Descabezar las estatuas coloniales, ¿preámbulo de un nuevo “Black Power”?
Se está cumpliendo el 60 aniversario de la “ola de Independencias” africanas. El 30 de junio de 1960 fue la del Congo. Preocupado por la irrupción con fuerza a nivel mundial del movimiento Black Lives Matter tras el asesinato de Georges Floyd en Estados Unidos, el Rey de Bélgica sacude los titulares de los medios al pedir públicamente perdón por las innombrables fechorías de la colonización belga en Congo, Ruanda y Burundi. Se anuncia la formación, ipso facto, de una comisión parlamentaria para estudiar la permanencia de la vieja propaganda colonial en la sociedad belga y sus consecuencias en las nuevas formas de discriminación nacional. ¿Estará renaciendo el Black Power en pleno siglo XXI?
Al contrario de en ese pequeño país que es Bélgica, antes de ni siquiera planteárselo el debate en Francia sobre la permanencia de un racismo estructural en la sociedad ha sido clausurado. Prácticamente los únicos grupos que lideran el movimiento han sido hasta ahora algunos comités de solidaridad como el Comité Adama, que llevan años alertando sobre casos de violencia policial con el fin de relacionarlos entre sí para mostrar el nexo que los une.
Pero el 23 de junio tuvo lugar una acción relámpago para lanzar el debate al centro de la agenda política. Después de haber inscrito con espray el mensaje “Negrofobia de Estado”, un activista de la Brigada Anti negrofobia roció de pintura rojo sangre la estatua de Colbert que preside el lugar desde lo alto, frente a la Asamblea Nacional de París. Acción que desató la inmediata intervención de la gendarmería para detenerlo y llevárselo a la comisaría, mientras le decían que su acción era ilegal. Con toda calma, el activista de camiseta negra respondió “No, lo que es ilegal es el racismo, y ese hombre (Colbert, redactor del Código Negro) hace la apología de la negrofobia”.
Mientras la gendarmería hacia su trabajo “llamad a los refuerzos, rápido”, el hombre respondía “pero si estoy solo, no os preocupéis…” y siguió exponiendo sus argumentos: “miren, Macron nos ha insultado llamándonos ‘separatistas’. Se hace pasar por el bueno, mientras que la realidad es que Francia es un estado negrófobo. Esto, la estatua de Colbert…ha industrializado e institucionalizado la negrofobia. Y el asesinato de negros es la prueba de lo que digo. Y luego se nos dirá que el racismo sistémico no existe…Hay que resistir allá donde estemos. Nosotros lo hacemos a rostro descubierto, porque el juicio que nos harán será nuestra tribuna, ya que los medios organizan falsos debates democráticos con gente…”.
En ese momento, los gendarmes se lo llevaron. Pero lejos de ser el producto de un acto de vandalismo, el mensaje que acompaña su acción seguramente será recogido por otros.
Asestando un golpe al racismo de la policía
¿En qué punto nos encontramos? La situación hoy es tan dramática como desesperante. El movimiento actual se centra con razón en el uso de una violencia policial percibida como sistemática hacia los afro descendientes. Pero enfocarse exclusivamente en esa institución no es suficiente para derribar un racismo cuya característica es estructural e inherente a un sistema de opresión más amplio, de históricas raíces. El racismo fue un arma de dominación que acompañó la explotación desde el llamado “Descubrimiento de América”, como lo evidencian los debates en torno al alma de los pueblos originarios, y luego mediante el infame comercio triangular, institucionalizando la esclavitud y la muerte de millones de seres humanos.
Con el avance de las crisis capitalistas, avanza también la conciencia de que vivimos en un solo mundo donde los frutos del desarrollo fueron “mal repartidos”. O dicho menos prosaicamente: la condición del bienestar y la abundancia de los países desarrollados con su “Belle Epoque” y sus “Trente Glorieuses”, fue el empobrecimiento y el sufrimiento de otros países cuyos modelos de originales de desarrollo, incluyendo sus sistemas educativos, formas de producción y organizaciones sociales, fueron arrancados de cuajo y destruidos bajo el violento sistema colonial.
