De nuevo en peligro la libertad de expresión
La imposición de una sanción al letrado Aránguez por el Ilustre Colegio de Abogados de Granada por criticar la actuación del juez Piñar daña la libertad de expresión de la abogacía. Ahora ese mismo perjuicio se extiende también a los periodistas cuando se les investiga en causa penal por informar a la ciudadanía de asuntos judiciales de interés público.
De entrada tengo que confesar que no soy un hombre con las ideas claras, ni el juicio firme. Cuando alguien me pregunta si me gusta la tortilla de patatas con o sin cebolla, dudo, no lo tengo claro, acabo balbuceando y es que me gustan las dos. Cosas del poco carácter, que también se manifiesta ante similar pregunta en relación a los ingredientes de la paella: vacilo, me avergüenzo un poco ante la posición tajante de quien me inquiere…y agachando la cabeza, respondo que me apetece de cualquiera de las maneras. Por poner sólo dos ejemplos.
Esta indecisión me aparece a la hora de analizar la actuación del juez Piñar, tildado por algunos de personaje agropecuario (no en su actuación judicial, por Dios, no se me acuse como antiguamente de desacato, sino en sus expresiones públicas), cuando decía entre otras frases felicísimas, aquello del «hijo de puta» refiriéndose al que calificaba—supongo que con conocimiento cabal—como novio de Marlaska, según indicaba el periódico Diario 16 o tachaba de basura al Tribunal Supremo, y sin embargo, en sus razonamientos en sede judicial parecía bordear la estética decadente más escabrosa, como si su sensibilidad estuviera próxima a la de Charles Baudelaire en «Las Flores del Mal«, cuando según el Diario.es, bajo la firma de Ruth Toledano, señalaba: «Los medios recordaron que hace unos años dictó una sentencia que rebajaba la indemnización que pedía una joven de Granada tras un accidente con argumentos tan perversos como que la cicatriz, en una chica tan atractiva, podía ser un aliciente sexual». De la arruga es bella en el prêt-à-porter de Adolfo Domínguez a la libidinosa cicatriz en la piel.
¿Prevalece en nuestro personaje el perfil bronco, pedestre, o por el contrario es próximo al esteticismo más decadente?…No lo tengo claro, ya les he advertido desde el principio que soy un tipo confuso.
El periódico «Granada Digital» nos comentaba el martes pasado que el Juzgado de Instrucción nº 5 de Granada tras admitir a trámite la querella presentada por Piñar contra el abogado de Juana Rivas, ha acordado mediante resolución judicial, «que la Policía Nacional investigue si Carlos Aránguez creó el 15 de marzo de 2019 un grupo en la red social WhatsApp denominado «Periodistas Aránguez Abog», donde tenía agregados a 103 profesionales de la información, cuya identidad y medio para el que prestaban servicios deberán especificarse en el referido informe», concretando que la «identificación y medio para el que prestan servicios también deberán reflejarse en el informe en cada uno de los casos». Una investigación que a buen seguro causará preocupación, molestias, tal vez temor en aquellos periodistas que se habían limitado, en el legítimo deber de informar, a recibir noticias del abogado de un caso que ya venía arrastrando un gran protagonismo en los medios de comunicación, por lo que estaba sujeto a debate público.
De la misma manera que la imposición de una sanción al letrado Aránguez por el Ilustre Colegio de Abogados de Granada por criticar la actuación del juez Piñar daña la libertad de expresión de la abogacía, ahora ese mismo perjuicio se extiende también a los periodistas cuando desde el Juzgado se les investiga en causa penal por informar a la ciudadanía de asuntos judiciales de interés público.
Según el diario Granada Hoy, el juez instructor dice que su diligencia no tiene como objetivo «investigar la labor de los periodistas» que han informado sobre el caso de la madre de Maracena, cuando con anterioridad había ordenado indagarlos por formar junto con el Letrado Carlos Aránguez un grupo de whatsapp. Un chat que estamos seguros no tenía como objeto que sus participantes se divirtieran con los chistes narrados por este, que la verdad, además, no parece precisamente un tipo tan gracioso.
Ya ven, una confusión.
Sin duda la misma que me manifestaba un amigo al decirme que no encontraba lógico que instruyera este asunto un señor no solo de la misma profesión de Piñar, como ha de serlo forzosamente, sino incluso de posible proximidad personal al compartir ambos la justicia penal en una ciudad no demasiado extensa, donde ocurren sucesos tan extraordinarios.
Aquella pregunta sobre quien juzga a quienes nos juzgan vuelve a aparecer, tal vez no demasiado bien resuelta en nuestra legislación.
Los comentarios del abogado de Juana Rivas habrían desencadenado la querella de Piñar y ahora admitida a trámite junto con la adopción de severas diligencias por parte del Juez instructor.
