“El milagro chileno”
La dictadura de Pinochet no sólo no fue acosada económicamente por Nixon, como lo fuera el gobierno de Allende, sino que, al igual que tantas otras dictaduras amigas del continente, recibió todos los beneficios posibles (morales, ideológicos, militares y económicos) de la superpotencia.
Santiago de Chile, 21 de marzo de 1975. El profesor de la Universidad de Chicago y premio Nobel de Economía, Milton Friedman, visita al general Augusto Pinochet en Santiago. Lo acompaña su colega Arnold Harberger, propagador de la idea del análisis objetivo de la economía y del “uso de las herramientas analíticas aplicadas al mundo real”, ilustrado con su famoso y abstracto Triángulo de Harberger. En otros tiempos, como era el dogma de la época, Harberger había asociado el capitalismo con la democracia, pero ahora, debido a las malas experiencias con el mundo real, queda claro que solo uno de ellos importa de verdad.
Chile es un experimento que, sin importar el resultado, será vendido hasta en sus países de origen, Estados Unidos y Gran Bretaña. Las ideas no son novedosas, pero los políticos necesitan ejemplos para citar, frases cortas e imágenes simples. La gran teoría se llama Trickle-down theory (Teoría del goteo) y la imagen se ilustra con una botella de Champagne llenando las copas que están más arriba de la pirámide de copas. El problema de la alegoría es que asume que el cristal de las copas no crece ni se estira de forma ilimitada como la capacidad de los de arriba para acumular lo que nunca chorrea hacia los de abajo. La imagen tampoco considera una figura similar que no existe en inglés y que ningún traductor puede resolver, pero en español se llama “La ley del gallinero”. Lo que gotea no es riqueza, sino mierda de las gallinas de más arriba.
Esta novedosa ideología ya existía a finales del siglo XIX. En medio de la gran recesión de los años 90 y de la extensión del imperialismo estadounidense sobre el mar, el representante por Nebraska y candidato a la presidencia, William Jennings Bryan, en la convención demócrata del 9 de julio de 1896 en Chicago, lo puso en términos por demás claros: “Están aquellos que creen que, si legislamos para hacer que los ricos se vuelvan más ricos, su riqueza goteará hacia los que están abajo. Nuestra idea de demócratas es que, si legislamos para que las masas sean más prósperas, su prosperidad subirá a todas las clases sociales que se encuentran por encima”. Bryan acusó a los legisladores de ser abogados de los business-men (hombres de negocios)” y, según el Chicago Tribune del día siguiente, la asistencia aplaudió sus palabras de forma masiva y continua “como nunca antes… durante 25 minutos”. Bryan perdió las elecciones con McKinley en 1896 y en 1900, las primeras dos elecciones donde las donaciones millonarias de las grandes corporaciones decidieron los resultados a pesar de la mayor crisis económica desde la fundación del país.
En 1964, el profesor e ideólogo Milton Friedman había visitado una de las tantas dictaduras latinoamericanas apoyadas por Washington, Brasil, y había propuesto el mismo plan de privatizaciones y desmantelamiento del Estado. En aquella oportunidad, el nuevo dogma ideológico del neoliberalismo todavía no se había consolidado ni en las dictaduras ni en las democracias latinoamericanas y Brasilia decidió no seguir las sugerencias del célebre profesor estadounidense, sino el camino contrario de la industrialización nacional del economista argentino Raúl Prebisch y, de alguna forma también, del peronismo argentino y del indeseado izquierdoso Getúlio Vargas en Brasil. Por entonces, las universidades latinoamericanas no eran marxistas (como eran acusadas por la CIA y por la oligarquía criolla) sino keynesianas, tanto como el mismo Franklin Roosevelt. El keynesianismo era el enemigo número uno de una nueva ola que tenía a Friedman y Hayek como sus dos mesías.
Ahora, a pesar del repentino “Milagro chileno” sostenido con millones de dólares de Washington, el miedo y la inflación alcanzan los tres dígitos y Friedman recomienda otra solución mágica: una política de shock, es decir, despidos, ajuste fiscal, recortes en los servicios sociales y privatizaciones sin mirar a qué, con la natural excepción del ejército y los demás aparatos represivos del maldito Estado. Esta receta se repetirá más tarde en varios países latinoamericanos como experimento y, de paso, como fuente de ganancias históricas para las grandes empresas amigas del gobierno. Augusto Pinochet, alabado por su rectitud, derivará millones de dólares a sus cuentas secretas en bancos extranjeros mientras las empresas del Estado chileno son rematadas por un precio muy inferior al de su valor de mercado. Negocio redondo, para algunos.
