Hace cien años en París o la banalidad del mal económico
«Ya has estado allí, Neo. Conoces ese camino. Sabes exactamente donde acaba, y yo sé que no es donde quieres estar». (The Matrix, película de 1999)
En el mes de noviembre se cumplirá el siglo de la firma del armisticio de Compiègne con el que se trataba de poner fin a las hostilidades en el frente occidental de la Gran Guerra, luego llamada Primera Guerra Mundial. Los aliados y Alemania daban por terminado así el conflicto bélico más devastador que, hasta el momento, había sufrido el continente; y ciertamente llevaba sufridos unos cuantos a lo largo de la historia. 9 millones de soldados muertos, 21 millones los heridos, 10 millones de civiles fallecidos. Pero aún faltaba por redactar un tratado de paz que hiciese oficialmente definitivo el final de la guerra, en el que se plasmaran punto por punto las condiciones que habían de satisfacer las potencias vencidas, Alemania y el Imperio Austrohúngaro. Ello llevaría varios meses, y no sería materializado hasta junio de 1919 mediante el conocido como Tratado de Paz de Versalles. Un documento que, según amplio consenso historiográfico, sembró las semillas en gran medida para el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
John Maynard Keynes, el archiconocido y singular economista inglés, estuvo presente en París a partir de enero del mencionado año en que comenzaron las negociaciones para la firma del tratado. Quien tenga interés por conocer los detalles de lo allí ocurrido durante el proceso, puede leer el capítulo titulado «Europa agoniza: Keynes en Versalles» perteneciente al libro La gran búsqueda. Una historia de la economía de la escritora germano-estadounidense Silvia Nassar. A través del cuadro, magníficamente compuesto por su autora, uno contempla un acontecimiento en el que el espíritu humano, y particularmente la civilización europea, se enfrentó a uno de esos momentos decisivos de la historia, una de esas encrucijadas en las que pudo marcar un punto de inflexión para enderezar su camino hacia un mayor acercamiento al ideal fraternal de humanidad. Lejos de eso, ganó la sed de revancha, representada sobre todo por la delegación francesa, frente a quienes, como el propio Keynes, entendía que no se debía exigir a Alemania y Austria que asumieran en solitario el pago de todas las indemnizaciones de guerra, máxime teniendo en cuenta el alto endeudamiento que habían alcanzado como consecuencia de afrontar durante tanto tiempo un descomunal gasto bélico.
La coyuntura económica de entonces era terrorífica. El exponente más patético de ello eran los Kriegskinder, los «niños de la guerra», que sufrían dramáticos problemas de crecimiento como consecuencia de la alimentación deficiente con la que se estaban criando. Pero es que, además de toda la inconmensurable destrucción material y humana, los antiguos canales del comercio y el crédito se habían desmoronado. Había sed de venganza en París, pero también una necesidad de cargar a los otros las facturas de la aniquiladora guerra. Por eso el capítulo económico de las negociaciones del tratado era de vital importancia. De todo ello era muy consciente el todavía joven Keynes, la estrella ascendente del Ministerio de Hacienda británico, miembro integrante de la delegación de su país. Su posición respecto de las reparaciones de guerra había quedado clara desde diciembre de 1918, cuando entregó al ministerio un informe en el que, básicamente, venía a defender la moderación en los niveles de exigencia. Para que se vea claro: si la comisión interaliada encargada de evaluar las reparaciones recomendaba que Alemania pagase 40000 millones de dólares, el economista británico sostenía que no se le debían exigir más de 3000. También discrepaba de la mayoría de políticos y opinión pública de los países vencedores en la forma mediante la que Alemania debía pagar, ya que aquéllos creían que debía ser despojada de sus bienes transportables, públicos y privados, mientras que Keynes prefería que se dejasen más o menos intactas las propiedades del país derrotado, suministrarle materias primas e imponerle un tributo anual sobre los futuros ingresos de la exportación. No tenía sentido imponerle condiciones que lo incapacitasen para la producción y consiguiente generación de riqueza. Dicho de otro modo: para la reactivación de la economía europea era un absurdo mantener a Alemania como una nación depauperada, que, por ende, no iba a ser capaz de pagar las altas reparaciones que se le exigían desde los sectores mas revanchistas.
