Ángel Guerra Cabrera •  Opinión •  19/08/2016

Washington contra el guerrillero (I Y II)

El conocimiento de cuánto hizo Estados Unidos por impedir el triunfo de la revolución cubana es muy importante para la formación política de las nuevas generaciones de cubanos y latino-caribeños. Porque su tenaz apoyo a la dictadura de Fulgencio Batista y sus febriles maniobras para lograr la frustración de la guerra de liberación encabezada por Fidel Castro, corroboran de modo inequívoco el carácter profundamente antipopular y antidemocrático del sistema imperialista estadunidense y de su política exterior intervencionista.

De la misma manera, confirman la mirada colonial y anexionista hacia Cuba de las élites de ese país, que se remonta a la toma y ocupación de La Habana por los ingleses (1762). El historiador cubano Ernesto Limia ha documentado los pingües negocios que hizo desde ese momento en la capital cubana la burguesía de las 13 colonias de América del Norte, que contribuyeron notablemente al desarrollo económico de la futura potencia y fueron el prólogo a su rápido dominio de la economía insular en la primera mitad del siglo XIX.

Washington se comprometió a fondo con la dictadura de Batista. No existe todavía la evidencia de que haya sido el orquestador del golpe de Estado (1952) que la gestó e impuso, pero sí de que su embajada y su misión militar en La Habana conocían en detalle los planes conspirativos que estaban en marcha en las fuerzas armadas y, de oficio, esa información debe haber llegado al Departamento de Estado, a la CIA y al Pentágono. Sin embargo, la Casa Blanca del general Eisenhower no hizo nada por alertar al gobierno de un país amigo, electo según las reglas de la democracia representativa, lo que era su deber según las normas del derecho internacional y también por razones morales, máxime si se considera la constante autoproclamación por la potencia como la practicante y defensora, por excelencia, de la democracia.

Más aún, la campaña de los medios de información de Estados Unidos para legitimar al golpe y al tirano ante la opinión pública nacional e internacional fue descomunal, como puede comprobar fácilmente quien revise las principales publicaciones y los cables de sus agencias de noticias en las semanas siguientes a la asonada militar. Tónica únicamente rota por los reveladores reportajes sobre la guerrilla en la Sierra Maestra y la entrevista con Fidel que publicó en The New York Times en febrero de 1957 el ilustre reportero y escritor Herbert Matthews, quien, por cierto, fue apartado de escena cuando se hizo evidente su amistad y respeto sinceros por la posteriormente triunfante revolución cubana y su líder.

Aunque los círculos de poder de ese país subestimaron a Fidel y al ejército rebelde y su misión militar en Cuba, el propio Pentágono y la CIA no tenían idea de la gran amenaza y las potencialidades revolucionarias que implicaba para su dominio sobre la isla una guerra de guerrillas con apoyo popular, ni podían imaginar el liderazgo estratégico y táctico genial que la conduciría, sí le brindaron durante gran parte del conflicto, consistente sustento político y militar bajo los llamados programas de ayuda mutua.

Fue en marzo de 1958, tras 15 meses de guerra, cuando bajo la presión de la opinión pública, del Congreso y de algunos medios de difusión, Washington decidió un embargo de armas a la impresentable dictadura batistiana, cuando ya tenía en su haber una estela de supresión de las libertades democráticas elementales, represión de la protesta popular, miles de asesinatos, tortura sistemática y horrendos crímenes de guerra.

Pero, ¡oh cinismo!, violó su propio embargo desde el mismo día de entrar en vigor mediante el suministro sistemático de bombas, cohetes y munición a los aparatos de la fuerza aérea del régimen de facto, precisamente en los aeródromos de la Base Naval de Guantánamo. Partiendo de allí los aviones ametrallaban y bombardeaban –a veces con napalm– no sólo las fuerzas rebeldes de la columna 1 y el II Frente Frank País en la extensa área del oriente cubano donde operaban, sino a la población campesina, en la que habían ocasionado la muerte de niños, ancianos y mujeres.

Fue para detener esa ignominia y evidenciar el crimen que estaba cometiendo Estados Unidos que tropas del II Frente, comandado por Raúl Castro, procedieron a la célebre Operación Antiaérea a finales de junio de 1958, la que mediante la retención de 49 civiles y efectivos militares estadunidenses de la citada base hizo detener los bombardeos.