Aunque el movimiento Black Lives Matter es de una sorprendente vitalidad, la evolución de la sociedad norteamericana ofrece múltiples válvulas de descompresión. Uno de los problemas que los actuales movimientos sociales no pueden ignorar son los métodos de organización y comunicación dependientes de una tecnología que ya ha sido objeto de control e instrumentalización, como lo han revelado Edward Snowden y el caso Cambridge Analítica. Hoy en día, la expresión política es un mercado como cualquier otro, y los datos de usuarios de las redes sociales son vendidos para ser el objeto de campañas específicas destinadas a orientar su voto. De ese modo, mensajes y contenidos aparentemente radicales, pueden ser un anzuelo para desviar o canalizar la rebelión.
Sin embargo, al globalizarse la hermosa iniciativa de descabezar estatuas coloniales, el movimiento BLM permite reconectar las luchas actuales con las pasadas, y ofrece así una palanca para la formación de sus jóvenes miembros. Contrariamente a la década de 1960, el debate no está tan influenciado por las experiencias de países como URSS o China, respecto al papel del Partido o las formas de la organización popular. Por otra parte, en los últimos años el eje central no habían sido las contradicciones económicas entre empleados explotados y empresas enfocadas a hacer un máximo beneficio, sino las “luchas subalternas”. Eso fue así hasta que el entusiasmo se formó en torno a la candidatura de Bernie Sanders. Pero su derrota en las primarias del partido demócrata parece haber frenado esa dinámica.
Es demasiado pronto para saber si el movimiento actual hará renacer de sus cenizas el Black Power. El contexto referencial de los afroamericanos que lo teorizaron a mediados de los años 1960 estaba marcado por las Independencias. Fue la culminación del periodo de la descolonización iniciado en la derrota colonial francesa de Diên Biên Phu en mayo de 1954 y la apertura de un nuevo frente en la guerra de liberación nacional de Argelia, el 1° de noviembre de aquel mismo año.
Las lecciones de la guerra mundial para los pueblos africanos
Los pueblos colonizados no solo habían sido masivamente movilizados en las dos “guerras mundiales” – en realidad guerras de los imperios europeos para repartirse el suculento botín de sus colonias-, sino que observaron de primera mano cómo una arrogante potencia colonial como Francia era sometida a la humillante ocupación militar nazi. De modo que una vez liberada, algunos miembros de esas tropas coloniales, destacados en el combate antifascista, pudieron pensar que su decisiva participación en la victoria les daría derecho a reivindicar sus derechos nacionales. Las masacres de Sétif, Guelma y Kherrata el 8 de mayo de 1945, día de la Liberación, fueron un mensaje bastante claro para los argelinos de que el ocupante colonial no les permitía ninguna vía pacífica, de modo que solo les quedaba el “maquis”.
Pero estaba lejos de ser una conclusión unánime para todos los pueblos. Y las potencias coloniales trataron de desviar esa tendencia. En la Conferencia de Bandung y otras cumbres afroasiáticas se estaba poniendo en la agenda el intercambio de las experiencias anticoloniales, así como la necesidad de alcanzar la emancipación política de África y preparar el terreno para la unidad panafricana en el plano económico. Quienes asumieron la coherencia de ese programa resumido en Diez Puntos, podían haber deducido que se requerían medios excepcionales para semejante desafío. Sin embargo, el Imperio colonial francés supo aguantar el tipo. Para mantener el papel de las élites formadas en su vieja área de influencia, De Gaulle anunció un referéndum el 28 de septiembre de 1958. El objetivo: crear la Comunidad francesa en el antiguo espacio colonial. El único país que votó “No” a la propuesta francesa de manera estruendosa fue Guinea. ¡Bofetada galáctica!