Friedman no fue la única estrella académica en manipular al dictador. Friedrich von Hayek también visitó el Chile de Pinochet varias veces y hasta le recomendó el nuevo modelo chileno a Margaret Thatcher. Como Friedman y como Harberger, Hayek decidió abandonar eso de la democracia como principio y lo convirtió en lo que para muchos siempre fue: una excusa y un instrumento. “Prefiero una dictadura liberal a una democracia que no respete el liberalismo”, declarará el 12 de abril de 1981 a un periodista de El Mercurio, el diario de Agustín Edwards, protagonista del boicot contra Allende y preferido de la CIA por décadas para plantar sus editoriales. De regreso a Estados Unidos, Hayek declarará: “no puedo decir que en mi visita a Chile haya encontrado a alguien que dijera que las libertades individuales bajo Pinochet fuesen inferiores que en tiempos de Allende”. Hayek debía imaginar que los alguien estaban todos muertos o no había ninguno de ellos en los elegantes salones a los que fue invitado en Santiago. También la influyente embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, conocida partidaria de la fuerza militar para resolver disputas filosóficas y morales, visitará Chile en agosto de 1981 y lo pondrá como modelo para el resto del mundo. Unos meses después de su partida, Chile se hundirá en otra crisis económica, la que los mayores diarios del norte informarán en letra chica.
Ninguno de los teóricos chilenos, tan bien educados en Chicago, surgió de la nada con el golpe de Estado del 73. Cuando en los años cincuenta se hizo evidente el sostenido crecimiento de la izquierda en Chile, se comenzó el envío de estudiantes de economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile a la Universidad de Chicago. No a cualquier departamento sino a estudiar bajo el directo tutelaje de Milton Friedman y Arnold Harberger, los ideólogos de la reacción contra la corriente iniciada por el cuatro veces presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, por la cual la superpotencia volvió, por unas décadas, a políticas sociales y por lo cual fue acusado de socialista. En 1958 Jorge Alessandri le había ganado a Allende por una mínima diferencia de votos y en 1964 la CIA financió exitosamente la campaña electoral de Frei contra Allende con al menos diez millones de dólares de la época. En 1970 el dinero no fue tan efectivo y Allende terminó ganándole a Jorge Alessandri, por lo cual la mafia en Washington recurrió al tradicional Plan B para otros países pobres: golpe de Estado y dictadura militar para salvar al país de alguna amenaza de moda contra la libertad.
Gracias a esta dictadura y a otras en América Latina, los Chicago Boys, los economistas entrenados en la ideología de Friedman y Hayek, tuvieron carta libre para actuar en Chile y en otros países. Este grupo, sus ideólogos y sus apologistas, centraron sus elogios en la idea de que son ellos quienes han promovido el “libre mercado” y las “libertades individuales”, dos ideas nobles si no fuese porque no hay libre mercado bajo una relación absolutamente desigual entre países sino lo contrario. Mucho menos hay libertades individuales, ya que estas políticas necesitan múltiples dictaduras militares primero y, más tarde, dictaduras bancarias sobre países arruinados y endeudados por las dictaduras anteriores. El libre mercado y las libertades individuales significan, bajo estas políticas, libertad de algunos mercados para imponer sus condiciones e intereses sobre el resto, y libertad de unos pocos individuos para decidir sobre unos muchos.[1]
Pinochet no sólo no fue acosado económicamente por Nixon, como lo fuera Allende, sino que, al igual que tantas otras dictaduras amigas del continente, recibió todos los beneficios posibles (morales, ideológicos, militares y económicos) de la superpotencia. En octubre de 1973, en un sólo mes, Nixon le aprobó a Pinochet 24 millones de dólares sólo para comprar trigo, ocho veces el presupuesto de Allende en los pasados tres años para el mismo rubro. Para 1974, Chile recibió el 48 por ciento de toda la ayuda de alimentación destinada a América Latina. No sea cosa que la gran propaganda del éxito fracase.
Pese a todo, la pobreza y el desempleo no solo continuaron creciendo en el llamado Milagro chileno (mito propagado y diseminado por la poderosa ultraconservadora Heritage Foundation, fundada por Paul Weyrich, Edwin Feulner y Joseph Coors) sino que, además, en los ochenta, el país se sumergió en una dolorosa crisis económica que ocurrió simultáneamente en otras dictaduras menos exitosas del continente. A quienes entregaron al país y sus recursos naturales a las transnacionales a fuerza de una dictadura sangrienta, no se les llamó “vende patrias” sino “patriotas salvadores de la libertad”. A las ideas indoctrinadas como un dogma por una simple decisión estratégica de las agencias de Estados Unidos, tampoco se las llamó “ideas extranjeras”.
