Luís Alberto Henríquez Lorenzo •  Opinión •  16/02/2017

Se llama Lucía Caram

En mi modesta opinión (inevitablemente modesta a mi pesar y tan desestimable como cualquier otra), Lucía Caram, monja dominica argentina pero desde hace algunos lustros radicada en Barcelona, hasta tal extremo que la que con toda justicia llaman “trotaplatós” de televisión se ha convertido al credo nacionalista-indepedentista (“Amo a Arturo Mas”, llegó a decir en su momento, ojo, a un sinvergüenza político como el Arturo Mas), no es el problema capital de la Iglesia, por más que recientemente la susodicha sor haya dicho, ni corta ni perezosa, en entrevista realizada por el postmoderno Risto Mejide en su programa Chester in love, emitido en el hiperlaicista canal Cuatro a pesar del buen hacer de Iker Jiménez en su programa Cuarto Milenio, que la Virgen María tuvo una relación marital con san José plenamente normal, normalidad que incluyó relaciones sexuales; vamos, que la Virgen al final no fue virgen, la toda llena de gracia no fue tal. 

A decir verdad, la intrépida monja argentina (a la cual gusta más un micrófono que a un niño un caramelo) tuvo el desparpajo de confesar que ella es virgen y supercasta, al tiempo que se permitió negar ¡la virginidad perpetua de la Santísima Virgen! Ahora parece ser que ha perdido perdón, no sin perder la ocasión de arremeter contra los neoinquisidores que según ella la han linchado en ciertas bitácoras de Internet, y por supuesto que sin retractarse públicamente de sus palabras blasfemas, por más que ya algunos eclesiásticos y comunidades dominicas en bloque en España han salido a condenar sus declaraciones.

Indeseables y sinvergüenzas como la sor argentina radicada en Cataluña han existido siempre en la Iglesia, desde la primera hora fundacional de la misma, pero por lo general o siempre la propia Iglesia se defendía contra tales indeseables y sinvergüenzas. De modo que el problema, o sea, el quid de la cuestión no es la Caram, sino por qué existen la Caram en la Iglesia y el jesuita Juan Maciá y toda una cohorte de contumaces herejes (algunos con capelo rojo, de hecho están en todos los estamentos eclesiales: la apostasía es ya bestial en la Iglesia hoy día) que se permiten impunemente manifestar, un día sí y otro también, sus posiciones anticatólicas y aun anticristianas. Y ahí siguen, sin sanción eclesiástica, año tras año, como si tal cosa, como si no pasara nada.

El problema de la Iglesia bien lo expresa un bloguero argentino que firma o titula su blog como The Wanderer. En un post reciente, un forista que firmaba como Anónimo se preguntaba: “Lo que no me cabe en mi cabeza es cómo es posible que los obispos y cardenales no se reúnan y obliguen a que presente su renuncia el papa Bergoglio, que tanto daño está haciendo a la Iglesia”. A lo que respondía el tal Wanderer: “Anónimo, su perplejidad tiene muy fácil explicación: no lo hacen porque no tienen fe”.

¿Exagera Wanderer? Me temo que no. Porque ¿quién no conoce a una Caram, a un Caram en su parroquia o en parroquias vecinas, en su obispado o en la diócesis natal de algún amigo, en el colegio al que acuden hijos de familiares o amigos, en el confesonario, entre sus amistades, en su familia…? En la Iglesia hoy día hay Carams por todos partes, proliferan como hongos, hasta parece que están bien vistas: lesbianas, comunistas y feministas que trabajan en plataformas y órganos de la Iglesia, excuras abiertamente gais que imparten docencia de Religión católica en centros educativos públicos, apóstatas, burócratas y tibios que imparten docencia en la escuela católica… De modo que si no se va a la raíz, al nudo gordiano de toda esta decadencia eclesial (fruto de la apostasía, empero ya profetizada), tras la Caram vendría otra Caram, otro Juan Maciá, y otra y otro, miles, en verdad innúmeros, en una especie de aquelarre del horror.

Por tanto, señores y señoras, lectores y lectoras y resto de indignados e interesados por este gravísimo problema, no está nada mal que gritemos, que pataleemos incluso, pero procurando no equivocaros  de puerta a la que tocar o a la que patalear. Porque es ya un secreto a voces que contra quienes hay que protestar, patalear y pedir cuentas, de verdad y con total firmeza, es contra quienes llevan años y años (ya más de 50, para ser precisos pero sin poder tampoco entrar en más detalles) permitiendo este tipo de personajes en la Iglesia de Cristo sin inmutarse.

A esta señora, que por más señas es argentina y es sor, ¿quién la mantiene en su cargo, en su modus vivendi, en su convento, en su ministerio ávido de platós y de micrófonos…?, ¿por qué no se la llama  a capítulo? Parafraseando los dos últimos versos de un prodigioso y muy quevediano soneto del argentino Jorge Luis Borges (de argentinos va la cosa en este artículo, como ya se habrá observado): “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo, tiempo, sueño y agonía?” Pues esto mismo: ¿Cuáles son los hilos que tienen que seguir moviéndose en la Iglesia para que sigan existiendo como si tal cosa muchas Lucías Carams y Teresas Forcades y Juanes Maciás? ¿Y cuál es el dios que en última instancia mueve toda esa tramoya, todos esos hilos?

¡Bingo!, ¡eureka!, ¡ese mismo es el culpable! ¿A que no era tan difícil de descubrir? Ya lo advertí o adelanté: entre argentinos se mueve esta reflexión.

2 de febrero, 2017. Luis Alberto Henríquez Lorenzo: profesor de Humanidades, educador, escritor, bloguero, militante social.

 

 


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