Suprema; movilizó a los más sombríos círculos de supremacía blanca y abiertamente coquetea con racismo anti inmigracionista; burla reglas básicas de decencia y simboliza la desintegración de padrones éticos básicos; al decirse preocupado con la miseria de las personas ordinarias, efectivamente promueve una agenda neoliberal brutal con exenciones impositivas para los ricos, más desregulación, etc., etc. Trump es un oportunista vulgar, pero es aun una especie vulgar de la humanidad (al revés de figuras como Ted Cruz o Rick Santoro, ¡que sospecho sean alienígenas!). Y lo que definitivamente no es un capitalista exitoso, productivo e innovador –se destaca por la capacidad que tiene de entrar en quiebra y luego hacer que los contribuyentes cubran sus deudas.

Los liberales asustados con Trump rechazan la idea de que una eventual victoria podría desencadenar un proceso a partir del cual emerja una auténtica izquierda. Su contra argumento preferido es una referencia a Hitler. Muchos comunistas alemanes acogieron la toma nazi del poder como una oportunidad para que izquierda radical se destaque como la única fuerza capaz de derrotarlos. Como sabemos, su apreciación se demostró un error catastrófico. Pero la cuestión es: la situación actual con Trump ¿es comparable a la de la asunción del nazismo? ¿Será realmente un peligro que traerá consigo un amplio frente de la misma manera que lo hizo Hitler, un frente en el que conservadores “decentes” y libertarios lucharon junto con progresistas mainstream y (lo que haya quedado de) la izquierda radical? Frederic Jameson acertadamente advirtió contra la apresurada designación del movimiento Trump como neofascismo: “Las personas están diciendo ahora que ese es una especie de nuevo fascismo y mi respuesta a eso es: ‘todavía no’. Si Trump llega al poder, será algo distinto”. (Por otra parte, el término “fascismo” es hoy muy usado como un significante vacío siempre que emerge en la escena política algo obviamente peligros pero carecemos del instrumental para comprender adecuadamente –¡no, los populistas de hoy no son simplemente fascistas!) ¿Y por qué todavía no?

En primer lugar, el miedo de que una victoria de Trump hubiera transformado a EE.UU. en un Estado fascista es una exageración ridícula. EE.UU. Tiene una trama compleja de instituciones políticas y cívicas divergentes, de forma que su Gleichshaltung derecha no podría ser ordenada. ¿De dónde, entonces, viene ese miedo? Su función es claramente la de unificarnos a todos contra Trump, velando así las verdaderas divisiones entre la izquierda resucitada por Sanders y el proyecto de Hillary –que es la candidata por excelencia del establishment, apoyada por una amplia coalición arco iris que incluye defensores neoconservadores de la Guerra contra Irak como el Secretario de Defensa de George Bush Paul Wolfowits e intervencionistas como el Secretario Asistente de Defensa para Política de Seguridad Internacional de Ronald Reagan, Richard Armitage.

En segundo lugar, el hecho es que Trump se alimenta de la misma rabia de la que se valió Bernie Sanders para movilizar a sus partisanos –el es percibido por la mayoría de quienes lo apoyaron como el candidato antiestablishment, y lo que nadie debe jamás olvidar es que la rabia popular es por definición amorfa y puede ser redireccionada. Los liberales que temen la victoria de Trump en realidad no tienen miedo de un giro radical a derecha. Lo que temen realmente es a un efectivo cambio social. Para hablar con Robespierre, admiten (y están sinceramente preocupados con) las injusticias de nuestra vida social, pero lo que realmente quieren es sanarlas por medio de una “revolución sin revolución” (en exacto paralelo con el consumismo de hoy, que ofrece café sin cafeína, chocolate sin azúcar, cerveza sin alcohol, multiculturalismo sin choques violentos, etc.): una visión de cambio social sin efectiva transformación social, un cambio en el que nadie realmente sale dañado, en que liberales bien intencionados permanecen abrigados en sus enclaves seguros. En 1937, George Orwell escribió en su A camino de Wigan:

“Todos censuramos las distinciones de clase, pero pocos desean seriamente abolirlas. Aquí llegamos a la importante constatación de que toda la opinión revolucionaria extrae parte de su fuerza de la convicción secreta de que nada puede ser cambiado”.