La historia es la que es, y ya se sabe: el Tratado de Paz de Versalles fue inmisericorde con las potencias derrotadas. Sobre ello escribió meses después John Maynard Keynes en Las consecuencias económicas de la paz, el libro que publicó sobre su breve, pero intensa experiencia política: «Jamás ha traicionado el espíritu de un Tratado de Paz tan brutalmente las intenciones que se dijo habían guiado su concepción como en el caso de este Tratado (…) en el cual toda decisión se permite con rudeza y falta de piedad, en el que no se encuentra un soplo de simpatía humana, que ultraja a todo aquello que une al hombre con el hombre, que es un crimen contra la humanidad misma, contra un pueblo doliente y torturado». El primer ministro británico David Lloyd George, quien a última hora había intentado sin éxito suavizar las exigencias del tratado frente a franceses y norteamericanos, predijo sombríamente al final: «Dentro de veinticinco años tendremos que repetirlo todo y nos costará tres veces más». Espeluznante.
En el libro citado –terroríficamente derrotista, por cierto– Keynes ve en aquel momento histórico una oportunidad perdida para «aliviar el conflicto civil de la familia europea», lamenta que no se hiciera de la rehabilitación económica de Europa el instrumento privilegiado para convertir al conjunto de sus países en una comunidad de «buenos vecinos» y niega cualquier tipo de progreso automático. «Una vez aprendida la lección, Keynes –destaca Silvia Nassar– no podía entender cómo un gobierno podía seguir ignorando sus responsabilidades para restaurar la prosperidad».
Ya en el presente, las voces de los noticiarios y los titulares de prensa en los últimos días nos hacen caer en la cuenta de que, por estas fechas, se cumplen diez años del inicio de la última gran crisis económica. También han hecho saber al común de los mortales que Grecia ha expiado en primera instancia sus pecados financieros con la conclusión oficial el mes pasado del rescate europeo de su economía. No he podido evitar acordarme de Keynes en París al volver a todo ello. Porque esa expresión de «pueblo doliente y torturado», tan certera y preñada de compasión, que el economista británico aplicó a la nación germana, muy bien se podría aplicar a las gentes de Grecia.
El caso de Grecia, como el anterior de las reparaciones de la Primera Guerra Mundial o lo ocurrido tras la guerra civil de Estados Unidos o después de las guerras napoleónicas, es un ejemplo concreto de algo que viene ocurriendo a escala global desde hace décadas, a saber, la «polarización entre acreedores y deudores». Este es el sintagma que utiliza el economista norteamericano Michael Hudson en su libro de reciente publicación en castellano titulado Matar al huésped; una voluminosa y prolija obra mediante la que trata de advertir de cómo la deuda y los que él llama «parásitos financieros» destruyen la economía global.
El calvario económico de Grecia es dolorosamente paradigmático; por eso mismo Hudson le dedica muchas páginas de su libro, siendo como es una de las manifestaciones de lo que él llama «el golpe de Estado de 2008» –ahí es nada– por el que se salvó a los bancos, no a la economía. En sus palabras: «En lugar de eliminar las malas deudas acumuladas con anterioridad a 2008, se las ha mantenido en su lugar. Esto, unido a los recortes en los programas de gasto público, reduce el mercado interno provocando que los precios de la vivienda y de otros activos pierdan su sostén y los salarios caigan. Los bancos fueron rescatados, no así la economía».
Aclaremos, por si acaso, que cuando él dice «economía» se refiere a la economía productiva, la real, frente a la financiera, creadora de dinero pero no necesariamente de riqueza. Quiere decirse que el sistema mutó en 2008 fortaleciendo al capitalismo financiero frente al industrial, pues hasta entonces los cracs financieros tenían de bueno que provocaban la eliminación de sobrecarga de deuda a fin de que las economías pudieran recuperarse. Esto es lo que remarcó con ocasión del término oficial del susodicho rescate griego el mediático economista Emilio Ontiveros, cuando declaró en una emisora de radio que los mercados tenían que haber asumido parte de la deuda con quitas porque fueron responsables del excesivo endeudamiento del Estado heleno. Con estas palabras lo exponía en declaraciones a un informativo radiofónico recientemente (Hoy por hoy, Cadena Ser, 20 de agosto): «En este caso ha sido un salvamento a los acreedores. Son los contribuyentes, los ciudadanos griegos, los que están soportando en gran medida parte de esos trescientos mil millones de euros de salvamento. Hubiera sido razonable que los acreedores, que prestaron en su momento en exceso a Grecia, hubieran de alguna forma sufrido en mayor parte las consecuencias a través de renunciar a cobrar lo que prestaron en exceso. Cuando hay efectivamente una situación de insolvencia, hay un problema del que debe, pero también hay un problema de insuficiente control de riesgos por parte del que prestó».
