Juan Torres López •  Opinión •  17/12/2020

El gran capital se asusta: no sabe vivir sin la teta del Estado

¿Qué está pasando en España y por qué, para que docenas de militares interfieran en la vida política, hablando alguno de ellos de fusilar a la mitad de sus compatriotas? ¿cómo puede ser presidenta de una comunidad autónoma como la de Madrid alguien que considera que los españoles que no pensamos como ella somos “cuatro estúpidos”? ¿Lo que caracteriza al gobierno de Pedro Sánchez es lo que denuncia Pablo Casado: “la ocupación de los órganos reguladores y el Poder Judicial, el ataque a la libertad educativa, al español, a la libertad de expresión, a la propiedad privada, a la propiedad inmobiliaria, al libre mercado y al Estado de Derecho”?

¿Todo eso es verdad? ¿Se han hecho ahora más concesiones a los independentistas que quieren romper España que las que José María Aznar o incluso Felipe González hicieron a Puyol, que además era un delincuente y cabecilla, a su vez, de una banda de auténticos ladrones, como se ha tenido ocasión de comprobar? ¿Tiene ahora más fuerza el independentismo que cuando gobernaba Mariano Rajoy? ¿No es sorprendente, entonces, que sea ahora y no antes cuando la extrema derecha, militares fascistas y docenas de tertulianos y periodistas ataquen al gobierno por esa razón?

¿Acaso no es el Partido Popular quien tiene una mayoría militante y de bloqueo en el Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional y quien expresamente dice que sólo quienes representen sus mismos intereses pueden estar en esas instituciones? ¿no es esto último lo totalitario? ¿No ha sido con el gobierno del Partido Popular cuando ha habido más detenciones y encarcelamientos por delitos de opinión? ¿Cómo se puede decir que es ahora cuando está en peligro la libertad de expresión?

Ni siquiera puede darse por cierto que sea la izquierda quien ha desencadenado la crisis de la monarquía. ¿Acaso estaría tan debilitada y puesta en cuestión si Juan Carlos de Borbón no hubiera sido un vicioso del sexo, todo lo contrario de una persona y un marido ejemplar, un más que presunto defraudador fiscal y un comisionista en perjuicio del Estado al que representa?

Tampoco el gobierno español está sacando el pie del tiesto en materia económica. ¿Cuáles son las medidas concretas de este gobierno que no se hayan adoptado antes en cualquier otro país europeo?

Los presupuestos que se acaban de aprobar son los más expansivos de nuestra historia, lo cual quiere decir que nunca las empresas habrán tenido más ingresos provenientes del bolsillo de todos los españoles, precisamente, porque lo necesitan en un momento de emergencia sanitaria y grave crisis económica.

Los nuevos presupuestos fortalecen el sector sanitario con un incremento nunca visto (75%), lo mismo que ocurre en otras partidas que no solo tienen un gran impacto positivo sobre el bienestar social sino sobre la actividad empresarial económica: 105% de incremento en políticas de comercio, pymes y turismo, 103% en industria y energía, 70,2% en educación, 59,4% en innovación y ciencia, 29,5% en fomento del empleo, 34% en atención a la dependencia, 15% en carreteras, 36,5% en ferrocarriles, 25% en vivienda social… Incrementos de gasto que si merecen una crítica no es por lo que suman sino, en todo caso, porque son insuficientes ante la situación de nuestra economía si se comparan, por ejemplo, con lo que se hace en Alemania, donde el gobierno ha garantizado a las empresas el 75% de su facturación del año anterior. Y todo ello se ha hecho con un aumento de la deuda, lógicamente excepcional, pero que está por debajo de su aumento medio en la eurozona ¿Eso es atacar a la propiedad privada, a la propiedad inmobiliaria o al libre mercado, como dice Casado?

No quiero decir que el actual gobierno español esté exento de errores y que no merezca crítica. Yo mismo la he hecho en diversas ocasiones y sigo pensando que no ha realizado bien todas las cosas en las que debiera haber acertado. Es un hecho que España registra en esta pandemia unos de los peores resultados combinados de caída de la actividad económica y daño sanitario en todo el mundo. Por algo debe ser, aunque tampoco nadie pueda asegurar que las cosas hubieran sido distintas con otro gobierno, como demuestra lo ocurrido en las comunidades autónomas, gobernadas por partidos diferentes.

Para poder explicar el por qué de la enorme crispación política que vivimos en España creo que hay que considerar tres cuestiones.

La primera es que no responde a un hecho cierto, tal y como acabo de decir. Las políticas económicas del gobierno no son realmente radicales, entre otras cosas, porque las personas encargadas de diseñarlas y ponerlas en práctica vienen demostrando desde hace años que comulgan como quien más con la ortodoxia europea dominante. Tampoco es verdad que la unidad de España esté ahora más en peligro que en momentos anteriores, cuando se dieron muchas más alas y privilegios a los independentistas. Y es imposible que este gobierno pueda estar saltándose a la torera la Constitución o las leyes, porque para evitarlo están las instituciones judiciales precisamente dominadas por la oposición.

