Juanlu González •  Opinión •  15/10/2021

La geopolítica del precio de la energía en Europa

Una de las noticias más recurrentes de los medios de comunicación europeos en los últimos meses es el encarecimiento de los precios de la energía. No es un tema baladí. El nivel de la subida es tal, que está afectando directamente a muchas personas que no pueden afrontar subidas en el recibo de la luz de varios cientos de euros al año. Podemos imaginar el impacto en un país como España, donde los últimos estudios arrojan un panorama desolador para 6 millones de personas en pobreza severa y 11 millones en situación de exclusión social. Pero puede ser aún peor, muchas industrias con alta demanda energética están al borde de la rentabilidad y podrían detener sus ciclos productivos si la situación prosigue desbocada durante mucho más tiempo. Las consecuencias en la inflación están siendo enormes, tirando al alza de los precios más de un 3% desde enero y un 4% si consideramos la variación interanual del Indice de Precios al Consumo. Tanto es así que en Europa se baraja un frenazo en las expectativas de recuperación de los efectos económicos de la pandemia.

¿Qué ha sucedido para llegar a este desastroso estado de cosas? Obviamente se trata de fenómenos complejos en los que influyen diferentes tipos de factores. Algunos de ellos, por supuesto, son de tipo especulativo y de disponibilidad de material primas, pero también los hay de tipo político y climático. Si miramos la prensa corporativa y algunos líderes europeos, todo es más sencillo: la culpa la tiene Putin. No hay más preguntas señoría, no tenemos ni debemos saber nada más, no va ya a ser que la realidad pueda estropearles un titular que sirve para casi todo lo que sucede en el Viejo continente aun después del fin de la Guerra Fría.

El precio de la energía se determina en Europa, con leves diferencias entre cada país, mediante subastas mayoristas periódicas que varían en función de la oferta y la demanda y la participación de cada tipo de energía en el pool energético enchufado en cada momento para abastecer las necesidades de cada país. Si, gracias a los temporales de viento, las eólicas se convierten en la principal fuente de energía de un estado, como ocurrió en mayo pasado en España, no es necesario para abastecernos poner en marcha las centrales térmicas de carbón o gas, mucho más caras y contaminantes. El problema son los «precios marginalistas», que  hacen que todos los generadores energéticos cobren lo mismo que la energía más cara de las enchufadas, ganando las más baratas (renovables e hidráulicas) ingentes «beneficios caídos del cielo», un chollazo que habría que modificar o limitar con precios máximos por tipología productiva y relacionados con el coste real de la producción.

Esta explicación nos sirve para entender por qué pagamos precios tan altos a pesar de que cada vez hay más energía renovable —barata— en el pool, pero no las alzas de récords sucesivos que se están produciendo día tras día, sin ningún tipo de final aparente. Es ahí donde muchos sitúan como culpable las fluctuaciones del precio del gas y donde algunos pretenden ver la mano de Putin agitando la cuna. Pero tampoco es así del todo, antes de hablar del precio del gas es preciso citar otro factor importante: el mercado de emisiones de CO2. En efecto, lo que se concibió como una herramienta de descarbonización de la industria y la energía, ha sido penetrado por la economía de casino. Los derechos de emisión que las empresas tienen que comprar para poder verter CO2 posteriormente, se tratan como un mercado de futuros donde el 75% de las transacciones que se producen con ellos tienen fin especulativo y ajeno al mundo de la energía.

Entremos, ahora sí, a hablar del gas y de política. La historia no es de ahora y hay que enmarcarla en la guerra soterrada que Estados Unidos mantiene contra Rusia en decenas de frentes. Uno de ellos es la vieja pretensión norteamericana de convertirse en el principal suministrador de gas a Europa, aunque los ciudadanos tengamos que pagar precios mucho más altos por ello, al tener que ser abastecidos por barcos de gas licuado y no por gasoductos.

La geopolítica del gas tuvo mucho que ver con el golpe de estado neonazi, organizado por los Estados Unidos, de Ucrania, lugar por donde pasa buena parte del gas importado desde Rusia. También con la virulenta reacción de EEUU a la puesta en marcha de un nuevo gasoducto del Báltico, el Nord Stream II, finalizado el 10 de septiembre y a la espera de los permisos para operar en las próximas semanas. Los intentos de boicot a esa tubería han sido brutales por parte de varias administraciones norteamericanas, llegando a amenazar con sanciones a las empresas europeas que participaban en el proyecto. El objetivo de la guerra contra el Nord Stream II es triple: por un lado proteger a la nueva Ucrania gringa para que siga recibiendo ingresos vía peaje y mantenga cierta capacidad de chantaje a Moscú gracias a disponer de la llave del gas ruso hacia Europa. Por otro, evitar en lo posible nuevas exportaciones de hidrocarburos no controladas por Washington y manejar así a distancia parte de la economía rusa. Y, por supuesto, evitar el buen entendimiento o una futura integración entre la UE y Rusia, algo que acabaría con el dominio global norteamericano, especialmente si China sigue jugando bien sus cartas en el Oriente del supercontinente eurasiático. Esto es lo que podría perder EEUU cuando entre en funcionamiento el NSII.

Algunos dirigentes europeos denuncian que Rusia está inflando artificialmente los precios del petróleo para que se agilice la entrada en funcionamiento de este gasoducto del Báltico y que, para ello, ha cerrado el paso de gas por Ucrania. La jugada tendría su lógica… si fuera cierta. Alemania ha sorteado las presiones políticas por mantener relaciones comerciales con Rusia, obligando a Moscú a seguir enviando gas transitoriamente a través de Ucrania. No es creíble que Putin se la juegue justo en este preciso instante tan delicado. De hecho las exportaciones rusas a Europa en los últimos 9 meses están batiendo récords y es muy probable que 2021 se convierta en un máximo absoluto de venta de gas ruso al Viejo continente, sobre todo tras el anuncio realizado por el presidente ruso de que va a aumentar el flujo de gas por encima de los compromisos adquiridos, en una señal de buena voluntad que ha pasado relativamente desapercibida en los medios de desinformación de masas.

Desinflada ya la teoría de la conspiración del enemigo ruso ¿qué nos queda que no se haya dicho ya? Pues es fácil de imaginar. Básicamente, el enorme aumento del consumo de hidrocarburos por causa de la recuperación económica en Europa y, sobre todo, en Asia; además del grave estado de las reservas estratégicas almacenadas —las menores en la última década—. Vladimir Putin culpó a los líderes europeos de negarse a firmar contratos de entrega a largo plazo para las compras del gas ruso, quizá esperando a poder prescindir a medio plazo de Gazprom como suministrador. La cuestión es que prefirieron estar sometidos a los vaivenes del mercado… y así nos ha ido.

Tras la ayuda rusa, el precio del gas ha bajado significativamente en toda Europa, salvo en España, donde la dependencia mayor es del gas argelino y la amenaza de cierre del gasoducto que pasa por Marruecos, por las malas relaciones diplomáticas por las que atraviesan ambas países, podría desembocar en cierto desabastecimiento o encarecimiento del gas por la necesidad de uso del Gas Natural Licuado transportado en barco desde Argelia. Pero esa es otra historia…

La geopolítica del precio de la energía en Europa


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