Kepa Tamames •  Opinión •  17/01/2022

Guays

Yo suponía que el adjetivo no estaba oficialmente registrado por la Real Academia, que es quien se encarga de tan necesaria y sin embargo poco reconocida labor. Me equivocaba. Según la regia institución, es lo guay algo bueno, atractivo, sugerente, y se reserva a cosas o situaciones. Sin más. El diccionario no se ocupa sin embargo de la acepción aplicada a personas, y es este el terreno que a mí me interesa. Seguro que ustedes ya intuyen por dónde voy.

Tengo en la cabeza el vocablo asignado a una forma de ser, a una manera de ver el mundo, y sobre todo de que el mundo le vea a uno. ¿Qué son los guays? ¿Constituyen en sí mismos una tribu urbana, tal vez una clase social? No exactamente. Digamos que la comunidad guay no tiene una identidad común, no asume elementos estéticos distintivos visibles, no comparten sus miembros ideología ni expresiones artísticas, como en el caso de ciertas ―esas sí― tribus urbanas: góticosskinsmodsantifas… Tanto da, pues la lista es infinita. Uno ve a un rocker y no hay duda de que es un rocker. Pero a un guay no se le cala así de fácil, a las primeras de cambio. A un guay hay que tratarlo de cerca para aventurarse en el diagnóstico con unas mínimas garantías. Porque se puede ser guay desde un prestigioso despacho de abogados del centro o desde la caja registradora de una gran superficie en el extrarradio. La condición de guay se la gestiona uno sin necesidad de apuntarse a asociación, club social o entidad alguna. De hecho, creo no errar si digo que buena parte de quienes ostentan el citado título ni siquiera son conscientes de ello. Y dado que no existe de momento un perfil inequívoco, una suerte de «decálogo oficial» sobre la calidad de lo guay, debemos en consecuencia guiarnos por elementos de carácter intuitivo.

El guay ―uso el género masculino por razones de simple practicidad, pero como ustedes comprenderán, no están ellas vacunadas contra tan extendida plaga― acostumbra a mirar por encima del hombro a todo aquel que se halle más allá de su epidermis, firmemente convencido de la opinión propia, al tiempo que pone en duda la ajena, así se trate de la emitida por un reconocido etólogo especialista en invertebrados continentales disertando sobre la promiscuidad sexual del cangrejo de río. De hecho, un guay no se limita a emitir opiniones: sienta cátedra. Sobre esto, sobre aquello o sobre lo de más allá, lo mismo le da la colocación de parterres en plazas y jardines que el conflicto árabe-israelí. El guay asume sin pudor sus ventosidades como excelsas sinfonías musicales, al tiempo que la interpretación virtuosa al piano de los otros apenas provoca en él una mueca acartonada.

En efecto, el guay no suele apreciar la valía ajena, imagino que para mantener al nivel apetecido el pedestal propio. El guay estándar gusta de mariposear por diversas oenegés, y asiste al menos a una reunión de la que proceda (media horita, no más), lo que le dota ―siempre bajo su particular visión― de autoridad moral suficiente como para presentarse en cualquier fiestuqui progre con la tarjeta de «veterano activista solidario».

Un guay, en público, va de austero ―o pudiente, según se tercie y convenga―, aunque en su vida cotidiana hace ímprobos esfuerzos por llevar una existencia regalada, que es lo que se tercia y sobre todo conviene. Un guay siempre está pendiente de expresiones técnicas que incorporar a su vocabulario personal, con el loable propósito de soltarlas luego en el primer foro o convención a la que asista, esperando dejar boquiabierta a la peña, o al menos a parte de ella, pues hay que pensar que el porcentaje de nuestros protagonistas no es desdeñable (y sigue subiendo). En este preciso apartado, todo vocabulario básico que se precie debe incluir indefectiblemente ciertos términos de origen inglés. Los más socorridos, aunque no por ello menos útiles: brainstorminglobbying y benchmarking (en general, todo lo que acabe en ing desempeña su función con brillantez). El guay se las arregla para no perderse nunca determinados actos sociales, particularmente los que tienen que ver con la cultura oficial. Y con la contraria, esa que llaman «alternativa», pues hay que tocar todos los palos para que hablen de uno, aunque sea bien. Se deja ver por acá y por acullá cual si de una pasarela de moda se tratara.

La única religión que profesa un guay ―al menos a la que se dedica con mayor pasión― es la «corrección política» (eufemismo impagable que ahorra sustantivos siempre ásperos como «hipocresía» o «cinismo»). Un guay no siempre conoce su condición, ya lo dejé apuntado, circunstancia que convierte a cualquiera de nosotros en al menos firme candidato, cuando no en miembro honorario. El guay, en definitiva, se mueve como pez en el agua entre las siempre sutiles fronteras de la egolatría y el narcisismo. Todo un arte, justo es reconocerlo.

Aunque, bien pensado, el guay merece en el fondo cierta compasión, pues hablamos de alguien que «sufre» en silencio ―además de otras posibles afecciones menos declarables, de las que nadie está libre― una suerte de tragedia inconfesa. Por el éxito y la valía de los demás, sin ir más lejos. Todo lo que sea la dicha del otro, al guay como mínimo le incomoda, y como máximo le toca los cojones. El mismísimo Procusto se sorprendería de hasta dónde es capaz de llegar su famoso síndrome.

Tentado estuve de titular al artículo La increíble historia de los ciudadanos-celofán, pero como uno no sabe a qué acabará dedicándose en esto de la creación intelectual, pensé que sería mejor reservarlo para mi primer corto de bajo presupuesto.

No les entretengo más, pues tendrán cosas que hacer. Pero si acaso disponen de unos minutos, hagan una lista personal e intransferible de guays en su entorno físico o mediático. Y sorpréndanse.

Kepa Tamames

Escritor


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