Ernesto Limia Díaz •  Opinión •  21/06/2016

Para conectar con los sentimientos

El pasado 17 de febrero, durante su intervención en el X Congreso Internacional de Educación Superior Universidad 2016, que tituló: “Notas sobre la crisis cultural de hoy: una mirada desde Cuba”, el ensayista, crítico y narrador cubano, Abel Prieto, lanzó dos preguntas esenciales para el destino de nuestra nación:

¿Cómo lograr que nuestros jóvenes, “limpios y ligeros como la luz”—en referencia a una carta de Martí a María Mantilla que Abel cita en su texto—, sonrían y pasen de largo frente a la galería de “famosos” con “mucho afuera” y tan “poco dentro”? ¿Cómo lograr que no se avergüencen de sus raíces, que no se sientan inferiores, que no crean que la marca de unos zapatos deportivos o de un pulóver les otorga algún tipo de “abolengo”, que no olviden la historia, que no pierdan la sensibilidad por los demás? (Prieto, 2016).

Constituye un desafío de la mayor trascendencia para las instituciones cubanas y la vanguardia intelectual de la revolución, brindar una respuesta adecuada a estas dos interrogantes frente a los crecientes desafíos del presente, desde un pensamiento teórico que encuentre su expresión práctica en un programa de acción consecuente, inclusivo y movilizador.

Más de mil millones de seres humanos viven por debajo de la línea de pobreza; mientras el 1% de la población mundial controla cerca del 60% de las riquezas de la Tierra y 7,6 billones de dólares permanecen resguardados de las políticas sociales en paraísos fiscales. Decenas de miles de personas fallecen cada 24 horas por hambre o enfermedades curables; desaparecen etnias, modos de vida y culturas ancestrales, como derivación de una lógica perversa que pone el acento sobre lo privado y lo individual. Con el tsunami neoliberal que provocó —lo mismo en el Sur que en el Norte—, el capital financiero se hizo de “una gran parte de las redes públicas, desde los ferrocarriles, la electricidad, el agua, los transportes, la telefonía, las selvas, los ríos, las tierras, la salud y la educación” (Houtart: 2015: 9) y lo ha transformado todo en mercancías al servicio de lo que el intelectual italiano Carlo Frabetti ha dado en llamar “sociedad del despilfarro”, no importa los costos humanos o sociales, ni el daño al clima y la naturaleza.

Pero el neoliberalismo como concepción global y la posmodernidad como su justificación teórica en el campo de la cultura, de la mano de la multimillonaria industria del entretenimiento y de una estrategia de comunicación articulada mediante la concentración mediática mundial en apenas unos seis emporios, le han permitido a los centros de poder del capitalismo transnacional legitimarse con un discurso hegemónico que en no pocas áreas ha dejado descolocada a la izquierda internacional, dada su incapacidad para articular una teoría revolucionaria que le permita hacerle frente a estos fenómenos, sumado a una incomprensible división que atenta contra la concertación de las voluntades políticas.

Pese a la cultura de resistencia anticapitalista desarrollada en los casi sesenta años de Revolución, Cuba no está ajena a estas influencias. “En la actualidad, un buen número de relaciones sociales y valores del capitalismo compiten con los del socialismo en nuestro país […]” —asevera el historiador y pensador cubano Fernando Martínez Heredia (Martínez, 2015: 21). Abel Prieto lo devela desde el impacto en el terreno de lo simbólico y lo cultural:

Estamos todos, incluso los cubanos, por supuesto, asediados diariamente por esa avalancha de subproductos culturales, cuyos propósitos básicos son al parecer vender y divertir; aunque es evidente que traen consigo una carga de valores altamente tóxicos: consumismo, violencia, racismo, exaltación de la imagen y los hábitos de los colonizadores, una competitividad feroz, la promoción de la ley del más fuerte, el culto fanático a la tecnología en sí misma (más allá de su utilidad y del sentido ético), la tergiversación de la historia o su disolución en una amnesia inducida […].

