Todas las verdades sobre la democracia son deflacionarias, a pesar de todo
Lo son porque sus afirmaciones no agregan nada a sus resultados y tampoco son afirmaciones sobre algo así como ‘rojo’, ‘duro’, ‘agudo’, ‘áspero’ o ‘agrio’, o ‘fétido’. Sus afirmaciones sirven para adornar los resultados que los humanos entre sí establecen, consiguen o pactan. Por eso no es extraño que en los Parlamentos los agentes de la política se las vean y se las deseen cuando quieren convencer a los oponentes de las excelencias de sus ideas. Qué distinto sería si estuvieran esos mismos interlocutores en torno a una paila haciendo una paella, y uno dijera al otro ‘Creo que le falta sal, ponle un poquito’.
Por eso no puede haber verdades absolutas, robustas o realistas en la política; y por eso, también, es necesario que se corrijan los protocolos conversacionales, si es que se quiere saber de qué se está hablando, y comprender por qué hoy digo esto y mañana digo lo otro. Qué pasa. Qué pasa si ha cambiado la situación… ¿Es que es coherente empecinarse para así no aparecer ante el contrario como débil? ¿Qué sentido tiene hacerse el fuerte, el convincente, si luego las urnas, los acontecimientos dicen lo contrario? ¿Es que vamos a la Academia de Platón? Posiblemente a donde se va es, si se sigue ese camino, al desolladero.
Así pues, cuando se hable de política y de su concepto fundamental, el de la verdad democrática, debemos de pensar que estamos afirmando verdades que los hechos pueden siempre refutar. Muchas guerras se han generado porque no se ha sabido que ‘verdadero’ en ‘x es verdadero’, no agrega nada a ‘x’. Hablar de política no es tan fácil, aunque un día sí y otro también estemos asistiendo a esa galería de bustos parlantes que nos amargan las comidas.