Colombia. La masacre de Tumaco, un crimen de lesa humanidad
El sol se había ido y la luna se enredó en un árbol, quedó la obscuridad. Era la noche más oscura que podía recordar, allí en medio yacía su cuerpo inmóvil, frio, dolido, pero su mente vagaba sin descanso.
En comienzo veía imágenes revueltas y disgregadas: esclavos que huían de los campos de la explotación del oro y del caucho negro, un mar inmenso con pescadores, un terremoto, hombres con armas, niños con hambre, chalupas, botes descoloridos, no sabía dónde estaba ni que pasaba, la desazón, la angustia y el dolor le corroían las entrañas. De repente empezó a recordar como recuerdan los vivos. Se veía así mismo entre los suyos, gente campesina roída de tiempo en abandono, sin hospital, sin escuela para los niños, sin mercados, sin acceso a agua potable, sin forma de salir, a no ser por entre lodazales, ríos y caminos empedrados. De repente como si un trueno lo despertara, las imágenes empezaron a difuminarse, lo último que alcanzó a ver fue un camión destartalado, casas de madera, perros flacos, una vaca, gallinas y poco a poco la alucinación se perdía entre nubes y firmamentos para ser reemplazada por otra. Las sensaciones se incrementaron, sintió el viento seco, el crujir de los árboles, el calor sofocante, un espectáculo verde algo monótono y a la vez hermoso apareció con un realismo terrenal: muchos arbustos que no pasarían de uno y dos metros, con unas florecillas blancas salteadas que le daban alguna gracia. Se percató de que era la época de arrancar las plantas, que debían hacerlo prontamente, que un recóndito temor persistía en la gente, los aviones militares arrojando químicos que acababan sus cultivos, aquellos de los que dependía el sustento de la comunidad campesina, la única forma que habían encontrado en aquel lugar estremecido por la pobreza y la miseria para sobrevivir. Veía ahora que hombres, mujeres, viejos y niños, corrían de lado a lado, estaban agitados, turbados, decían que el ejército ya estaba patrullando los límites del pueblo. Se le removió aquel sobresalto que en vida lo indignaba hasta rabiar: para el estado no eran más que delincuentes, narcos y subversivos. Como un deja vú, de nuevo la imagen se desvanecía, las emociones cambiaban, se conjugaban la alegría y el miedo, la decisión y la incertidumbre, los rezos y las consignas. La escena ahora contenía almas y cuerpos entrelazados por la inminente llegada de las tropas del ejército y la policía para eso que llamaban erradicación. Se veía así mismo, entre su comunidad dispuesto a defender los cultivos de coca, ¡impedir que la fuerza pública los erradicara!, un cordón humano de hombres y mujeres, abrazados mediante cordeles de energía se ligaban entre si alrededor de los cultivos, había quienes apretaban la boca como contralando el grito, o quienes miraban fijo la plantación, o quienes se mantenían erguidos de frente, o quienes parecían temblar, estaban decididos a luchar, “toit@s lo habían decidido, toit@s”.
Era octubre, un octubre que parecía quejarse en susurro bajo el clima húmedo tropical mesclando el calor asfixiante con lluvias que no cesaban. La ropa se pegaba al cuerpo y una nueva jornada les esperaba en medio de los azares propios de tiempos de guerra, una guerra oculta, no declarada, que con un vistoso disfraz de paz se asestaba con mayor violencia en las zonas rurales del país. Algunos días antes de aquel fatídico 5 de octubre, habían participado en los preparativos del Paro Nacional convocado por diferentes organizaciones campesinas, negros, mestizos, e indígenas abocados a cultivar la coca. Dos de ellos se trasladaron al sitio de reunión contando con los recursos y esfuerzos de toda la comunidad. Atravesaron el rio, cruzaron por recodos de los manglares, pasaron por franjas de arena llenas de basuras plásticas y latas, fue una travesía extenuante para llegar al pueblo en que podrían tomar el bus que los llevaría a la ciudad más cercana y de allí seguir hacia la capital. No importaba, después de la histórica lucha campesina del 2013, habían aprendido que la unión hace la fuerza, que la organización les daba capacidad, que en cada lucha, surgía de nuevo la esperanza.
Reunidos en la fría y desconocida ciudad, en el salón de una sede sindical que para tal fin habían conseguido, la indignación y la exasperación de los labriegos, hombres y mujeres parecía un caldero en ebullición. Un tinglado de afrentas, abusos e infamias salió a relucir: El incumplimiento del gobierno de lo acordado, era una burla grotesca revestida de engaño y cinismo. Extensiva al incumplimiento del acuerdo que firmó el gobierno con las FARC al que se habían acogido, otra burla fríamente calculada por el gobierno, para dar al traste con la lucha rebelde de aquella organización. Los asesinatos de sus gentes por defender sus derechos. La represión a ultranza. El hostigamiento y coacción por parte de las fuerzas militares en sus territorios, la militarización y paramilitarización de los mismos, todo lo cual convertía la vida en una zozobra constante, al filo de la navaja, en una tragedia colectiva. Trascurrió ese primer día en medio de la solidaridad, el ánimo, el enriquecedor debate y el sabor del café con rosquillas o empanadas, de cuando en vez. El segundo día abordaron el acuerdo sobre la sustitución de cultivos de uso ilícito, aquel que conllevaba fatalidad. Una dirigente reitero que el gobierno se había comprometido a implementar proyectos productivos para sustituir los cultivos de coca en aquellas comunidades que voluntariamente se acogieran al programa; con otros aditamentos: asistencia alimentaria inmediata, guarderías infantiles, comedores escolares, estímulos a la economía solidaria y en fin, pintando pajaritos en el aire, ahora con toda desfachatez decían que no tenían ni los recursos económicos ni operativos, para atender esta contingencia. Se entendía la desconfianza y el recelo de algunas comunidades para no entrar al programa erradicando sus cultivos. Sin embargo y lo anterior siendo tan grave, no era lo más grave, lo que desbordaba el límite de la ruindad era lo que ocurría con la erradicación forzada por parte del ejército y la policía, no pactado en ningún momento. Hubo un silencio, todos y todas lo sabían, había habido enfrentamientos en no pocos lugares por esta situación. Llegaba la tropa: ejército y policía cual hordas embestidas de impiedad. A las comunidades que se resistían, las intimidaban y agredían violentamente, arrancaban sus cultivos sin importarles que quedaran a la buena de dios, o mejor del diablo. En síntesis, estaban ante un panorama de grave violación de sus derechos, con amenazas, intimidación y violencia, que imprimían el sello de la ignominia a un gobierno que se autoproclamaba de paz. La idea de invertir los términos: primero la sustitución y luego la erradicación tomo fuerza. Caracterizada la situación y ya con el tiempo medido para volver a sus terruños, procedieron a sacar las conclusiones y establecer acciones para lo venidero, entre las que se destacaban: continuar la denuncia, no permitir la erradicación forzada que les arrebataba su sustento y realizar el Paro Nacional en las fechas programadas. De vuelta, en el encuentro con su comunidad, una llama viva irradiaba esperanzas e ilusiones, los ánimos se fundieron para seguir la lucha, “toit@s lo decidieron toit@s”.