Qué respuesta tan distinta, con qué diferente temple el Presidente de la Sala de lo Penal del Supremo Manuel Marchena, y el instructor de la causa contra Puigdemont, también magistrado del alto tribunal Pablo Llarena, han encajado las críticas más contundentes que les han dirigido con motivo de su actividad jurisdiccional, comprendiendo que es el tributo que se paga ante el bien superior de la libertad de expresión.
Puede que la querella y la instrucción que comentamos queden en nada, pero el daño moral y el temor de Aránguez y el de los periodistas investigados perdurarán. Si finalmente el asunto se archiva, por muy errónea que fuere su tramitación, no comportará, casi con toda probabilidad, la menor responsabilidad ni para el querellante, ni para el instructor, dadas las enormes dificultades existentes para exigir responsabilidad a los jueces en los supuestos de actuación profesional irregular o deficiente.
Uno de los ejemplos más extremos de esta ausencia de responsabilidad de estos funcionarios públicos que imparten justicia tuvimos ocasión de constatarlo en relación al juez Ruiz Hermida, del también juez Varón Cobos en el caso «Bardellino».
Resulta que el tal Ruiz Hermida, magistrado, a instancia de la conocida mujer de fortuna llamada La Pepa, percibiendo previamente la cantidad de diez millones de las antiguas pesetas, consiguió que el magistrado de la Audiencia Nacional Varón Cobos dejara en libertad al mafioso italiano Antonio Bardellino, en prisión en España y pendiente de extradición a su país para responder de la acusación de haber cometido la friolera de más de 70 asesinatos, que tras ser excarcelado, puso pies en polvorosa.
El asunto se las traía, y provocó incluso un incidente diplomático con el gobierno italiano, que protestó enérgicamente. Pues bien, según informaba El País, «el Pleno del Tribunal Supremo acordó anoche readmitir en la carrera judicial al magistrado Ricardo Varón Cobos… Estos dos jueces estuvieron implicados en la irregular puesta en libertad del jefe de la Camorra napolitana Antonio Bardellino en enero del 84, pero fueron absueltos por la Sala Segunda del TS en el proceso que se siguió contra ellos. Fue el Consejo General del Poder Judicial el que en mayo del 86 acordó por unanimidad la expulsión de ambos de la carrera judicial… Ricardo Varón podrá por tanto reintegrarse a la carrera judicial… además le deberán ser abonados todos los haberes no percibidos desde que fue suspendido en el ejercicio de su cargo hasta la actualidad», y siguió poniendo tranquilamente sentencias hasta su jubilación.
Otro ejemplo que ilustra «la responsabilidad judicial» en nuestro país es el caso del juez José Antonio Martín, que asesoraba al abogado del narcotraficante Rafael Bornia ante la Audiencia Provincial de Las Palmas, presidida por el mismo Martín, que fue declarado inocente por el Tribunal Supremo, según informaba Cristóbal García Vera el en el periódico Rebelión, y el propio diario El País pese a que los hechos probados no dejaban lugar a dudas del auxilio prestado al delincuente.
Por eso queda uno tan confuso. No puedo tener ideas claras.
Máxime cuando se sabe, como todos los ligados al mundo del derecho que lean estas líneas, que no hay mejor test para conocer el tremendo grado de arbitrio judicial que existe en España, que cuando un abogado conversa con otro sobre algún asunto y sus perspectivas, no se preguntan tanto sobre cuáles sean los hechos o los fundamentos jurídicos que van a esgrimir, sino algo mucho más pedestre, a saber, ¿con qué juez te ha caído el juicio?, sabedores ambos que esta circunstancia es mucho más decisiva que la enjundia de los argumentos que se barajen. Como Piñar ponía de manifiesto por escrito, para dictar sentencias «primero resuelvo con sentido común, y luego busco adaptarlo a la Ley».
Claro que para seguir justificando mi confusión, el mismo ahora nos cuenta que alguien -¿tal vez un Bildu etarra?- usurpa en Internet su personalidad desde Irún.
Parece ser que esta forma de actuación basada en «el sentido común» puede ser más general de lo que parece en el ámbito judicial, de ahí que lo importante para el éxito o no de un juicio, dependa más del juez con el que «te toque» que de la razón que te asista.
Frente a ello se arguye que esta es la esencia de la independencia judicial, que cada uno de ellos juzga «en conciencia», y por tanto, puede ser distinto de lo que juzgue otro. Lo que ocurre es que en nuestro país esto se produce con tanta frecuencia, que bien pudiera contraargumentarse que no es lógica tamaña disparidad, dada la regulación común existente tanto sobre la valoración de los medios de prueba, como de las normas jurídicas aplicables.
Podría alguien pensar, adaptando a nuestro caso aquella frase ya célebre de Rodrigo Rato, «es la ideología amigo».
Es una pena que este asunto también se escapara a los autores de nuestra tan alabada Transición.
Menudo lío. Para que vean que no es posible tener las ideas claras.