Fue una operación perfecta, o casi perfecta. Otro típico caso de ideología reversa. La mafia neoliberal se encargó siempre de acusar a cualquier grupo universitario, de activistas sociales o de intelectuales críticos de practicar las ideas del teórico marxista italiano Antonio Gramsci. Sin embargo, si bien la izquierda tradicional fue gramsciana por su análisis de la realidad y por su natural resistencia crítica al poder, la derecha internacional fue siempre gramsciana en la aplicación del poder a través de las ideas colonizadas.
Milton Friedman volverá a Chile en 1981. Luego de dar varias conferencias triunfales sobre su modelo económico aplicado en ese país, Chile se hundirá en una profunda crisis económica. La crisis social ya había comenzado con la estrangulación financiera del gobierno de Salvador Allende y se había profundizado en los sectores más bajos de la sociedad, incluso durante “el milagro”. Siguiendo los lineamientos de los Chicago Boys, Pinochet privatizará la educación, la salud y las jubilaciones. El PIB se desplomará 13 por ciento y la producción industrial 28 por ciento. El desempleo trepará hasta las nubes. Otra vez, Chile recibirá tsunamis de ayuda económica y financiera del norte. Luego de negárselos al gobierno de Allende, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo ayudarán a la dictadura amiga con 3,1 mil millones de dólares.[2] La economía se recuperará en 1981, pero un año después volverá a caer en otra crisis que se expandirá por otras dictaduras militares de la región. En Uruguay se llamará el “quiebre de la tablita”, cuando el dólar se dispare hasta arruinar a miles de empresarios menores. Como solución, el FMI y los ejércitos de especialistas propondrán más de lo mismo.
En América latina (propiciado por una deuda externa impagable, herencia de los préstamos excesivos a las dictaduras amigas con tasas de interés fluctuantes) sólo entre 1985 y 1992 más de dos mil industrias y empresas públicas serán puestas a remate con un previsible resultado de la prosperidad: el salario mínimo se desplomará y el número de multimillonarios se multiplicará varias veces. En Bolivia, entre 1995 y 1996 su gobierno, alineado con el asalto, vendrá a los buitres sus principales empresas a precio de carroña. Por si perder la soberanía y los ingresos de esas empresas no hubiese sido suficiente, los nuevos y exitosos empresarios privados, que todo lo hacen mejor por el progreso del país, aumentarán las tarifas de insumos básicos, como el agua, hasta un 200 por ciento. En Argentina y en otros países de la región, la historia fue estrictamente la misma y, de igual forma, terminó en la crisis masiva de 2002.
A su regreso del primer viaje del profesor Milton Friedman a Chile, los estudiantes de la Universidad de Chicago miembros del grupo Spartacus, organizan una protesta por su colaboración con la dictadura de Pinochet. Naturalmente, los estudiantes son acusados de inmaduros y de marxistas. El profesor Friedman defiende su amistad con Pinochet con un colorido argumento que provoca una risa que resuena a lo largo del campus de la universidad: “si se hubiese permitido que Allende continuara en el poder, es posible que, además de una terrible crisis económica, miles de disidentes hubiesen sufrido una persecución injusta, la cárcel, la tortura y miles hubiesen sido asesinados”.
Cincuenta años más tarde, en 2019, tsunamis de chilenos llenarán las calles reclamando una nueva constitución que reemplace la constitución neoliberal aprobada por Pinochet en 1980. El muro neoliberal abre sus grietas. Por meses, los chilenos serán reprimidos con impune brutalidad por las mismas fuerzas represoras creadas por Pinochet, una especie de paramilitarismo legalizado llamado Carabineros. Antes de Pinochet, el ejército chileno era constitucionalista. Después de años de limpieza ideológica, de persecución y asesinato de oficiales disidentes, será otra cosa.
En 2020, comandos pinochetistas como Capitalismo Revolucionario o La Vanguardia organizarán acciones violentas contra la marea de manifestantes reformistas. Uno de los líderes de estos grupos de extrema derecha será identificado como Sebastián Izquierdo. Uno de sus socios, Roberto Belmar Vergara, confirmará: “Si gana el apruebo, créeme que cambiaremos los bastones por fusiles”.
Pese a todo, luego de un año de violentas represiones, el pueblo chileno forzará el primer plebiscito desde la dictadura. El 25 de octubre de 2020, el ochenta por ciento de los votos en todo el país demandará una nueva constitución y casi el mismo porcentaje confirmará la necesidad de una Convención constitucional para redactarla. De todo el país, sólo la mayoría de Colchane (poblado de 1.700 habitantes al norte del país), de los barrios Lo Barnechea y Las Condes de Santiago, donde reside la clase-alta-patriota, votantes del Sí en el anterior plebiscito de 1989 a favor de mantener la dictadura de Pinochet, votarán a favor de mantener la constitución de su héroe y benefactor.
Tomado del libro La frontera salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina.