Diego Sequera •  Opinión •  15/04/2020

Coronavirus: tesis sobre el presente

Coronavirus: tesis sobre el presente

“Es cierto, por primera vez en la historia de todos los pueblos de la tierra existe un presente común: ningún evento de importancia en la historia de un país puede permanecer como un accidente marginal en la historia de cualquier otro. Cada país se ha convertido en el vecino casi inmediato de cualquier otro, y cada hombre siente el estremecimiento de los eventos que tienen lugar en el otro extremo del globo”.

Puede que Hannah Arendt, pensando en la visión de mundo del denso y abrumador Karl Jaspers, haya escrito esto en los años 60 del siglo pasado sobre la proximidad entre naciones, gentes y sobre la posible realidad ominosa que pudiera significar un mundo unificado principalmente por la vía tecnológica, donde toda ciudadanía se borra por el peso de la unidad, pero aquí, desde este momento del torrente histórico, lo que escribió pareciera revestirse de un cariz aún más vigente.

Sesenta años después, el mundo Covid-19 nos ha arrimado a estar más juntos como especie, a pesar de nosotros y también a pesar del comercio y los márgenes del agolpante neoliberalismo tardío.

El mundo contraído de hoy nos acerca más en este extraño proceso de igualación de vulnerabilidades, sus pliegues contracturados nos hace padecer lo mismo de forma más explícita y en esa aproximación, en esta nueva (por inédita) afirmación de comunidad en peligro, el “estremecimiento de los eventos” también nos ha forzado a la evidencia de un crítico mar de fondo moral que se expresa en la inoperancia, parálisis, rapiña, brutalidad o grandes virtudes con las que los estados, ese otro mecanismo de unificación, responden cuando se sienten amenazados.

Lo que trae una nueva pregunta: ¿amenazado por quién? ¿Y qué es lo que hace que las circunstancias sean amenazas para estados, gobiernos y sociedades, más allá del peligro común de la muerte monocorde de una enfermedad a la que no somos inmunes y cuya protección sigue siendo una interrogante? ¿Dónde podemos vislumbrar los estados de amenazas en un momento en el que el movimiento de las cosas nivelan en el mismo punto a la geopolítica y a no tocarse la cara en un solo golpe?

El virus en los huesos: habitar la incertidumbre y ver a los lados

Pareciera que la superstición artificiosa de mundo avanzado y ultramoderno ha nublado y llamado a capítulo a que por más hipertecnificada que se encuentre una parte del planeta (a costa de la otra), la humanidad, desde que hay registro, siempre será sometida a ciclos seculares de peste y enfermedad generalizada. Se ha vuelto ineficaz la distancia que existe entre la realidad por la que millones de personas mueren por enfermedades tratables. No hay refugio, nos recuerda ahora el corona, más allá de nuestro encierro y las pautas disciplinarias con la que cada país y cada sociedad asume la cuarentena.

Al-Mutanabbi, en el siglo X, trató a la fiebre como una amante que lo visitaba donde dormía bajo la cobertura de la noche, y que, dice, es el único momento en el que aparecía en su morada. Al hacerlo, el poeta le ofrece sus sábanas y su almohada, “pero ella las rechaza -nos cuenta-, y pasa la noche entre mis huesos”.

Contraigamos ambas nociones: nunca, en generaciones, hemos estado tan explícitamente vinculados en todo el planeta como ahora, y nunca, por lo mismo, ha sido más difícil de esquivar la idea de proximidad y experiencia: este nuevo algo que habita entre nuestros huesos.

La vida en Planet Lockdown (Pepe Escobar dixit), donde el encierro reduce las distancias e inhibe las diferencias habituales y esenciales de cada sociedad, trae más de lo que todavía tengamos medida. Esta nueva definición de lo “glocal” (lo global y lo local unificados) ha pasado a ser el lado oscuro de aquella aspiración a “ciudadanía global” que tanto ha motorizado las ansias de una suerte de superación que trasciende fronteras. La nueva frontera en nosotros mismos nos trajo al aislamiento, y a la reafirmación de aquel predilecto objetivo del turbocapitalismo en sus variaciones liberaloides o neocon: lo que ilusoriamente nos hace más cercanos levanta las murallas territoriales profundizando divisiones.

“Conviene valorar un sistema por sus frutos y no por sus promesas. El globalismo ofrecía ‘libre circulación’ de personas, pero ha provocado la mayor cuarentena humana de la Historia”, afirman.

Sobre esa medida, los brotes de Ébola en África occidental y la República Democrática del Congo (donde hace nada, salió del hospital de alta la última paciente), o el de cólera en Haití, nunca estuvieron tan lejos, solo quisimos que así fueran. El derrumbe de esa abstracción señala otra línea limítrofe en las capacidades del sistema, y en el alma de mucha gente.

También nos recuerda que el temor a lo distópico de las mal llamadas “sociedades avanzadas” es más un mecanismo de defensa que se rinde ante las evidencias, y no un momento amenazante que se hace necesario prevenir. Porque la distopía, en realidad, siempre estuvo aquí.

“Nos alcanzaron doctor” de José Guadalupe Posada, revista El Jicote, N°1 (1891)

Expansiones fronterizas inviables

La parálisis global no ha impedido que los Estados Unidos encuentren una instancia de reafirmación, no importa que acelere aún más esa muerte que lleva por dentro y que se expande sin interrupción. La demostración de sadismo con Irán, la exhibición de musculatura descompensada con Venezuela o la conducta disfuncionalmente adolescente con China y la Organización Mundial de la Salud (OMS) también dibuja el contorno de los límites que pueden alcanzar las naciones en lo moral y lo sistémico.

Los círculos intelectuales, los think tanks, que le dan sustrato filosófico a las guerras mediante terrorismo económico centran la discusión sobre la eficacia que tendrá el violento brote de Covid-19 en alcanzar, ahora sí, los ansiados objetivos de cambio de régimen en la República Islámica, en la batalla más cuesta arriba de su historia reciente producto de las medidas coercitivas unilaterales.

Pasa a mute la cobertura humanitaria de la población que solía ser el centro narrativo por el cual era de urgencia categórica forzar a Irán hacia la “democracia”. Mientras más muertos, mejor, es la premisa con la que subfiguras como Mark Dubowitz de la Fundación por la Defensa de las Democracias (Foundations for the Defense of Democracies, FDD), o esa repugnante circunferencia semi-humana llamada Mike Pompeo, encuentran inconfesado placer y la consagración de su visión de mundo.

La coartada delictiva que esgrimen sobre la cual Irán y Venezuela todavía pueden, a pesar de las sanciones, adquirir medicamentos, aparatos sanitarios o alimentos, pero que no lo hacen “porque no quieren”, inaugura una nueva ratio en el proceso de infantilización de la política estadounidense.

Naturalmente, no contribuye mucho al autoconsuelo público de Pompeo o Carlos Vecchio sobre el delito que uno comete y el otro promueve, el papel suplementario de los grupos de presión que hacen inviables que tales “cláusulas humanitarias” sean incluso menos que acolchamiento narrativo: ahí donde el andamiaje legal no puede operar, sí lo hacen, por ejemplo, Unidos Contra una Irán Nuclear (UANI, por sus siglas en inglés) operando sobre una base de datos donde acopian cada una de las empresas que realizan acciones comerciales justamente donde deberían actuar las supuestas “exenciones humanitarias” nombrando y humillando a dichas empresas, atacándolas mediante acciones de lobby dentro del Departamento del Tesoro y criminalizando su posible o probada actuación dentro de las esferas del mundo corporativo y del sector privado, inhibiendo a estas compañías a arriesgarse a negociar con Irán, incluso bajo el propio amparo legal de quienes emiten las sanciones.

Así, corporaciones de la enfermedad como Bayer, Merck, Genzyme, AirSep, Medrad, Becton, Dickinson & Company, Ely Lilly y Abott Laboratories por la presión de UANI (a todas estas, frente de un círculo de poder financiero e ideológico perfectamente rastreable) cesaron sus negocios con Irán.