El 5 de junio de 1958 el campesino Mario Sarol, cultivador de café de la Sierra Maestra, había llegado a toda carrera al campamento rebelde cercano y mostrado a Fidel Castro fragmentos de los cohetes que habían hecho pedazos su casa hacía un rato. En ellos se leía USAF (Fuerza Aérea de Estados Unidos, por sus siglas en inglés). Sarol sospechó lo peor sobre el destino de su mujer y cinco hijos pues cuando ocurrió el ataque estaba en el secadero de café y al regresar a la casa encontró todo arrasado y ni rastro de ellos. Afortunadamente, habían salvado la vida al esconderse en una mina.

Conmovido por el hecho, el comandante escribió a su más cercana colaboradora, Celia Sánchez: “al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero”. Como ya se ha dicho, en marzo de ese año Washington había anunciado un embargo de armas a Batista, que violaba diariamente desde la Base Naval de Guantánamo mediante el reaprovisionamiento de las aeronaves que atacaban el territorio rebelde.

Cuando Fidel redactó las citadas líneas recién comenzaba la gran ofensiva de la tiranía contra el bastión de la Sierra Maestra. Catorce batallones y siete compañías independientes atacaban desde varias direcciones al grueso del ejército rebelde, que en ese momento no pasaba de 300 combatientes. Batista daba por hecho que ahora sí acabaría con los forajidos. En realidad, no era para menos si se analiza fríamente la enorme asimetría entre uno y otro adversario en número de hombres y equipos, sin considerar otras desventajas para las armas revolucionarias.

Pero ni Batista y sus generales, ni la misión militar de Estados Unidos en el estado mayor de la dictadura, ni sus jefes en el Pentágono, podían imaginar entonces que una fuerza irregular fuese capaz de rechazar, diezmar, derrotar y poner en fuga a esa considerable agrupación de tropas de un ejército profesional en apenas dos meses y medio de duro batallar. Es cierto que en la guerra revolucionaria el factor subjetivo es determinante. El ejército rebelde era de composición popular, estaba altamente motivado por ideales y fue preparado meticulosamente para esa prueba de fuego y dirigido magistralmente por Fidel en aquellos días heroicos y vertiginosos, como hasta el final de la guerra. Contaba, hecho decisivo, con el apoyo de la población campesina, de amplios sectores populares, del Movimiento 26 de Julio y de las demás organizaciones revolucionarias. Mientras, la moral combativa de las tropas de la dictadura era baja y estaban mal dirigidas.

Mucho menos podían suponer Batista y Estados Unidos que la derrota de la ofensiva de la tiranía se transformaría en potente y fulminante contraofensiva que llevaría a las tropas rebeldes antes que terminara el año a adueñarse de las zonas rurales y suburbanas y comenzar la toma de las grandes ciudades desde el oriente hasta el centro de Cuba.

No hay duda de que el factor sorpresa fue trascendental para conseguir el triunfo revolucionario e impedir una intervención de Estados Unidos en el conflicto, fundamentalmente bajo el paraguas de la OEA. Los investigadores cubanos José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt lo documentan sólidamente en Batista, últimos días en el poder. Allí se exponen un presidente Eisenhower anonadado ante el arrollador avance rebelde, los frenéticos, torpes y alocados trajines de su gobierno por impedir la victoria de la revolución mediante una salida sin Batista y sin Castro y el intento descabellado de articular una tercera fuerza formada por la oposición no armada y oficiales del ejército no vinculados a la dictadura.

En un abrir y cerrar de ojos caían en manos del ejército rebelde Santa Clara, Santiago de Cuba y todos los centros urbanos de las antigua provincias de Oriente y Las Villas, la dictadura se derrumbaba y Batista huía con sus secuaces. Aun así, Washington intentó imponer una junta cívico militar que ya no tenía Estado ni ejército que dirigir. Mucho menos pueblo. Y fue ese pueblo el que al llamado de Fidel se lanzó unánimemente a la huelga general revolucionaria, colofón de la victoria de las armas rebeldes y símbolo hasta hoy del estrecho lazo entre las masas y la revolución cubana.

Fuente: La Jornada


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