Kepa Tamames •  Opinión •  22/07/2020

Delator y amargado: la «vieja normalidad» [ATEA]

Se entera ahora de que el del cuarto izquierda tiene perro. En su fuero interno, el can “es feo como un demonio”.

Desde que supo que el mero hecho de tener chucho permite al dueño salir a la calle unos minutos, mientras el resto de la tropa debe quedarse recluida en casa, le repatea las tripas en lo más hondo. Incluso llega a recuperar ideas de antaño, ya difuminadas en su mente, como que por qué hay que soportar la presencia de animales en la comunidad de vecinos. No especula con que quizá se trate de un ser rescatado del infierno, entiéndase por tal la soledad de una caseta hedionda en medio de la nada, o una cadena y su entorno por todo mundo, o una condena al ostracismo porque sí. Como tampoco piensa que a lo mejor el animalito tiene sus necesidades, físicas y de las otras. No conjetura el delator que a lo mejor bastante tuvo el pobre con la experiencia de la perrera, como para que ahora lo recluyan de nuevo. Ni piensa el amargado vecino que la ‘suerte’ de los unos no engorda per se la desgracia de los demás. Menos aún repara en que en su propio [y dictatorial] confinamiento nula responsabilidad puede achacársele al tipo del cuarto izquierda, del que ignora nombre y edad; con el que apenas coincide en la calle; pero hacia el que siente especial inquina y hasta malos deseos desde que lo vio en la concentración antitaurina hará un par de años, mientras él entraba a la plaza. “Valiente hijoputa el vecinito”, pensó entonces, e incluso cree recordar saliendo de su puño un dedito enhiesto en dirección al grupo de ecologistas… pero no llega a tenerlo claro; quizá confunde deseo y realidad.

Vuelve su cabeza al paseo del perro… “Se pasa el día con el pulgoso ese en la calle. Y cuando no es él, lo saca su mujer. Seguro que por los pobres de África no se preocupan. ¡Vaya par de desalmados!”.

Ahora que lo piensa, sí le parece recordar que años atrás apareció la pareja con un manojo de pelo revuelto en los brazos. Por supuesto, se hizo el remolón para no compartir con aquel peluche apestoso ni portal ni aún menos ascensor. Organiza el escenario en su cerebro: los perros, amarrados a la entrada de la casa, en el pueblo, donde siempre han estado. “Esta moda moderna ―ni se percata de la redundancia, si acaso conoce el término― no puede traer nada bueno.” .

Vino a casa Moflete un día desapacible fuera, y descubrió dentro radiador y colchón de lona. Cuando despertó, prefirió creer que su vida anterior formaba parte de un mal sueño. Le agradó pensar que había estado allí desde siempre, y que aquellos desconocidos eran ya amigos, pues solo ellos te traen en brazos, te dan un buen baño caliente y te arrancan el hedor del chenil, al que no te acostumbras nunca, digan lo que digan ciertos vecinos. Diríase Moflete una persona feliz (hagan su propia investigación sobre el sustantivo), con todas sus necesidades ―o al menos las que él percibe desde su naturaleza canina― más que cubiertas. Con semejante panorama, ¿quién firma otra cosa?

No desaprovecha ocasión el amargado vecino para ‘delatar’ al del cuarto izquierda en viaje compartido de ascensor. “Ya iba otra vez este pájaro a pasear al perro. La tercera vez que le veo hoy”. El sufrido «cómplice», según casos y estado de ánimo, se limita a mirarle, quizá le regala un muy discreto gesto de aprobación, pura diplomacia; en su mayoría miran al techo, y acaso ruegan al Señor un trayecto rápido; y hay quién le afea el comentario sin demasiada floritura: “Gracias que todos no somos como usted”. Ante tales respuestas, el delator amargado da un respingo teatral, pero al menos tiene otro enemigo en el zurrón, y deseoso está de confesárselo a su mujer, sin la menor sospecha de que ella, desde su silencio larvado durante décadas, y sin que sirva de precedente, está en este particular asunto más con los del cuarto izquierda que con su propio marido.

Kepa Tamames.

ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales).


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