Mientras se corrobora de todos modos la ineficacia de los supuestos canales legales que permiten la adquisición de “recursos humanitarios”, el resto del andamiaje de jurisdicción extraterritorial se encarga de que de todos modos no existan vías para que Caracas o Teherán puedan valerse de sus fondos para adquirir de lo que dramáticamente carece, que no es la capacidad de enfrentar.

John Wayne, aquel símbolo supermacho de la edad de oro de los westerns gringos dicen que tras la hora de su muerte tenía más de 20 kilos de materia fecal en su organismo. Y también dicen que el último movimiento de Estados Unidos anunciando una tuneada “operación anti-narcóticos” en el Caribe donde han sido enfáticos que tiene como principal objetivo el “cortarle los canales de financiación” al gobierno de Nicolás Maduro, se asemeja a la conducta de un cowboy en el viejo oeste.

Conviene detenerse en la metáfora del western, la “última frontera”. La expansión perpetua es un símbolo central del mito nacional estadounidense. Dirían algunos que el imperio gringo se origina y vuelve también a ese alambre divisor y apropiante. Dicen que para entender la pulsión bárbara que los hace actuar en Faluya con la misma intensidad con la que se normaliza el enjaulamiento de niños migrantes, se justifica como un procedimiento legítimo que guarda relación directa y pasa a ser la metafísica de sus fronteras hacia adentro.

Y que una vez que la masa continental que fue conquistada haciéndola el territorio de los Estados Unidos de hoy en día es el principio regidor por el que asume que el correr la línea fronteriza en tiempos de neoliberalismo tardío. La misma pulsión que hace que esa frontera se ubique donde sea, donde quieran, trátese de la cuenca sur del Caribe o el Estrecho de Ormuz, y, por lo tanto, ahí actúe “soberanamente” sobre lo que concibe como amenazas.

Todo vuelve al principio. Y así como la resonancia de Panamá 1989 sobre Venezuela remite al clímax de la última aventura imperial que comenzó en los 80 del siglo pasado con la contrarrevolución conservadora, acusando recibo de la franca incapacidad de reinvención de la que ya ha hecho gala, su símbolo expedicionario por excelencia, el portaaviones, encuentra en el USS Theodore Roosevelt una síntesis monstruosa de todo lo que lo sostiene: un nosocomio flotante, caldo de cultivo de Covid-19, con un capitán relevado de su mando por sacar del silencio la penuria por la que pasaba la tripulación, en una suerte de deriva por el Pacífico. Un John Wayne flotante y abombado.

La contención del virus del SARS que proliferó en varios países asiáticos diez años atrás, dicen, se debió a que el mundo realizó un esfuerzo unificado por evitar que la epidemia alcanzara el estatus de pandemia global.

Para nadie es secreto que no puede decirse lo mismo ahora, mientras que a diario siguen ocurriendo manifestaciones que certifican la muerte de un consenso sobre el orden de las cosas, ya que del encumbramiento de ese modo de representarse como las cristalizaciones de los mayores logros humanos, todos esos faros de civilización, dejaron el simulacro y pasaron directamente al bachaqueo de estado y la piratería franca, sin taparse la cara. En esto, Europa también queda bien retratada.

Que detrás de la salida adolescencial y extorsiva de la administración Trump de culpar a China y a la OMS para disminuir el ruido de su apoplégica reacción a la propagación del virus, sumado al estertor testosterónico contra Venezuela y a la sado-urticaria que motoriza rondas de sanciones y sofocamiento de la economía iraní mientras sigue siendo golpeada por los efectos del bloqueo y el corona, es también el sonido de cuando la noción de imperio choca con sus límites.

Ya lo dijo el secretario de defensa, Mark Esper:

“Mientras las naciones alrededor del mundo viran su foco de atención hacia dentro para lidiar con la pandemia del coronavirus, muchas organizaciones criminales están intentando capitalizar con la crisis”.