En el caso de Grecia –como también en el de Irlanda y España– la así llamada Troika –FMI, Comisión Europea y Banco Central Europeo–, en contra de lo tan sensatamente expuesto más arriba, decidió salvar a los tenedores de bonos ampliando el crédito del rescate lo suficiente para que no perdieran un solo céntimo de todo lo que prestaron a los sucesivos gobiernos sin tener en cuenta la capacidad de éstos para pagar. Consecuencia, como señala Hudson: «Los tenedores de bonos y los depositantes de los bancos tomaron su dinero y corrieron, mientras que la gravosa deuda externa la tuvo que pagar la población a través de enormes impuestos, a una escala hasta entonces conocida solo en situaciones de emergencia bélica». Nada que ver con la idea de la economía como instrumento privilegiado para realizar el bien común, como ya propugnara John Maynard Keynes hace un siglo y que en nuestros días defienden economistas de la talla del premio Nobel francés Jean Tirole. Es precisamente este economista quien, en su libro titulado La economía del bien común, a cuenta de la situación de Grecia justamente, vuelve a las preocupaciones éticas e históricas que ya asaltaron a Keynes tras su experiencia en París. Entre las inquietudes que destaca está la relativa a las relaciones europeas: «Las relaciones entre los pueblos de la Unión Europea, concebida por los padres fundadores para fomentar la paz en el continente, cada vez están más deterioradas. (…) asistimos a una resurrección de viejos y tristes clichés sobre los pueblos, especialmente sobre los alemanes y los griegos; y los populistas antieuropeos de izquierdas y, sobre todo, de derechas aumentan en número de electores día a día».
Un siglo después de que Keynes clamara por «aliviar el conflicto civil de la familia europea», y que demostrara compungido, a partir de lo que contemplaba con impotencia, que hay una economía para el bien común –y, por ende, para la paz– y una economía para el enfrentamiento entre los grupos sociales y las naciones –es decir, para la guerra–, la historia inquiere: quo vadis, Europa? Pensar esta pregunta se torna una necesidad acuciante estos días cuando sabemos que en el parlamento europeo se debate si sancionar o no al gobierno húngaro de Víctor Orban por incumplir las leyes de la UE, esas mediante las que se trata de asegurar el respeto a los valores democráticos y humanistas que conforman el ideal de Europa y que se pretenden universales.
El homo economicus, que dice el economista francés Daniel Cohen, le está ganando la partida al homo moral. Ambos son incompatibles, y para según qué propósitos hay que escoger muy bien quién es el que se debe sentar a tomar las decisiones: si el que coloca la competitividad y la consecución del máximo beneficio a corto plazo –el primero– o el que trata de salvaguardar un estado de cosas lo más propicio posible para que la mayoría de personas traten de alcanzar su ideal de vida buena.
El antes aludido Michael Hudson ve en lo que llama «banalidad del mal económico» el atroz síntoma del enseñoramiento de ese homo economicus de la mano del paradigma actualmente dominante en el capitalismo. Quien tenga algo de cultura filosófica contemporánea seguramente sepa que el concepto de banalidad del mal se lo debemos a la filósofa de origen alemán Hannah Arendt. Ella es uno de esos intelectuales a cuyo pensamiento no dejó indiferente ese otro apocalipsis europeo que fue la Segunda Guerra Mundial y, particularmente, el horror del holocausto, el cual, además, le atañía especialmente por su condición de judía exiliada de su patria. La expresión fue acuñada por esta pensadora cuando hizo de corresponsal para The New Yorker en 1961 informando desde Jerusalén del juicio por crímenes de guerra a Adolf Eichmann, el oficial nazi responsable operativo de que millones de judíos y de otras personas de diversos colectivos estigmatizados por el régimen totalitario fuesen enviados a varios campos de concentración de acuerdo con la así llamada «Solución Final». ¿Por qué Eichmann, un tipo normal a todas luces, pudo ser agente en la realización de tamaño mal? Esto se preguntó la filósofa. Su respuesta fue que ese hombrecillo mediocre sencillamente no pensaba en lo que estaba haciendo, no alcanzó a tener nunca verdadera conciencia de ello, de cuáles eran sus consecuencias; debido, principalmente, a su incapacidad para pensar desde el punto de vista del otro, de aquel al que estaba metiendo en aquellos lúgubres vagones que se dirigían directamente a la más terrible de las muertes. Así que –estableció Arendt– el más abyecto mal parecía definirse por la pura banalidad.