En lo que respecta a las naciones africanas del espacio colonial británico, también la República de Ghana fue un epicentro de resistencia. Lejos de dormirse en los laureles, su presidente Kwame Nkrumah planteó en su ensayo África debe unirse,que la auténtica Independencia no había llegado todavía, y que la batalla que iba a dar comienzo de ahora en adelante seguiría siendo un desafío tan grande como la lucha anticolonial.
Poniendo énfasis en los enormes recursos del continente que le garantizaban una soberanía, Nkrumah señalaba la cobardía de aquellos líderes africanos que no se atrevían a cortar el cordón umbilical con el colonialismo. Ya de esa época databa la división en tendencias opuestas de dos grupos de países africanos: el primero orientado más a la izquierda y conocido como el Grupo de Casablanca – compuesto por Egipto, Ghana, Guinea, Libia, Mali y Marruecos. El segundo, conocido como Grupo de Monrovia, compartía la misma aspiración al panafricanismo, pero bajo la influencia de los antiguos países colonizadores consideraba inútil la federación en una misma entidad política, que integraría “los Estados Unidos Africanos”.
Del movimiento de los derechos civiles al Black Panthers Party en Estados Unidos
Al inicio de la Guerra Fría, el maccarthysmo se había ocupado de conformar una sociedad paranoica que delataba a cualquier vecino considerado sospechoso de ser un comunista con un cuchillo entre los dientes. Se llegó hasta depurar a los excelentes guionistas de Hollywood que escribían historias de la sociedad norteamericana que contenían demasiada crítica social. Empezaba el movimiento por los derechos cívicos, con una juventud afroamericana harta de linchamientos y carteles de prohibición en restaurantes y lugares públicos. El ejemplo de desobediencia civil de Rosa Parks empezó a encontrar emuladores.
Unas revueltas que tenían efectos en la política exterior. La situación de los afroamericanos ofrecía en bandeja a la Unión Soviética la fehaciente demostración de que el modelo de democracia estadounidense era perfectamente compatible con la segregación y el arrinconamiento de una parte de sus ciudadanos, cuyo origen había sido la explotación esclavista. La creciente toma de conciencia de los afroamericanos iba a la par del proceso de descolonización en el llamado “Tercer mundo”. El hecho de que esos países decidieran tomar un rumbo propio -ni yanqui capitalista ni ruso comunista-, uniéndose al Movimiento de los Países No Alineados, les permitía elaborar sus propias ideologías de liberación retomando sus raíces. Un camino que era paralelo al de los intelectuales afroamericanos.
El panafricanismo tendría una profunda huella en la trayectoria de Malcolm X, quien alternaba sus estadías en la cárcel con el estudio de Marcus Garvey. Este último había analizado cómo los africanos que se atrevían a rebelarse frente al sistema de dominación eran sometidos a una extrema presión que en algunos casos les arrebataba sus conquistas en el momento decisivo de la lucha. Planteaba así la responsabilidad de los africanos, rechazando la victimización.
A continuación, el haber constatado que las subsiguientes leyes federales de los Derechos Civiles entre 1957 y 1965 no significaban mejoras suficientes, Stokely Carmichael hizo un balance de la situación de su comunidad en su libro “Black Power” (Poder Negro). Poco antes, en junio de 1966, había pronunciado un discurso en el que oficializaba esta expresión: “Es la veintisieteava vez que me arrestan y ¡ya no iré más a la cárcel! La única manera que tenemos de detener a los Blancos que nos hostigan es retomando el control. A partir de ahora, hablaremos de ‘Poder Negro’”.
Y el Black Panthers Party, fundado por Huey Newton, dio forma concreta a esta nueva forma de lucha, organizando la solidaridad en los barrios desfavorecidos, distribuyendo víveres y también su propio órgano de prensa. El asesinato de varios de sus líderes, al igual que de los de Martin Luther King y de Malcolm X cuyas trayectorias empezaban a converger y representaban por ello un peligro para el establishment, parecía dar razón a un programa que preconizaba la autodefensa y cuyo discurso destruía el miedo inoculado desde hacía décadas sino siglos.