Su palabra vaya por delante.

Derivas excepcionales

La convención dice que la normalidad saltó por los aires. Lo ordinario, rutinario, cotidiano quedó en suspenso y se asume que el mundo, en su momento más demoledor de presente común del que pudiera tenerse registro, ha ingresado en el ámbito de lo excepcional. Con o sin el nombre, se asume que casi la totalidad del planeta ha entrado en un estado de excepción. Uno global.

No hay dudas sobre eso. La vida rutinaria de los países que convencionalmente viven, o simulan, un estado de normalidad, de cotidianidad poco alterada, bajo la ilusión de lo predecible y poco sorpresivo, han sido los primeros en vivir la conmoción (sin estar mínimamente preparados para eso, como antes sí lo estuvieron). Italia, Reino Unido, Estados Unidos, pilares de “occidente”, atestiguan junto al resto del mundo la interrupción prácticamente total de sus costumbres diarias.

Una mujer con tapabocas pasa por Wall Street el 6 de marzo. Al día siguiente, Nueva York declaró el estado de emergencia. Foto: Andrew Kelly / Reuters

La excepción se opone a lo ordinario, a lo “normal”, se puede decir de perogrullo. Y la figura de estado de excepción, en tanto categoría del derecho constitucional, es algo que variará dentro de ese marco de acuerdo a su definición en las distintas cartas magnas aludiendo a la suspensión de esa normalidad producto de un acontecimiento de fuerza mayor o una emergencia, en el cual el estado se confiere poderes extraordinarios para afrontar la eventualidad que altera el curso regular de una sociedad equis, en donde permanecen apenas los derechos esenciales, mientras el resto queda en pausa, hasta que pase la contingencia.

¿Pero cuál es el contenido de ese suspenso? O, incluso, ¿tal suspensión de la vida obligatoriamente pasa por decretar dicho estado de excepción? Para Giorgio Agamben, de largo el estudioso más notable del tema en este siglo, hay una “tierra de nadie entre el derecho público y el hecho político, y entre el orden jurídico y la vida” entre los paréntesis existenciales de la excepción.

De hecho, para Agamben, la pandemia del Covid-19 y la declaración de emergencia de su país sería una situación por excelencia de este tipo. Pero más allá de lo que diga en este instante a propósito de eso, que ha suscitado un debate con otros filósofos de altura como Jean-Luc Nancy, para la mirada de alguien que habita en el mismo país que yo, desde ese punto de vista, pudiera resultar insuficiente, y no por razones de jurisprudencia. La única sorpresa es que ahora el resto del mundo también lo está. Y menos preparado que nosotros.

Mientras la “normalidad” podía ser todavía antes de la declaración de emergencia un concepto válido para un ciudadano italiano que no ve más allá de sus hábitos sociales y su rutina, Venezuela ya lleva tiempo siendo un país forzado a vivir en la excepción, donde la conquista diaria de un mínimo de normalidad (de acuerdo a cómo la entendíamos siete años atrás) es el principal campo de batalla. Porque la excepcionalización de nuestras vidas fue decretada desde afuera.

Si seguimos con Agamben, su rastreo de arqueología jurídica sobre el tema se topa con que tales poderes de emergencia, además de ser un amplio cajón de sastre donde el significado último lo justifica los poderes que decretan, siendo una definición flexible en exceso, paulatinamente también ha sido la verdadera norma para gobernar, sobre todo en esos países que son supuesta vitrina de todos los ingredientes de la “ejemplar” democracia liberal de occidente, con su respectivo consenso económico.

En el siglo XXI, nos dice en Estado de excepción. Homo sacer, II, I (2005), el paradigma de esos poderes de emergencia, “como estructura original en la cual el derecho incluye en sí al viviente a través de su propia suspensión” se manifiesta en dos instrumentos legales que produjo la administración Bush (es decir, Dick Cheney y compañía), luego de los atentados del 11 de septiembre: la orden militar que decreta la detención indefinida gestionada a través de comisiones militares (que no tribunales) del 13 de noviembre de 2001, y la Ley Patriota del 26 de octubre del mismo año, mediante la cual todo extranjero (y locales también) sospechosos de actividades que amenacen la seguridad nacional (de los Estados Unidos) entraban en ese limbo total cuya máxima expresión sigue siendo Guantánamo.