Hoy las universidades y en general todas las instituciones educativas llevan adelante su labor a contracorriente de una marea muy poderosa que arrastra a niños, adolescentes y jóvenes hacia un mundo deslumbrante y en esencia vacío, donde en nombre de la diversión y el placer se han abolido la memoria, la ética, la solidaridad y todos los principios humanistas, donde los valores culturales, el conocimiento y la virtud carecen de prestigio frente al dinero, la fuerza, el poder, la sensualidad y el glamour, donde todo se mezcla en un torbellino vertiginoso de imágenes, sin paradigmas reconocibles […] (Prieto, 2016).

Entretanto, la adversa situación económica interna, agravada por la crisis financiera internacional y el recrudecimiento del bloqueo estadounidense, ha acrecentado las dificultades entre segmentos vulnerables de nuestro pueblo, pese a los ingentes esfuerzos de nuestro Gobierno para no aplicar políticas de choque —como se observa a diario en cualquier rincón del planeta—; preservar las políticas sociales y brindar servicios de educación y salud universales y gratuitos, comparables a los del mundo desarrollado; en tanto se avanza en una política económica que garantice la edificación de un socialismo próspero y sustentable.

Algunas expresiones al respecto pueden observarse en la angustia que genera el encarecimiento de la vida, ante el impacto del paradójico espacio que ha debido concederse a las leyes del mercado; el apoliticismo entre grupos poblacionales que, al decir de Abel Prieto, “han edificado su sentido de la felicidad en torno al consumismo”, a los cuales, por razones de diversa índole, no llega el influjo de nuestras organizaciones políticas y de masas; el desaliento atizado por los tradicionales medios de propaganda anticubana y otros, de nuevo tipo, con un discurso no confrontacional de derecha —en no pocas ocasiones invocando el socialismo—, que atrapan la atención, y hasta la colaboración, de algunos segmentos entre los sectores académicos, universitarios y de la cultura, sobre todo en la capital.

Otra problemática está asociada a la emigración hacia el exterior de profesionales de nivel en áreas importantes de nuestro desarrollo y, en mayor proporción, de jóvenes graduados de nuestras universidades y atletas de alto rendimiento, comportamiento que se multiplica con un robo de cerebros y talentos feroz, que ya no viene solo del Primer Mundo, o por las facilidades que les ofrece la Ley de Ajuste Cubano —mantenida por el Gobierno de Estados Unidos como un activo instrumento de subversión—, sino que a esta tendencia se han incorporado varios países del Sur.

Muchos de estos profesionales y jóvenes proceden de sectores humildes del pueblo o de familias de profesionales afectadas por una pirámide que no hemos conseguido enderezar. Y unas veces como resultado de la influencia de padres frustrados, agotados por el esfuerzo de la sobrevivencia económica; otras, como reacción ante la potencial concreción de un sueño postergado de acceder a una vida material en la que se han colado ya los patrones de consumo, promovidos incluso desde algunos de nuestros medios y entidades comerciales y de recreación, incluida la pasada Feria Internacional del Libro, en cuyos pabellones de la Fortaleza de La Cabaña cohabitaron lo más relevante de la literatura cubana y universal, con la seudocultura y la banalidad hasta llegar al absurdo de la venta de licras y conjuntos de short y pullover con la imagen del futbolista portugués Cristiano Ronaldo. El efecto entre estos jóvenes que buscan en el exterior su proyecto de vida, puede apreciarse en una frase reiterada: “solo hay una vida”.

Lo neurálgico es que la percepción de este fenómeno migratorio ha mutado y, si a partir de 1990 la sociedad dejó de rechazarlo por su sentido económico —constituía un medio de garantizarse un proyecto individual de vida y de contribuir al sostenimiento de la familia—, hoy crecen quienes le dan un contenido moral, incluso cuando emigrar está asociado al reprobable acto de la deserción, pues lo estiman como una decisión legítima, como un derecho a medirse en las competitivas lides del Primer Mundo y a labrarse un camino propio que, cuando menos, tiene como paradigma la clase media alta de los países desarrollados.

Tenemos el reto de evitar que el éxito que puedan tener los profesionales y atletas cubanos en multimillonarias compañías asociadas a la rama biofarmacéutica o de la informática; empresas o clínicas privadas o en el béisbol de las grandes ligas de Estados Unidos, entre otros, consiga obnubilar a nuestro pueblo y le haga creer la falsedad de que esa sería la posibilidad de todos en una sociedad capitalista, con mayor razón cuando ya van apareciendo en el sector no estatal, en particular el privado, dueños de negocios —celebrados por la propaganda mediática neoliberal con el título de “emprendedores”— que verían concretar sus aspiraciones si se restaurara el viejo régimen en Cuba, pues no admiten trabajadores negros, tienen un visión sexista del empleo, dejan indefensas a las mujeres cuando salen embarazadas y no reportan a todo su personal en la ONAT con el propósito de eludir impuestos y conseguir entonces mayores utilidades, lo que priva de la seguridad social a quienes laboran bajo esa condición.