Las imágenes ahora se tornan más intensas, como recuerdos encendidos y sufrientes. Ve manos con las uñas rotas de escarbar la tierra, siente como los arboles empiezan a crujir fuerte, escucha las plantas que alguna vez fueron sagradas emanar cánticos de tristeza, ve sombras grotescas. Las tropas del ejército y la policía se acercan más y más, hasta acantonarse en un filo al frente, la algarabía y la preocupación sacude de nuevo la escena. Luego cruce de palabras, protestan, impiden con sus cuerpos que se acerquen a la plantación, escuchan improperios, amenazas, reciben afrentas e intimidación. En aquel estado en que se encuentra, no sabe si esta sucediendo aquello o es una delirio, pero está sobrecogido como en un sueño abismal y escucha una voz recia que lo vuelve al estado terrenal, es la voz del comandante del operativo de erradicación que les dice que en dos horas va a hacer una mesa de diálogo con todos los están allí. Se ve nuevamente así mismo entre su gente, ora se quedan mirando el espacio infinito, ora mirándose unos a otros, ora gritan algunas consignas, hay quienes hacen corrillos para poner en claro lo que van a decir cuando llegué el dialogo, algunas mujeres aprovechan para atender urgencias de los niños y vuelven prontamente, algunos hombres cortan palos y hacen un montón con piedras presintiendo el peligro. Cuando se cumplen las dos horas, en cambio del dialogo escucha nuevamente la voz del comandante dando una orden de ataque, el ejército y la policía empiezan a disparar indiscriminadamente, un estruendo, un infierno, su extraño estado se exalta, ve a sus compañeros como si fueran animales en agonía que se aferran a la tierra hasta desparecer, pero otra vez son seres de carne y hueso, y la policía les vuelve a tirar a los que están vivos para rematarlos, la sevicia está enceguecida, mujeres y hombres heridos por aquí y por allá como en un campo de batalla, sangre corriendo, serían 20, 30, 40 o más los heridos, iban en aumento. La pesadilla parecía interminable. Su última visión antes de que le invadiera la obscuridad total, fue el tormento de su gente en las miradas.
Si el silencio pudiera hablar, gritaría de terror, ya que todo, absolutamente todo, contenía infamia. No habían pasado dos días y los medios de comunicación del país, retomando la versión del ejército colombiano, daban la noticia señalando a las disidencias de las FARC-EP, como los autores de la masacre, volvían a nombrar a alias “Guacho”, el nuevo “comodín” utilizado para encubrir, justificar y confundir a la opinión pública. La noticia no ocupaba grandes titulares o espacios como lo ameritaba la masacre sobre campesinos y campesinas sin armas, en poco tiempo no se hablaba de ello. Sabida la Masacre, una comisión humanitaria se trasladó al lugar y de manera intempestiva fue atacada por el mismo ejército. El pronunciamiento del presidente, confuso y revuelto decía entre otras cosas, que ofrecía una recompensa de ciento cincuenta millones de pesos a quien los llevé a la captura de Guacho. El lunes 9 de octubre continuaba la erradicación forzada y el ataque a los campesinos, en contraste los gobernantes del país, tiranos de cuello blanco, desayunaban suculentos platos y se trasladaban en confortables autos para seguir gobernado con las cartas de la infamia.
Notas
Este cuento no es precisamente un cuento, con leves diferencias, es la realidad de un hecho, un crimen de lesa humanidad, que como otros tantos en Colombia devela el horror del régimen en que estamos insertos. Hoy han pasado solo meses del hecho y pareciera que quedara en el olvido en medio de unas elecciones o una comedia bufa a la que llaman democracia. Quizás los que vivimos en las ciudades no alcanzamos a darnos cuenta de la tragedia que viven nuestros hermanos campesin@s, indígenas y afrodecendientes en las zonas rurales, quizás tampoco los sintamos como hermanos. Refleja una realidad contundente: el Terrorismo de Estado en Colombia. Lo he traído de nuevo a colación. La matanza de ocho campesinos y un gran número de heridos en una zona del corregimiento de Llorente en Tumaco, ¡clama ¡justicia¡. Y como dice la canción de Mercedes Sosa: “Solo le pido a dios que la guerra no me sea indiferente, es un monstruo grande y pisa fuerte sobre la pobre inocencia de la gente.”
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