La medida del 26 de octubre fue decidida y aprobada por el Senado y el Departamento de Justicia, la del 13 de noviembre por el ejército mediante decreto presidencial. Todo el espectro del estado.

Pero la actuación de emergencia no se soporta en el barniz jurídico, sino en las acciones de fuerza, tal como se ha demostrado en las periferias de Globalistán mientras las buenas consciencias de la ciudadanía transatlántica seguían gozando de la normalidad aparente que sufrió su primer atentado con la crisis financiera de 2008, y que ha recibido la estocada final con la “tormenta perfecta” que no ha terminado de desencadenarse del todo, producto de la aún más profunda fractura de las cadenas de suministro, el borde alcanzado por la máquina de la deuda y el alto en seco de la actividad económica y comercial coronado por la pandemia. Ya igual con o sin Covid-19 avanzábamos en esta dirección.

Pero, de nuevo, lo excepcional tutelado es una experiencia conocida para los países en guerra de intervención abierta (Yemen, Siria) o naciones objetivos del terrorismo económico y procedimientos “indirectos” de guerra híbrida (Venezuela, Irán, Cuba).

Las políticas de identidad, ese consenso pavloviano del que tanto dependen las ideologías feel good de quienes cada vez son más incapaces de atender, literalmente, su propia mierda, y que tan felizmente han proliferado en las capas profesionales y medias universitarias desde las ciencias sociales en autosobamiento perpetuo, suelen sustentarse en difusas reivindicaciones de soberanías individuales e individuantes mientras cancelan la soberanía nacional y segmentan la propia opresión a la diversidad de disidencias encajonadas.

Graciosamente, denuncian los esquemas sanitarios y a “les cuerpes” sometidos por “el estado” a una regimentación estadística y cosificante, pero no pueden ver que eso, las categorías foucaultianas de biopoder y biopolítica, operan con claridad demoledora cuando la visión de conjunto se decreta “allende los mares” y reduce las pautas soberanas a la decisión de quién merece vivir y quién morir. La idea de “necropolítica” de Achille Mbembe, y que no encuentra mejor descripción que en el actual catecismo humanitario del Departamento de Estado. La realidad puede aburrir, pero es la realidad.

De este modo, la “gestión” de esos microconflictos y su discusión, cada vez más privatizada de facto, omite varios elementos que ahora agonizan por disonancia con el rumbo que pudiera tomar el planeta.

Un ciudadano que ostente pasaporte israelí y viva en esas ciudades totalmente dependientes de la distopía, hoy en día se encuentran perturbados y arrinconados dado que el estado israelí impone checkpoints que trancan el libre tránsito, sus servicios de inteligencia monitorean las 24 horas el movimiento digital de las personas, mientras la claustrofobia aumenta. Así lo cuenta Gideon Levy.

Pero Levy también aclara que esa versión del estado de excepción pudiera ser un sueño, por ejemplo, para la población palestina, cuyo acoso perpetuo y la supresión de intervalos en la vida (diría Fanon), claramente se encuentra varios escalones más abajo en el infierno que todavía, con medidas extraordinarias, terminarían haciendo consciencia de eso.

“Ningún soldado extranjero invadirá sus hogares a media noche, noche tras noche, sin razón alguna. Nadie los arrebatará de sus camas y se los llevará. Nadie los arrestará sin juicio. Nadie interrogará a sus hijos y los encarcelará contraviniendo los acuerdos internacionales de los que Israel es signatario”, recuerda, agregando que “incluso en la peor distopía del coronavirus en Israel, no hay un escenario que sea protagonizado por fracontiradores compitiendo entre ellos disparándole a las rodillas a cientos de manifestantes…”.