En segundo lugar, hay que recordar que el ataque feroz de la derecha contra el gobierno de izquierdas no es nuevo. Parece mentira que haya que recordarle a personas como Felipe González o Alfonso Guerra, ahora convertidos en arietes contra el Partido Socialista, que ellos mismos sufrieron ataques prácticamente idénticos a los de ahora y con casi iguales argumentos cuando gobernaban. Son exactamente los mismos grupos y medios que decían que los socialistas iban a quitarle los televisores en color o las casas de veraneo a las familias, hundir la economía, cerrar las iglesias o aliarse con ETA, los que ahora acusan a Pedro Sánchez con el mismo rosario (nunca mejor dicho) de mentiras y exageraciones.

Por último, hay que tener presente quiénes son los protagonistas de la crispación y desde dónde la difunden. Y ahí es donde entra en juego una clase política y un sistema de medios de comunicación promovidos, alentados, sostenidos y magníficamente financiados por los grandes poderes empresariales y bancarios y por la alta jerarquía de la Iglesia católica. Hay crispación porque estos lo consienten. Y la consienten porque les interesa.

Ninguna de las atrocidades y mentiras que se difunden para crispar la convivencia entre los españoles se podrían difundir sin la ayuda de esos poderes que llevan manteniendo una clase política y a las altas autoridades del Estado para que actúen y gobiernen en su beneficio.

La razón de fondo que explica la crispación tan grande que se vive en España es que la fomentan esos grupos de poder porque tienen miedo. Ni las grandes empresas españolas ni los bancos saben vivir ni podrían salir adelante sin colgarse de la teta del Estado. ¿Dónde estarían los “florentinos” sin influir en quienes escriben en el BOE o resuelven los concursos públicos? ¿Cuánto ganarían los bancos sin los favores legales de los gobiernos y qué sería de los banqueros sin la generosidad de tantos jueces, o sin políticos como los del ayuntamiento de Madrid y de tantos otros que lo primero que hacen es volver a subir la deuda municipal que la izquierda ha reducido previamente?

Las grandes empresas y los bancos saben perfectamente que la irracional lógica económica de nuestros días les obliga a estar constantemente al borde del abismo, en la cuerda floja del endeudamiento creciente ante una economía lastrada por la contención salarial y el dominio de las finanzas y que, ante eso, necesitan gobiernos dispuestos a ayudarles y salvarlos en cualquier momento y sin mirar el dinero público que se gaste en ello.

Los poderes económicos de nuestro tiempo han creado una economía diabólica que actúa contra ellos mismos. Nunca ha habido más crisis económicas y financieras, es decir, no sólo más desempleo y vidas destrozadas, sino más empresas destruidas que en los últimos cuarenta años de neoliberalismo. Para sobrevivir, las empresas de nuestro tiempo no sólo necesitan concentrarse cada día más, dominar los mercados y acabar con la competencia, sino disponer de todos los resortes del Estado. Lanzan y financian a docenas economistas para que propaguen las virtudes del mercado frente al Estado, pero la realidad es que no quieren que éste desaparezca, sino que se ponga a su servicio para acabar con la competencia, dominar los mercados y salvar con su ayuda las cuentas de resultados.

A ese fin se dirigen la crispación, el desprestigio de la política y de las instituciones y, en fin, el auténtico desmantelamiento de la democracia que estamos viviendo. Un trabajo sucio para el que se ha promovido y financiado a los movimientos populistas de extrema derecha en todo el mundo. No nos engañemos: no podrían existir o serían puramente marginales sin la aquiescencia y el apoyo material y financiero del poder económico.

En España, la crispación no se justifica por lo que realmente está haciendo el gobierno sino porque las grandes empresas y los bancos tienen miedo: saben que necesitan un salvamente gigantesco y permanente y quieren tener en el gobierno a empleados dóciles y a su servicio. Sobre todo, en momentos de emergencia y crisis como los que vivimos. Y no van a parar hasta que lo consigan si las izquierdas no espabilan y no se dan cuenta de que no basta con gestionar, sino que es preciso empoderar y movilizar a la sociedad a la que representan.

Pero no vale culpar de lo que ocurre tan solo al gran capital que, al fin y al cabo, no hace sino defender sus propios intereses. Son las izquierdas las han bajado la guardia, las que han despreciado el trabajo militante, la pedagogía y la formación de la gente, el debate social abierto y plural, la creación de experiencias para fomentar otro tipo de vida y creación de riqueza, las que también reproducen lo peor de la vida política y las que se han alejado de la gente corriente en el día a día y a la hora de elaborar estrategias y tomar decisiones. Si dejamos aparte la polaridad maniquea, llevaba mucha razón Martin Luther King cuando decía que “lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos”.

El gran capital se asusta: no sabe vivir sin la teta del Estado


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