Sin embargo en pocos años el FBI desbarataría la organización mediante un programa de lucha contra insurreccional (Cointel Pro), que no dejó títere con cabeza. Ello explica que una de las líderes que sobrevivieron, Angela Davis, quien pudo ser liberada de las mazmorras gracias a una campaña de solidaridad internacional al ser miembro del partido comunista americano, se viese obligada a dar discurso en el Madison Square Garden, el 29 de junio de 1972, protegida detrás de pantallas de cristal a prueba de balas. Cruel metáfora del maltrecho estado de la libertad de expresión en aquel campeón autoproclamado de la democracia que eran los Estados Unidos. Davis es una de esas figuras que ha permanecido fiel a sus compromisos. Profundizó su análisis del deterioro en el ámbito de la opresión específica que sufren los afroamericanos, mediante el encarcelamiento masivo y la explotación gratuita de su mano de obra en las cárceles privadas. Una verdadera industria carcelaria.
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Activistas de todo el mundo ya han asumido conscientemente el riesgo de sufrir detenciones, multas, sofisticados insultos de intelectuales que les excomulgan de la nación y campañas mediáticas en su contra que les cuelgan el sambenito por haberse atrevido a cubrir de pintura las estatuas de Leopoldo II en Bélgica, de Cristóbal Colón en Estados Unidos o de Colbert en Francia. Es el precio que pagan por llamar la atención de un problema real. Algunos de esos activistas son jóvenes que participan por primera vez en manifestaciones, en un contexto especial marcado por la ansiedad de la crisis relacionada con la pandemia.
Podríamos preguntarnos si la actual fase de movimiento a favor de los derechos humanos de los afro descendientes en el mundo tendrá alguna traducción política autónoma. En el caso de Estados Unidos, podría cristalizarse en una ola anti Trump. Así que el primer objetivo sería sobrevivir a la etapa electoralista. Para ello, la frustrada esperanza depositada en un Obama – símbolo de un recuerdo vago del movimiento por los derechos civiles -, debería dar lugar a un balance crítico de su gestión, integrando los ángulos muertos del debate interno de la sociedad estadounidense, en particular el tema de la injerencia en su política exterior y la presencia de cerca de un millar de bases militares en todo el mundo. Las palabras de un Muhammad Ali pacifista deberían resonar con fuerza: “Mi conciencia no me dejará ir a disparar a mi hermano, o a alguna gente más oscura, o a alguna pobre gente hambrienta en el barro por la gran y poderosa América. ¿Y dispararles para qué? Nunca me llamaron negro, nunca me lincharon, no me echaron perros encima, no me robaron mi nacionalidad, ni violaron y mataron a mi madre y a mi padre… ¿Dispararles por qué? …¿Cómo puedo disparar a esa pobre gente? Llévenme a la cárcel si quieren.”De ese mismo ángulo muerto del debate adolecen las luchas en otros países como Francia o Bélgica, ralentizando la perspectiva de una dimensión política que se plantee darle la vuelta al tablero.
La marginación, la falta de perspectivas por el desempleo, la discriminación en diferentes ámbitos de la sociedad, la permanente mirada de sospecha policial que se cierne sobre la juventud afro descendiente en Estados Unidos y Europa, el abuso de actuaciones policiales sistemáticas que les toman por blanco, y la impunidad policial son los ingredientes en la olla de estas revueltas. La expresión política de ese movimiento a favor de la igualdad y la justicia es un sobresalto democrático necesario.
Alex Anfruns es conferenciante y periodista en Bruselas. Coautor del documental « Palestina, la verdad asediada. Voces por la paz » (2007, disponible con subtítulos en catalán, español, inglés y árabe) y del libro « Nicaragua 2018: ¿levantamiento popular o golpe de Estado? » (2019, disponible en inglés y español). Redactor jefe del mensual Journal de Notre Amérique de 2015 a 2019