Un desafío esencial está determinado por el nuevo contexto creado luego del restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. A lo largo de nuestra historia no pocos cubanos miraron hacia el norte y hacia esa dirección apuntan los esfuerzos promovidos por la Administración Obama desde un cambio de enfoque a partir del 17 de diciembre del 2014, cuando su política tradicional de aislamiento les resultó impracticable debido a la autoridad moral de Cuba en América Latina y el Caribe. Incluso, dada nuestra contribución en temas medulares dentro del sistema de Naciones Unidas, la Isla se convirtió en un actor trascendente constituida en línea de demarcación entre el Norte y el Sur, que no pocas veces ha servido de muro contención a designios imperiales en los mecanismos multilaterales de la ONU.

Diversos sectores de la sociedad estadounidense abogan por avanzar hacia un intercambio con Cuba legítimo, aportador en ambas direcciones, que pasa por el interés de eliminar el bloqueo para incorporar el capital norteamericano a la dinámica del desarrollo de la Isla; sin embargo, no podemos dejar de tener en cuenta que entre los círculos de poder y el Gobierno de Estados Unidos se mantiene el rechazo a nuestro sistema político, que aspiran demoler por implosión, como lo expuso el 3 de febrero de 2015 la ex secretaria de Estado adjunta para el Hemisferio Occidental, Roberta S. Jacobson, ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado:

“Nuestro anterior enfoque a las relaciones con Cuba, de hace más de medio siglo, aunque enraizado en la mejor de las intenciones, fracasó al no empoderar al pueblo cubano y nos aisló a nosotros de nuestros asociados democráticos en este hemisferio y en el mundo. […]. Las iniciativas del presidente miran adelante y están diseñadas para impulsar cambios […] que impulsen nuestros intereses nacionales” (Jacobson, 2015).

Cinco meses después, el 27 de julio —a tres semanas de que John Kerry presidiera en La Habana la ceremonia oficial que inauguró la embajada estadounidense en Cuba—, el subsecretario de Estado, Antony Blinken, realizó declaraciones reveladoras en Madrid. Ante una pregunta del diario El País acerca del bloqueo, respondió: “El embargo tenía buena intención. […] Pero no ha sido eficaz en lograr sus objetivos. Lo lógico es intentar algo diferente. Creemos que abrir la relación es la mejor manera de alcanzar los objetivos que tenían aquellos que apoyaban el embargo. Esto permitirá al pueblo cubano, a la clase media, tener más contacto con el mundo y con Estados Unidos. Esto nos permitirá extender nuestros contactos en la sociedad cubana. Las medidas que estamos tomando reforzarán a la clase media de Cuba. Este es el mejor instrumento para obtener lo que todos queremos […]” (Blinken, 2015).

La recién concluida visita de Barack Obama a La Habana borra cualquier duda que pudiera quedar sobre el propósito del cambio de política: Obama apuesta a un nuevo curso signado por una confrontación abierta de ideas, que opera en el campo de la lucha ideológica —lo que en el mundo académico se ha dado en llamar “el abrazo de la muerte”—; mientras las instituciones especializadas en el terreno de la subversión se proyectan sobre sectores particulares en Cuba, que ellos consideran capaces de movilizar hacia los intereses nacionales de Estados Unidos a los que se refirió Roberta Jacobson en el Senado. Ahí está para atestiguarlo el presupuesto de 30 000 000 de dólares que solicitó la Casa Blanca al Congreso para promover en nuestro país los programas de cambio de régimen durante el año fiscal 2016 (10 000 000 más que en el 2015), que ya reparten por diversas vías a todo lo largo de la Isla tanto la National Endowen for Democracy como la USAID.

