El fracaso absoluto
- La caída de Kabul y el rápido colapso de la República Islámica de Afganistán representan el fracaso total del modelo de política internacional e intervenciones militares de Estados Unidos y sus aliados iniciado en 2001.
El colapso de la República Islámica de Afganistán y la caída de Kabul a manos de los talibanes es una tragedia que ha conmocionado a todo el mundo. Las insoportables imágenes de miles de personas intentando huir de Kabul en los últimos días, sumada a la manifiesta incapacidad de Estados Unidos y sus aliados occidentales de gestionar y asumir su responsabilidad directa, causan indignación. El preocupante destino de la población urbana de Afganistán se suma a una sensación de que los efectos de esta tragedia tendrán una grave trascendencia más allá del país asiático.
Lo cierto es que la caída de Kabul es una catástrofe largamente anunciada. Estos días corren ríos de tinta sobre el origen profundo del estado de guerra permanente que Afganistán vive desde los intentos revolucionarios de finales de los años ’70. La desastrosa intervención militar soviética entre 1979 y 1988, la reacción fundamentalista financiada y armada por Occidente y los orígenes de las milicias fundamentalistas que, aprovechando el caos generado tras la caída de Najibullah en 1992, han condicionado el destino del país desde hace 25 años, son importantes. Pero de forma muy llamativa, se hace escasísimo hincapié, de forma más o menos deliberada, en las decisiones que han conducido directamente a este resultado y quienes son sus responsables.
Cuando el 7 de octubre de 2001, menos de un mes después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, Estados Unidos y un amplio conglomerado de fuerzas internacionales iniciaron la operación militar Libertad Duradera, se establecieron dos objetivos básicos. Por un lado, neutralizar a Al Qaeda, un grupo salafista creado e instrumentalizado por los propios servicios de inteligencia norteamericanos para combatir la influencia soviética en el mundo musulmán, capturando o acabando con sus principales líderes y desmantelando sus instalaciones en el país. Por otro, establecer en el poder a un grupo más afín, menos proclive a dañar sus intereses, tarea para la que se rearmó a la denominada Alianza del Norte.
La Alianza del Norte no era más que una variopinta amalgama de milicias islamistas conformadas con el apoyo de occidente para combatir, en primer lugar, a las fuerzas armadas soviéticas y, posteriormente, al gobierno de Najibullah y la República Democrática de Afganistán. Para finales de 2001, estas fuerzas que, en mayor o menor medida, habían mantenido el pulso a los talibanes desde 1996, se encontraban prácticamente desmanteladas. Arrinconada en un reducido reducto del norte del país, controlando menos del 10% del territorio, la Alianza había perdido al único elemento que la mantenía unida: Su carismático líder, Ahmad Shah Massoud, otrora héroe de la propaganda pro muyahidín desplegada en Occidente, que había sido casualmente asesinado por orden de Bin Laden el 9 de septiembre de aquel año, dos días antes de los atentados del 11-S.
La lógica absurda de la intervención militar estadounidense, que volvería a aplicar muy poco tiempo después en Irak, partía de la premisa de que, una vez derrotados militarmente y expulsados de las capitales, los talibanes se disolverían como un terrón de azúcar. Lo cierto es que, desde el primer minuto, una fuerza guerrillera surgida en el entorno rural y acostumbrada a la lucha asimétrica, mantuvo la capacidad operativa y el control de la mayor parte del país fuera de las capitales regionales. Durante los siguiente 20 años, mantuvieron un conflicto de variada intensidad mientras las fuerzas militares occidentales se bunkerizaban.
Ya en el año 2004, expertos militares estadounidenses advertían que el conflicto daba muestras de enquistamiento, con la estrategia basada en el castigo mediante superioridad aérea dando visos de estar fallando y los islamistas reforzándose en un ambiente propicio para obtener recursos a través del tráfico de opio. Esa percepción se había vuelto evidente desde hace más o menos una década. Desde 2011, las distintas administraciones estadounidenses han tratado de salir, de forma crecientemente desesperada, de una ocupación militar cada vez más incómoda. Obama, en primer término y Trump después, negociaciones de paz con los talibanes mediante, trataron de retirar a sus tropas de un país en total convulsión.
