El laicismo pendiente
Cuando, con ocasión del 38 aniversario del referéndum constitucional, se ha empezado a hablar estos días de la posibilidad de que se abra el debate sobre la reforma de la Carta Magna de 1978, parece el momento de abordar con claridad, en una hipotética modificación de aquélla, un asunto que no parece estar en la agenda prioritaria de las formaciones políticas, quizás porque la situación de emergencia social del país motiva que se dé prioridad a otros temas: me estoy refiriendo a la no ruptura de ataduras del Estado respecto de una confesión, la católica, que, aun mayoritaria, dista mucho de ser representativa de la sociedad española del siglo XXI.
No se entiende que cuando el artículo 16.1 de la Constitución establece nítidamente que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», lo católico impregne los actos de las instituciones del Estado: desde la ostentación pública de fe por parte de la familia real, pasando por el juramento del cargo, ante una Biblia y con un crucifijo, por parte de algunos ministros, y terminando por la celebración de funerales de Estado con el rito católico, obviando el carácter civil que debieran tener esas ceremonias. Y ello es así porque hay una línea de continuidad desde el siglo XIX. Veamos.
La mayoría de leyes fundamentales de España han sido confesionales con religión de Estado católica. Comenzando por el Estatuto de Bayona de 1808 y continuando por los textos constitucionales de 1812, 1837, 1845, 1876 la nonnata de 1856 y los textos fundamentales de la dictadura franquista. Durante todos estos años, además, el poder la de la Iglesia católica quedó reforzado con concesiones y prebendas tales como la supervisión de la enseñanza o la presencia en ella en los Concordatos de 1851,1953 y 1979, la dotación del impuesto de culto y clero, que con distintas denominaciones se mantiene en la actualidad, y la actual exención tributaria de la que también disfruta la Iglesia.
Pocos fueron los momentos históricos de ruptura con esa confesionalidad católica. Tras la Revolución La Gloriosa, que acabó con el destierro de Isabel II, la Constitución de 1869 estipulaba claramente la libertad de cultos (si bien es cierto que el Estado se obligaba al sostenimiento de la Iglesia católica). Con el advenimiento de la I República, la Constitución nonnata de 1873 hacía una clara definición de laicidad del Estado. Pero hubo que esperar a la proclamación de la II República para que la separación Iglesia-Estado fuera más nítida, con una clara vocación de respeto a la libertad de conciencia.
Nuestra actual Carta Magna se enfrenta al hecho religioso con una postura ambivalente. La definición contenida en el artículo 16.1 queda matizada cuando en el apartado 3 de ese mismo artículo se afirma que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias mayoritarias de la sociedad española y mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia católica y demás confesiones religiosas». Así pues, con algunas breves intervalos, durante más de doscientos años el peso de lo confesional católico ha sido un elemento determinante en la vida social y política del país.
Tengo claro que para que podamos considerar que España ha entrado de lleno en la modernidad y la democracia, además de actuaciones inaplazables (consolidar plenamente los derechos y libertades de la ciudadanía, hoy cuestionados. la regeneración política, con una democracia más participativa, y la erradicación de la lacra de la corrupción, entre otras medidas), se impone la necesidad de consolidar un laicismo siempre pendiente. Por eso es bueno abrir el debate social en este sentido. Y por eso son necesarios actos como el que el pasado noviembre organizó Europa Laica-Región de Murcia en el Moneo. Las personas intervinientes abordaron las múltiples facetas del hecho del laicismo.
Antonio Campillo, decano de la Facultad de Filosofía, rastreó los orígenes de la ruptura del vínculo del Estado con la religión, que situó en acontecimientos como la Paz de Westfalia (1648), la Revolución Francesa y, a partir de mediados del siglo XIX, con la asunción por el Estado de parcelas antes reservadas a la Iglesia, como la Sanidad y la Educación. Además, Campillo nos recordó que en España el proceso de secularización ha sido muy traumático. Esther Herguedas, responsable de Educación de IURM, denunció el enorme peso de la Religión en los currículos escolares, consolidado por la LOMCE, y la anomalía que supone la existencia de un 32,7% de centros concertados en España, cuando en Finlandia éstos suponen sólo el 2%; el profesor Antonio Moreno habló del maridaje que aún existe entre la España del cuartel y la sacristía y propugnó una revisión amplia del texto constitucional de 1978 en un sentido realmente laico, mientras que Francisco Delgado, presidente de Europa Laica, que afirmó que la larga sombra de Tarancón ha llegado hasta hoy, nos puso al corriente de toda una batería de iniciativas legislativas de su asociación, dirigidas al Parlamento, que incluye, entre otras, la denuncia del Concordato de 1979, una Ley de Libertad de Conciencia (que supere la Ley de Libertad Religiosa de 1980) y la necesidad de eliminar la exención tributaria de la Iglesia.