Los diablos rojos: Rusia, Venezuela y Corea del Norte
En plena crisis de la globalización neoliberal, mentar a Putin, Maduro o Kim Jong-un sirve a Occidente para evadir responsabilidades políticas y desviar la atención pública hacia enemigos externos transformados en peligros irracionales y aviesos contra el régimen capitalista.
Convertidos en mitos a combatir, los tres países citados en el titular conforman un inconsciente colectivo amenazado permanentemente en torno a dos variables denostadas históricamente por los mercados del llamado mundo libre, el antiguo comunismo y el cajón de sastre actual del populismo. A ello cabría añadir, como referente transversal para atizar los miedos atávicos del ciudadano tipo de corte occidental, el terrorismo en su versión yihadista y las posiciones denominadas antisistema.
Con tales ingredientes se mantiene en forma un odio o aversión latente contra todo lo que huela a izquierda radical, rebelde o transformadora. Aquellas personas u organizaciones que planteen posturas o alternativas muy confrontadas en el escenario político pueden caer con bastante facilidad en ser señaladas como adversarios nocivos no democráticos que abrigan intenciones ocultas contra el statu quo establecido alrededor de la hegemonía de los mercados y de las familias principales del poder transnacional.
Rusia, Venezuela y Corea del Norte son la línea que jamás se puede traspasar. Al menos, en la profunda conciencia personal. Aparecen como diques de pensamiento que operan subliminalmente para sesgar el espíritu crítico y ahormar las opiniones a una normalidad estandarizada.
Estamos ante un proceso complejo que intenta dotar de ideas infantiles al ambiente social, predisponiendo a las masas hacia actitudes de rechazo visceral contrarias a los países antes mencionados, configurando en paralelo un estado de opinión proclive a situar como amigos verdaderos a los partidos y dirigentes tradicionales, aun inmersos hasta la médula en sospechas más que fundadas de corrupción o culpables directamente de la crisis desatada en los últimos años.
Los tres presidentes malditos, Putin, Maduro y Kim Jong-un, aparecen enmarcados en la jerga mediática al modo de chivos expiatorios donde exuda la impotencia colectiva de las multitudes. Eso sí, cada personaje y país se manifiestan en instancias diferentes, Rusia en el plano simbólico, Venezuela en lo real cotidiano y Corea del Norte en lo imaginario o fantástico. Con significados complementarios, juntos albergan una capacidad de conmoción silenciosa que juega a favor de los interese de clase de las multinacionales, las políticas de austeridad, del desmantelamiento de los servicios públicos y de la guerra sin cuartel contra el Tercer Mundo para seguir saqueando sus recursos y materias primas mediante gobiernos títeres sobornados por las potencias occidentales.
Putin y Rusia nos remiten al antagonismo puro, el comunismo irredento (si bien Moscú no es ni por asomo lo que su predecesora la URSS) enfrentado hasta la muerte con el capitalismo. Es decir, la guerra fría de baja intensidad. Como enemigo fatal y acérrimo, Rusia nos sitúa psicológicamente en el bando adecuado, ella es la maldad sin vuelta atrás y Occidente el chico bueno de la película. Tal demarcación nos da fuerza interna al saber en todo momento qué somos: la verdad auténtica versus la mentira de diablo rojo contumaz. El mundo funciona y gira en una pugna hasta las últimas consecuencias liderada por el universo rico, amable y democrático contra el relapso demoníaco de Putin. Estamos ante un maniqueísmo clásico, exento de matices, que nos ofrece un punto de anclaje fijo ante expectativas espurias o desnaturalizadas.
Una vez que conocemos lo que somos, es necesario apropiarnos de la realidad diaria. De alguna manera, llevar al terreno práctico la ideología anticomunista. Es tiempo para activar el pánico a Venezuela. Nos adentramos ya en un cuerpo a cuerpo con enemigos de carne y hueso: revolucionarios intratables que pretenden un cambio total de la cultura, las creencias y los modos de repartir la riqueza en un territorio concreto. Maduro es el aquí y ahora, la decisión existencialista de tomar partido en directo. Para que la decisión no resulte difícil o costosa en exceso, los mass media distorsionan la realidad a fondo: lo real, expuesto en dos dicotomías inalterables, se funde en una colisión inevitable entre partidarios de los principios democráticos formales y el régimen opresor y represor del pueblo llano. Las noticias se convierten ipso facto en crónicas de violencia institucionalizada, en editoriales velados que dan credenciales de mártires a los próceres de las derechas locales y de las opciones más regresivas del espectro político. A los mandatarios chavistas se los prende fuego sin piedad, eludiendo análisis más pormenorizados de la cruda realidad con datos que pongan de manifiesto la verdad ponderada y contradictoria de la situación social y política. No hay preguntas a realizar, sino respuestas cerradas: poco importan los datos, solo los hechos desvinculados de su contexto. Nadie en su sano juicio puede declararse neutral o mostrar simpatías por el gobierno venezolano actual. Caso de hacerlo, deberá arrostrar juicios sumarísimos ad hominem que pondrán en duda su honorabilidad personal y sus gestos políticos.
Pero no todo acaba en lo simbólico y lo real. También es preciso redondear el círculo ideológico exaltando la libido y el sexo reprimido. Ese tabú tiene su relato en la fantasía erótica de Corea del Norte, donde, según los analistas y tertulianos occidentales, todo está prohibido y todo es hermético por definición, esto es, como los impulsos sexuales guardados a cal y canto en las lindes del incesto y los complejos freudianos del psicoanálisis. Kim Jong-un desempeña el rol infantil de la pederastia camuflada entre mil telas de araña de sofocos expiados en la sublimación cotidiana. Juega el papel de lo imaginario: el escape propicio de los sueños que sueñan la realidad imposible de llevar a efecto. Corea del Norte es el contraparaíso exótico, una especie de dormitorio parental al que queremos asomarnos subrepticiamente todos y todas para ver que hacen allí nuestros progenitores. Nos permite, por tanto, fantasear y liberar nuestra libido en las habitaciones más recónditas de la conciencia privada, en las sombras donde lo onírico se hace accesible o posible a vivirlo en completa libertad.
Con los tres países reseñados y sus líderes singulares, Occidente alimenta su propia egolatría. Cada yo anónimo se siente fuerte sabiendo, odiando y soñando a enemigos de perfiles muy definidos. A veces la ficción supera a la realidad. De eso se trata, de crear trayectos unidireccionales que hagan lo real asumible; de inventar relatos que suplanten la cruda realidad por realidades más digeribles para la inmensa mayoría. No hay dioses buenos o aceptables sin opositores diabólicos.