Y nos dieron las diez y las once…
De vez en cuando, el viejo Tom acude al cementerio a cambiar las flores de su esposa. Bárbara falleció hace cuatro años tras una larga lucha contra el cáncer. Recuerdo que el día de su entierro, me dijo: «estoy como el Costa Concordia: tocado pero no hundido». Tras aquel fatídico golpe, Tom se ha ido apagando como las velas al final de una procesión de Jueves Santo. Ya no es la estrella de los sesenta que cantaba coplas, en los estudios de Radio Nacional, los domingos por la mañana. Ni siquiera, el solista que entonaba «el reloj» en las bases americanas. Ni tampoco, el galán que bebía Bourbon, en los garitos de Costa Ricahasta altas horas de la madrugada. Tom no es ni siquiera; aquel sabio que a los diez años emigró a Cataluña para ganarse la vida. Ahora es un hombre de ochenta y tantos, operado del corazón, y preocupado por el devenir de la riqueza que amasó durante sus años de gloria.
Todos los años, Tom veranea en su ático de Torrevieja. Desde mi balcón, lo suelo ver asomado a su barandilla; como si fuera un búho en lo alto de una rama. Lo que peor lleva, desde que falleció su esposa, es la comida. Por no saber, no sabe hacer una tortilla, ni siquiera un «huevo pasado por agua»; como los que sopaba, a escondidas de su madre, durante los años de postguerra. Todos los días, Tom come un menú de siete euros en un hogar para mayores en la Diagonal de Barcelona. Tras la comida, suele jugar al dominó con Alejandro y Rufino; dos jubilados de la burguesía catalana. Los fines de semana, Tom se deja caer por un hogar de pensionistas. Allí, las mujeres de su quinta mueven las caderas. Las mueven como aquellas jóvenes alocadas; que le arrojaban sus bragas, cuando cantaba «los ojos verdes» en los garitos de Buenos Aires.
Este verano, el viejo Tom ha venido con Mayte; una señora de ochenta primaveras; con rizos azabaches y delgada como las chicas de ahora. El domingo, sin ir más lejos, les invité a comer «arroz con costra», un plato típico de mi tierra. Durante la comida hablamos de Rajoy, de «las terceras», y del caso Echenique. Tras arreglar el país, como dicen en mi pueblo, Tom tarareó canciones de Machín; algo que no hacía desde que falleció Bárbara. Mientras tarareaba «mira que eres linda…», Mayte se levantó, apartó la silla y entre el sofá y la mesa se puso a bailar. A los pocos minutos, Tom se terminó de un trago el carajillo, se puso en pie como un galán y cogió a Mayte por la cintura. Tras el baile, mi hija de siete años, grito: ¡bravo, bravo!, ¡otra, otra! Y de momento, entre aplausos y alegrías, comenzó la buena nueva: «¡todaaaa una vida!, te estaría esperando…» Y así, nos dieron las diez y las once… Y todo por culpa de Sabina.
Fuente: http://elrincondelacritica.com/2016/08/11/y-nos-dieron-las-diez-y-las-once/