La percepción de fracaso militar en Afganistán trascendía los análisis de expertos militares y geopolíticos para aterrizar en lo mundano. Soldados españoles desplegados en Qala-e-naw, en la norteña provincia de Badghis comentaban a su regreso en 2010 lo fútil de su misión a medio camino entre la frustración y la indiferencia. “Todos los días se repite la misma operación, nos despliegan para vigilar y proteger a un equipo de reconstrucción. Durante la noche volvemos a acuartelarnos en la base mientras ellos [las milicias talibanes] destruyen lo que han construido. A la mañana siguiente, volvemos para vigilar que se reconstruya. Un puente, una carretera, un depósito de agua… Por la noche van a hacerlo trizas”. A principios de julio de este año, Qala-e-naw fue la primera capital provincial tomada por los talibanes en la ofensiva relámpago que les ha conducido a recuperar el poder.
Mientras tanto, Occidente desarrollaba, casi como una opereta, el establecimiento de un régimen parlamentario en el país.
Es en este último factor donde se evidencia el absoluto fracaso de Estados Unidos y sus aliados. Dos décadas después del inicio de la ocupación militar, el régimen creado bajo su amparo ha colapsado en cuestión de semanas. La ocupación militar internacional ha sido absolutamente incapaz de crear un estado con los mínimos visos de viabilidad para Afganistán. La ocupación militar ignoró durante todos estos años a la población local y jamás mostró la más mínima intención real por que se desarrollase y consolidase una sociedad civil en el país. Los juegos de alianzas con señores de la guerra, poderes locales de facto y figuras políticas totalmente enajenadas de la realidad del país (Hamid Karzai, un aristócrata y directivo de petroleras que había ejercido de relaciones públicas de los muyahidines en los ‘80, fue mantenido como “presidente” del país durante más de 12 años), constituían la base de la colaboración con la ocupación militar, reproduciendo una inestabilidad crónica. Mientras tanto, y amparándose en estos poderes de facto, se promovía la ficción de un régimen parlamentario centralizado, que en realidad nunca tuvo el más mínimo poder.
Tras su desbandada, los Estados Unidos y sus aliados han pretendido convencer a todo el mundo de que ese teatrillo inviable y abandonado completamente a su suerte, debía resistir la ofensiva y consolidar su poder. En este sentido, a pesar de los paralelismos puestos de manifiesto con Saigón, la caída de Kabul parece tener más similitudes con el colapso de la República Jemer de Lon Nol y la caída de Phnom Penh dos semanas antes. La insensibilidad e indiferencia con la que se ha dejado atrás a los aliados in situ es notable.
El resultado no puede definirse de ninguna forma que no sea absoluto fracaso. Los dos objetivos marcados por la intervención militar no solo no han sido alcanzados, sino que el panorama ha empeorado de forma clara. Al Qaeda y otros grupos armados salafistas cuentan hoy con mucho más poder e influencia mundial que en el año 2001. Y los talibanes regresan al poder representando la expulsión y victoria sobre las tropas estadounidenses, un mayor control territorial que en 2001 y con un más que probable reconocimiento internacional que no obtuvieron en 1996.
Nadie gana, salvo los talibanes, el wahabismo qatarí y, en parte (y probablemente de manera envenenada) Pakistán, en el escenario global resultante. Ni siquiera Riad, antigua impulsora y socia de los talibanes, inmersa desde hace años en su propia crisis autoinducida (con su patrocinio al aún más radical ISIS y a sus aventuras militares en Yemen con funestas consecuencias), pero que difícilmente contará con influencia en el nuevo Emirato. Irán, China y Rusia no han perdido tiempo en poner en marcha los motores de la realpolitik, poniendo en valor la retirada militar de Washington y aspirando a gestionar diplomáticamente sus relaciones con un régimen potencialmente muy perjudicial para sus intereses. De Estados Unidos y su apéndice europeo no hace falta ni hablar.
Por su parte, a pesar de los deliberados esfuerzos por blanquear la imagen de los talibanes en las últimas horas, a los que se comienza a presentar en los medios de comunicación de todo el mundo como una especie de simpáticos gremlins fundamentalistas que se divierten en gimnasios y sacándose fotos en monumentos de la capital (previo paso necesario de cara a calmar los ánimos de la opinión pública ante el inminente reconocimiento y establecimiento de relaciones diplomáticas con el Emirato Islámico de Afganistán), y la mayor inteligencia diplomática que muestra el mullah Ajundzada frente a los tiempos de Omar, el futuro de Afganistán es oscuro. Los avances sociales, sensibles por más que tímidos, establecidos en las capitales bajo el control efectivo de la ocupación militar, desaparecerán de un plumazo. Así mismo, el islam político más radical recupera una pieza clave, en esta ocasión revestido de legitimidad.
¿Y ahora qué?