En medio de un espectáculo lleno de poses, frases construidas e inteligentes acciones mediáticas que respondieron a un diseño de comunicación política que tuvo como público meta a nuestros jóvenes —lo que incluyó el aprovechamiento del programa de humor más popular de la Isla, un maquillaje de excelencia para la retórica tradicional anticubana que innegablemente le bajó el tono y el empleo del teleprompter para aparentar la capacidad de improvisación que no tiene, o que al menos no mostró—, Obama llegó a Cuba para intentar hacer irreversible el nuevo curso emprendido con el respaldo de su Partido, como lo evidencian las expresiones al respecto de los dos candidatos demócratas para las presidenciales de noviembre: Hillary Clinton y Bernie Sanders.

Aunque pudiera parecer paradójico, para Cuba esta línea constituye un paso de avance en la relación bilateral. En primer lugar, porque Obama ofrece una sincera oportunidad de paz y, con ello, una convivencia que nos aleja —en este instante que hoy vivimos— de la amenaza de confrontación militar que ha pesado sobre nuestros destinos por cerca de sesenta años; en segundo, porque brindó la esperanza de que un día —quizás más temprano que tarde— desaparezca el bloqueo. No cabe duda de que hacia ello apuntan tanto su presencia en La Habana como el debate prometido por su equipo de trabajo con Wall Street acerca de las nuevas medidas y su llamado al Congreso para que derogue la Ley Helms-Burton.

Algunos analistas políticos valoran que es ese el legado que quiere dejar Obama; no lo creo, sus propósitos —al igual que los de Ronald Reagan cuando el 31 de mayo de 1988 le habló a los estudiantes de la Universidad Estatal de Moscú— apuntan más lejos: aspira decir un día, en una de esas conferencias por las que un expresidente en Estados Unidos puede ganar un millón de dólares o más, que fue él, cuyos “años de servicio […] responden a una creencia inquebrantable de que es posible unir a la gente alrededor de una política de propósito” —como reza su meliflua biografía oficial— (Granma, 19 de marzo de 2016, p. 2), quien puso el primer ladrillo de la nueva Cuba, que, para vergüenza de nosotros si ello llegara a suceder, no sería más que una Cuba que regresó al capitalismo y se sometió a la órbita estadounidense.

Y en esa guerra cultural e ideológica de mayor alcance que ya ha comenzado, en abierto desafío, mirándonos a la cara, Obama lanzó su guante. Una frase de su intervención en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso —hilvanada por manos diestras que con astuta diplomacia trataron de ridiculizar nuestro sistema político; al tiempo que exaltaban el neoliberalismo y nos ofertaban, una vez más, su American way of life— lo pone de manifiesto:

Ya hay una evolución que se está llevando a cabo dentro de Cuba, un cambio generacional. Muchos han sugerido que vengo aquí para pedir al pueblo cubano que destruya algo; pero yo me dirijo a los jóvenes de Cuba, quienes alzarán y construirán algo nuevo. […] tengo la esperanza para el futuro porque confío en que el pueblo cubano tomará las decisiones correctas. Y mientras las toman, también estoy seguro de que Cuba podrá seguir desempeñando un papel importante en el hemisferio y en todo el mundo —y mi esperanza es que ustedes pueden hacerlo como un socio de Estados Unidos (Obama, 22 de marzo 2016).

La frase de un hermano presente en el Gran Teatro de La Habana —cuyo nombre prefiero no mencionar porque no le pedí permiso para utilizar su nota, ni lo haré—, recoge el sentir de la inmensa mayoría de los cubanos, incluidos quienes no estábamos allí:

[…] nos invitó a olvidar la historia e intentó darnos clases de comportamiento y trazar una guía para el cambio, no jodaaaaaaaaaaa, sobran las palabras… Ni una palabra de perdón por los crímenes cometidos por Estados Unidos, ni una palabra sobre la Base Naval de Guantánamo; […] lo positivo que aprecio es la reacción de la gente, de la mayoría, que criticó el discurso y las boberías que dijo hasta en español, lo que te da la medida de que el pueblo está preparado, que tiene una cultura política elevada. Ello no quita bajar la guardia, pero es una buena reacción popular. Ya la gente no se come la zanahoria como en el pasado…

Tampoco pasemos por alto, que de Cuba Obama continuó rumbo a Buenos Aires, para honrar las substanciales contribuciones a la causa de los derechos humanos en Sudamérica de Mauricio Macri, en el contexto del 40.º aniversario del golpe de Estado que el Gobierno de Estados Unidos promovió para instaurar una dictadura militar en Argentina, que tuvo más de 30 000 desaparecidos. Se sabe que Macri es célebre por sus vínculos con dicha dictadura y por sus estrechos nexos con el capital neoliberal, curso de política que restableció nada más se instauró en la Casa Rosada.