Vivirán (quien sabe si) provisionalmente la excepción, pero a diferencia de la degradación de la vida y la muerte en Gaza (donde hay 56 respiradores y 40 camas para cuidados intensivos para 2 millones de personas), todavía no cumplirían con el tercer precepto, además del biopoder y el estado de excepción, con el que se vive en los parches que quedan de la Palestina histórica: el estado de sitio.

Voluntarios desinfectan la mezquita de al-Islam en Jan Yunis, Gaza. Foto: Abet Zagout / Cruz Roja

Biopoder, estado de excepción y estado de sitio, la trilogía con la que teoriza Mbembe, pudiera resonarle también al o la paciente iraní que ve cómo los mecanismos de contención sanitaria batallan contra el colapso artificial que facilita el bloqueo, o a la población venezolana que en medio de la pandemia, además de los rigores económicos, sufre con la perpetua amenaza de una expedición punitiva en esteroides por parte de la armada estadounidense y el Comando Sur, a pesar de ser, como John Wayne, zombies con una veintena de kilos de fecalidad en su biología mierdificada.

O una Haití donde la población no ha dejado de vivir el estado de excepción desde siempre, y donde la maquinaria de guerra que mantiene a 11 millones de personas en tensión permanente, y donde son 30 las camas para cuidados intensivos que funcionan de 130, para los 11 millones de habitantes.

Pero pareciera que el mundo post-Covid-19 aspira avanzar en esa dirección. Nosotros apenas llevábamos la delantera. En tiempos revueltos de estremecimiento integral, los ganadores aguzan la puntería, compitiendo por el modelo financiero deseado, y por la salvaje carrera comercial por controlar la patente y comercialización del tratamiento y una vacuna para el coronavirus, el Santo Grial del momento.

Y si esto suena a tremendismo, tampoco es que desde nuestra latitud podemos encontrar consuelo en que ahora, luego de que supuestamente lo que nos ocurre a nosotros es parte del repertorio de fatalidad de destino para el Sur Global o el Tercer Mundo, la propia Estados Unidos se acerca más a nosotros que a su clase dominante, ahora que el sancionismo y la excepción se vuelca contra sí mismo. Allá, por cierto, en la autodenominada por su establishment como la “nación excepcional”.

Ya en otro lado hablamos de cómo el Hitler que tanto les sorprendió cuando llegó a la puerta de su casa (así se vista de rosado, sea políticamente correcto y hable en deconstruido; Hitler neoliberal), ya tenía décadas acosando al sur del planeta.

La renombrada escritora Margaret Attwood se opone a la noción exclusiva de distopía, en favor de lo que ella denominó como “ustopía”, la contracción de utopía y distopía, puesto que en cada universo en apariencia exclusivamente distópico, como en 1984, siempre aparece un nicho, una hendija, donde nosotros los afuereños veremos que alguien ostenta una vida perfecta y placentera, a costa del orden fatal sobre el resto.

Y esto tal vez nos lleva entonces a tomar de nuevo en consideración uno de los pilares fundamentales de donde el propio Agamben toma como punto de partida la lógica intrínseca del estado de excepción: en Walter Benjamin:

“La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda”, dice en su octava tesis sobre filosofía de la historia.

El estado de excepción global también se ha convertido en la operación más grande de transferencia de riqueza por desposesión de la historia: el necropoder que ahora quiere definir que por (muy) arriba todo vale para contener los abajos, ahora sí en todas las latitudes posibles.

Ya la crisis venía asomándose comprometiendo a la propia visión de mundo que le da sustento (y la lava de responsabilidades políticas y económicas). La aparición del SARS-CoV-2, sea cual sea finalmente su origen, terminó de arrimar el colapso a todos los confines de la actividad humana. La legalización de la piratería de los estados “avanzados” no es más que otro pequeño reflejo sintomático.