El argumento de Orwell es que los radicales invocan la necesidad por una transformación revolucionaria como un tipo de coartada que debe alcanzar el opuesto, es decir, prevenir el único cambio que realmente importa, el cambio que, de ocurrir, toca a los que nos comandan. ¿Y quién efectivamente comanda a EE.UU.? Podemos casi oír el murmullo de las reuniones secretas donde miembros de las élites políticas, económicas y financieras están negociando la distribución de puestos clave en la gestión Clinton. Para que se tenga una idea de cómo funcionan esas negociaciones en las sombras, basta leer los mails de John Podesta o el libro Hillary Clinton: The Goldman Sachs Speeches (que saldrá en breve por OR Books de Nueva York con una introducción de Julian Assange). La victoria de Hillary es la victoria de un status quo ofuscado por la perspectiva de una nueva guerra mundial (y Hillary es definitivamente una típica guerrera fría demócrata), un status quo de una situación en la que gradual pero inevitablemente nos deslizamos hacia catástrofes ecológicas, económicas y humanitarias, entre otras. Es por eso que considero extremadamente cínica la crítica “izquierdista” de Ian Steinman a mi posición, que alega que

“para intervenir en una crisis la izquierda tiene que estar organizada, preparada y contar con el apoyo de la clase trabajadora y los oprimidos. No podemos de ninguna manera respaldar el vil racismo y machismo que nos divide para debilitar nuestra lucha. Debemos siempre estar del lado de los oprimidos, y debemos ser independientes luchando por una verdadera salida de izquierda a la crisis. Incluso si Trump causara una catástrofe en el seno de la clase dominante, sería también una catástrofe para nosotros, si no hemos puesto en pie los cimientos para nuestra propia intervención”.

Es cierto, la izquierda “debe organizarse, prepararse y contar con el apoyo de la clase trabajadora y los oprimidos”—pero en este caso, la pregunta debería ser: ¿Cuál es el candidato cuya victoria puede contribuir más a la organización de la izquierda y su expansión? ¿No es claro que la victoria de Trump podría “sentar las bases para nuestra propia intervención”, mucho más que la de Hillary?

Si, hay un gran peligro en la victoria de Trump, pero la izquierda se movilizará solo a través ese tipo de amenaza de catástrofe. Si continuamos con esta inercia del status quo existente, seguramente no habrá movilizaciones de la izquierda; citando al poeta Hoelderlin: “Solo donde hay peligro a fuerza salvadora también emerge”.

En la opción entre Clinton y Trump, ni “se paran del lado del oprimido”, por eso la opción real es: abstenerse de votar a quien, aunque sea inútil, abre una gran oportunidad de desatar una nueva dinámica política que puede llevarnos a una masiva radicalización por izquierda. Pensemos en los que apoyan a Trump y son anti-establishment que estaran inevitablemente descontentos con la presidencia de Trump. Algunos de ellos deberán apoyar a Sanders para encontrar una salida a su bronca. Pensemos en aquellos demócratas decepcionados que hubieran visto como la estrategia política de centro de Clinton, no puede ganar, inclusive frente a una figura del extremo como Trump. La lección que podrían aprender es que a veces, para ganar, la estrategia del “estamos todos juntos” no funcionay en cambio, debemos incluir una división radical.

Muchos de los electores pobres alegan que Trump habla por ellos. ¿Cómo es que pueden reconocerse en la voz de un multimillonario cuyas especulaciones y fracasos son una de las causas de su miseria? Como los caminos trazados por Dios, los caminos de la ideología son, para nosotros, misteriosos…. (Aun que es verdad, algunos datos sugieren que la mayoría de los que apoyaron a Trump no son de baja renta). Cuando quienes apoyaron a Trump son denunciados como “white trash”, es fácil discernir en esa designación el miedo de las clases más bajas que caracteriza a la élite liberal. Este fue el título y subtítulo de una entrevista de The Guardian sobre una reciente reunión electoral de Trump: “Un acto de Trump desde adentro: buenas personas en un loop de feedback de paranoia y odio. El público Trump está lleno de personas honestas y decentes –pero la invectiva del republicano tiene un efecto escalofriante en los fanáticos de su espectáculo unipersonal”.

Pero ¿cómo fue que Trump se transformó en la voz de tantas personas “honestas y decentes”? Trump logró, solo, arruinar al Partido Republicano, antagonizando tanto el establishment de la vieja guardia como a los fundamentalistas cristianos. Lo que quedó como núcleo de su apoyo son los portadores de la rabia populista contra el establishment –y ese núcleo es despreciado por los liberales como “white trash”. Pero ¿no son exactamente ellos los que deben ser conquistados por la causa radical de izquierda (que fue lo que Bernie Sanders logró)?

Debemos librarnos del falso pánico, temiendo la victoria de Trump como el mayor de todos los horrores que nos hace apoyar a Hillary a pesar de todos sus evidentes defectos. Aunque la batalla parezca perdida para Trump, su victoria habría generado una situación política totalmente nueva con posibilidades para una izquierda más radical –o, para citar a Mao: “Todo bajo el cielo está sumergido en el caos, la situación es excelente”.

 

Traducción al castellano de la versión en portugués publicada en Blog da Boitempo: Zizek: Hillary, Trump e o mal menor. http://www.laizquierdadiario.es/Slavoj-Zizek-responde-a-las-criticas-por-su-voto-a-Trump?id_rubrique=2653
Original en inglés en In These Times: Slavoj Zizek on Clinton, Trump and the left’s dilemmma.


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