La sombra de la banalidad del mal se proyecta en las decisiones y acciones de muchos de los agentes económicos actuales que vienen a dar cuenta de la deriva que ha seguido durante las últimas décadas el sistema financiero ahora vigente. Individuos como Eichmann, inconscientes de las consecuencias para muchos otros de una forma de proceder tanto en política como en economía beneficiosa a corto plazo y para quienes están al mando, pero de gran perjuicio para muchos otros, inermes sin la protección de una política económica que no pierda el norte del bien común. Así como la banalidad del mal definida por Hannah Arendt contaba con la ideología nazi como ingrediente necesario para apantallar el pensamiento de quienes la ejercían, así la banalidad del mal económico tiene en la ideología neoliberal y particularmente en el dogma del libre mercado sus justificantes plenipotenciarios.
En La gran apuesta (The big short), película estadounidense de 2015, su director Adam Mckay nos ofreció una cruda narración, no exenta de sus buenas dosis de espectáculo hollywoodiense y de didáctica financiera, de lo que fueron aquellos aciagos meses de hace una década, cuando la burbuja financiera nos estalló en la cara. En una de sus más lacerantes secuencias dos jóvenes aprendices de brujo de Wall Street que acaban de pegar un pelotazo que les va a convertir en multimillonarios, lo celebran con gesticulaciones y gritos de adolescentes ante un sobrio Brad Pitt que interpreta al veterano broker que les ha hecho de mentor y llevado su negocio al éxito. He aquí el diálogo:
Ben Rickert (interpretado por B. Pitt): ¡Parad ya, basta!
Jamie: ¿Qué?
B. Rickert: ¿Tenéis idea de lo que habéis hecho?
Charlie: Venga, acabamos de hacer el trato de nuestra vida. ¡Tenemos que celebrarlo!
B. Rickert: Habéis apostado contra la economía norteamericana.
Jamie y Charlie: ¡Jóder, sí señor!
B. Rickert: Y eso significa, significa que si tenemos razón muchos perderán sus casas, perderán sus empleos, perderán todos sus ahorros, perderán sus pensiones. Lo que más odio de la banca es que reduce a la gente a cifras. Por cada uno por ciento que aumenta el paro mueren cuarenta mil personas, ¿lo sabíais?
Charlie: No, no lo sabía.
Jamie: Nos hemos dejado llevar, no…
B. Rickert: ¡Pero no bailéis, coño!
Es el diálogo antagónico entre el homo economicus y el homo moral; o –lo que viene a ser lo mismo– la descarnada faz de la banalidad del mal económico. A decir de Michael Hudson, su modo de operar es bien patente: «La primera incursión se hace en el Poder Ejecutivo, a través de los bancos centrales y los Ministerios de Hacienda. La estrategia consiste en imponer leyes a favor de los acreedores para regular la quiebra, la ejecución bancaria, la regulación y tributación de las actividades bancarias y la propiedad. Con este fin, el capital financiero ahora opera en gran medida a través de instituciones financieras supranacionales. (…) el FMI y el Banco Mundial, seguidos por la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, tratan de imponer la austeridad y unas privatizaciones a precios de saldo, mientras cargan las economías con un lastre de deuda interna y externa que hace hoy las veces de principal palanca de mando. Mientras, se afirma que todo esto hará las economías más ricas y elevará los niveles de vida».
De aquellas palabras de hace diez años de Nicolas Sarkozy, cuando el estallido de la crisis, proclamando la necesidad de refundar el capitalismo hemos pasado al atronador golpeo de pecho de un imponente King Kong que, desde su altura, ni siquiera ve a aquellos que aplasta con cada paso que da. Ojalá no lleguemos a retroceder hasta encontrarnos de nuevo como Keynes en París hace cien años.