Este es el escenario en el que estamos debatiendo hoy los cubanos; este es el escenario en el que nuestro pueblo tiene el desafío de continuar la construcción del socialismo, cuando intentan poner de moda un capitalismo desprestigiado entre la abrumadora mayoría de nuestro pueblo. Hasta se ha invocado la teoría de Marx para reinstalar el viejo régimen, en el que deberíamos, según teóricos de gabinete, desarrollar las fuerzas productivas para después evolucionar al socialismo, como si no tuviéramos sobradas pruebas de que se trata de un antagonismo inconciliable. Como explica Martínez Heredia: “[…] nunca se alcanzará la nueva sociedad como resultado de una evolución que ya no cabe en el capitalismo, ni es posible asegurar que no retorne si solamente se expropian sus medios de producción” (Martínez, 2015: 25).

Eusebio Leal ha señalado que la Revolución Cubana fue una obra moral regeneradora, cuya consecuencia económica fue un país mejor para todos. Se trata entonces —más allá de preservar las conquistas sociales y promover un modelo económico próspero y sostenible—, de que trabajemos contra el burocratismo que lastra la concreción práctica del pensamiento transformador. Frente a los desafíos del presente y el futuro, se impone velar porque en las áreas decisivas para la construcción ideológica de la nación los cuadros institucionales —hombres y mujeres— sean los más sensibles y cultos, los más comprometidos con los sectores humildes de nuestro pueblo, e identificar entre ellos en los que converjan la poco usual facultad de contribuir a la producción teórica revolucionaria, con la capacidad organizativa y de dirección: ¿Qué hubiese sido de la revolución sin el Che, sin Roa, sin Carlos Rafael, sin Vilma, sin Celia, sin Haydée, sin Hart, sin Fidel y Raúl?

Lo mismo en el debate político que en la creación artística de la vanguardia, debemos conectar desde los sentimientos con las bases populares para extender el pensamiento humanista más allá de los recintos institucionales y universitarios, y eso lleva un esfuerzo económico estatal. En ese empeño, las facultades y escuelas pedagógicas, por su posibilidad de multiplicar con mayor rapidez los resultados, deberían constituirse en centros vitales de la batalla, con el indispensable patrocinio del Ministerio de Educación y la colaboración de la UNEAC y la Unión de Historiadores de Cuba. Se impone rescatar el espíritu de los maestros ambulantes: tocar puerta a puerta; ganar corazones. Resulta estratégico recuperar el papel, esencialmente social, de las Casas de Cultura, pero lograrlo implica mejorar las condiciones materiales y salariales de sus instructores, que mucho pudieran aportar a la sensibilidad y el patriotismo de nuestros hijos, y al fomento de los valores de la cultura del socialismo en la comunidad.

Como parte de esta cruzada, esencialmente cultural, en la que varias instituciones e intelectuales del país trabajan con profundo sentido de la responsabilidad del momento histórico —aunque considero que los esfuerzos pudieran tener una mayor articulación—, debemos poner la historia a dialogar con el presente, sin formalismos ni teques, que tanto la perjudican. Ello nos permitirá aprender del pasado, encontrarnos con las claves que nos han traído hasta aquí, sacar lecciones. También nos dará fuerzas para continuar la formidable tarea de la revolución que comenzaron Céspedes, Agramonte, Maceo y Martí, y que hicieron realidad Fidel y Raúl, a quienes les debemos gratitud eterna por habernos traído victoriosos hasta aquí. Aprender y aprehender esa historia nos ratificará en un propósito que recorre cinco siglos: no ponernos de rodillas ni entregar la patria que nuestros padres nos legaron de pie.

Ernesto Limia Díaz es Historiador y Licenciado en Derecho. Autor de los libros “Cuba entre tres imperios: perla, llave y antemural” y “Cuba Libre: la utopía secuestrada”.

Fuente: Cubadebate


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