Detrás de eso, “el congelamiento económico causado por el coronavirus ha triturado más gente en un período más corto de tiempo que cualquier otra crisis que se pueda recordar. La población trabajadora necesitará mucho más alivio que en el último colapso para no solo mantenerse ellos sino las propias fundaciones que hacen que continúe la economía global”, dice la especialista financiera Nomi Prins.

Con o sin Covid-19, estas también son acciones políticas, y tal vez la certificación más evidente de que la “utopía concreta” es un asunto exclusivo de la cúpula detrás de Wall Street. Llegó la hora de expulsar del vocabulario cursilerías sobre la libertad. Ya lo dijo Ramón: “No se puede construir un mundo con el mismo lenguaje con el que fue destruido”.

La libertad ya es otra cosa, y “no hay libertad legítima sino cuando ésta se dirige a honrar la humanidad y a perfeccionarle su suerte”, nos recuerda El Libertador.

Ya nada debería hacernos esquivar que los muertos en las calles de Guayaquil, y el consuelo de la gobernación de Guayas para con las familias dolientes sean suministrar urnas de cartón no es tampoco un problema de gestión, sino una declaración de principios, del mismo modo con el que el cretino senador Lindsey Graham quiere hacer responsable a la República Popular China de los nuevos más de 6 millones de desempleados en Estados Unidos, mientras el Dow Jones pasa por su mejor semana.

Este es el meme gringo del momento:

La mejor semana del Dow Jones “coincide” con la pérdida del empleo para más de 16 millones de estadounidenses

Nunca habíamos estado tan cerca.

Mientras tanto en Venezuela (un cierre provisional para esta nota insoportable)

Así como lo peor pareciera ir configurando su propio rostro, me niego a negar que todo este momento, que también tiene mucho de fertilidad tremebunda, es también uno que carga en su entraña una instancia de revelación con la misma urgencia con la que se mueven los agentes de la muerte.

En el orden global están quedando claramente cuáles pueden ser, o ya son, las fuerzas que responden ante la propagación letal del sistema y de la pandemia, avanzando en la gestación, tal vez, de un verdadero modelo probable o posible. De las crisis también emergen virtuosismos verdaderos.

Y mientras sigamos atravesando este interregno entre un mundo y otro, aquí en el país donde yo vivo, atestiguamos un éxodo en reversa donde hermanas y hermanos instrumentados por intereses supremamente lejanos y (en muchísimos casos) la urgencia de las necesidades más cercanas posibles, realizan el viaje de regreso a su casa, el tiempo de emergencia también abre la interrogante sobre, a pesar de todo, cuál será ese país por el que tenemos la obligación de imaginar.

Mientras que las extensiones agónicas de la parapolítica venezolana mueren de irrelevancia, y el “pacto de consciencia” (también palabra del Libertador) que ha hecho que entre la preparación que ya hemos tenido así sea traumáticamente como sociedad rinda sus frutos mientras que en otros lados del planeta el shock y la negación los deja relativamente postrados, y a pesar de la censura serial con la que esos mismos lugares niegan el lugar que ha conquistado Venezuela en su capacidad y voluntad manifiesta de proteger a la población, con las dificultades seculares y la precariedad que ya conocíamos y que también nos llevan al límite, aquí hemos logrado demostrar que no todo está dicho. Ni perdido.

Que, en el contraste que establecemos (junto a otros países), otra evidencia queda clara y la recuerda “la cantidad enorme de dinero que cuesta ser pobre”, como diría César Vallejo, el nicho que se supone que es privilegio de la “ustopía” de los otros, puede cobrar otra nueva dirección, tal vez capaz de descarrilar al tren de la muerte desplazándose, con su John Wayne impotente y obstruido de forma terminal.

Tal vez compartir y comprender este presente común indique alguna ruta de salida del caos, la soledad y la muerte.

O, como cierra la frase de Arendt que inauguró este infeliz ensayo: “Pero este presente factual y común no está basado en un pasado común, y en lo más mínimo garantiza un futuro común”.

Fuente: https://medium.com/@misionverdad2012/coronavirus-tesis-sobre-el-presente-fe946ec77af3


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