Para qué los estándares
Una de las creencias más arraigadas en el ámbito del Atlántico Norte es la estar guiados o sometidos a estándares, a normalizaciones que regulan, en último término, el curso de nuestras vidas, y con ellas la mismísima idea de verdad. Visto así no cabe la posibilidad de una forma de vida cuya regulación pueda darse llegando a coincidencias establecidas dentro de una justificación, donde ya se pierde de vista la idea regulativa de verdad, como es el deseo de Habermas.
Pero la pregunta puede hacerse mayor cuando cuestionamos los estándares mismos, incluido el de la justificación. Porque si hay una normalización de la justificación seguiríamos apuntando hacia esa necesidad regulativa a la que se ha hecho referencia antes. Parece ser que el peligro radica en que una justificación sin normalizar estaría invalidando cualquier tipo de análisis sociológico para entrar, indefectiblemente, en el plano, por así decir, consuetudinario: algo así como primitivo o salvaje, muy lejos ya de la cultura liberal democrática propia de nuestro ámbito geográfico.
En una palabra, el peligro está en olvidar el primer eslabón de la cadena de nuestra civilización, que no es otro que el principio de verdad dentro del dominio de la razón. Conviene, por tanto, no dejar de lado el macrorrelato que dignifica no sólo nuestra cultura, nuestra teología y nuestra vida, sino también que posibilita el pensamiento político, precisamente el mismo pensamiento que fabrica las normalizaciones, los estándares.
Cuando hemos querido llevar una vida participativa en base a la justificación, huyendo del discurso normativo regulado por la verdad racional establecida, entonces se nos ha exigido una explicación porque parece ser que no tenemos cabida en un mundo ya terminado e imposible de revolucionar mediante una práctica discrepante.