José Haro Hernández •  Opinión •  23/06/2021

Trabajo para todos

Juan trabaja en la construcción, aunque sin contrato. Cobra 40 euros al día por una jornada de ocho horas. Tiene quince minutos para almorzar y media hora para comer. Sale, por tanto, a unos cinco euros la hora. Obviamente, sin cotización alguna a la Seguridad Social. Mohamed trabaja en el campo. Tiene contrato y cobra unos seis euros por hora. Descansa sólo un día a la semana. No tiene vacaciones y raramente faena todo un año. Ana está en la hostelería. Su contrato dice que ha de trabajar cinco horas, pero en realidad echa unas nueve. Como Mohamed, sólo para un día, aunque su convenio de sector menciona dos. Cobra unos mil euros al mes, buena parte en negro, puesto que casi media jornada está sumergida.

Esta gente explotada(el salario mínimo está fijado en 7,43 euros por hora)y profundamente precarizada en sus condiciones laborales(y de vida) no son, desgraciadamente, casos aislados, como no lo son los del PP en relación a la corrupción. Son paradigma de un marco de relaciones laborales que afecta a millones de personas, particularmente en regiones como la murciana. Marco que coexiste, como no podía ser de otra manera, con un desempleo estructural del que la economía española no se libra ni siquiera en tiempos de bonanza sostenida. Así, antes del Covid, el paro español, tras años de crecimiento del PIB por encima de la media europea, alcanzaba un nivel superior al 14%, mientras que en la eurozona se situaba por debajo del 7%. Pareciera que las anomalías que registra el sistema democrático español en lo tocante a la Justicia politizada, la aceptación social de la corrupción, la impunidad de las ideologías del odio y la criminalización de determinadas ideas sobre el modelo territorial, se expresa  en lo socioeconómico a través de un poder empresarial desmedido que habría cooptado al poder democrático electo, convirtiendo a éste en garante del completo desequilibrio que hay entre capital y trabajo en favor del primero. Ése era el sentido, precisamente, de las reformas laborales últimas, sobre todo la de 2012, que desposeyó al sindicalismo de cualquier capacidad de influencia en el ámbito de la negociación colectiva, acabando, de hecho, con ésta. Un dato dramático refleja esta situación: el sueldo de los y las jóvenes es, en términos reales, un 50% más bajo en la actualidad que en los años 80.

Lo peor es que tanto en el gobierno como en la sociedad parece haberse instalado una suerte de fatalismo en lo que respecta a las expectativas futuras para el nivel de ocupación. Eso explica que el FMI contemple, para 2026, un escenario de paro del 14,4%. Prácticamente el mismo que en 2019, con la diferencia de que para entonces tendremos una producción, teóricamente, muy superior a la del año prepandémico. El propio ejecutivo prevé, para 2021, que aquella tasa se eleve hasta el 16%, a pesar de la fuerte subida del PIB que se prevé. Se acepta un modelo en el que el crecimiento de la riqueza se basa exclusivamente en un incremento de la productividad por trabajador, no en la generación de nuevos puestos de trabajo. Es un esquema que perpetúa la desigualdad en este país, la mayor de la eurozona.

La precariedad y el paro son dos caras de la misma moneda. Se trata de dos realidades interdependientes que se autoalimentan. Todos conocemos a alguien que, en alguna ocasión, nos ha contado que ha tenido que aceptar unas condiciones laborales insultantes, incluso ilegales, bajo la advertencia del empleador de que, en caso de ser rechazadas, cientos de personas paradas esperaban en la puerta dispuestas a humillarse por dos duros. Por otra parte, las actividades mal pagadas e inestables provocan un subconsumo que impide el desenvolvimiento del potencial productivo de una economía y, por tanto, algo que se acerque al pleno empleo.

El capitalismo español, por su parte, ha demostrado dos cosas. Primero, que es incapaz de rebajar, incluso en períodos de euforia, la tasa de desocupación por debajo de los dos dígitos. Segundo, que se opone con uñas y dientes a cualquier reforma del mercado laboral, como la que ahora pretende Yolanda Díaz, que busque mitigar la temporalidad y el trabajo informal, pilares de la devaluación salarial que sufre la clase trabajadora desde hace décadas.

Añadiendo a lo anterior que este país sufre dos déficits gemelos, el de recaudación fiscal y el de puestos de trabajo, está meridianamente clara cuál es la solución a implementar por el gobierno: ingresar unos 70.000 millones de euros más en las arcas de Hacienda(como pide Europa) y destinar una buena parte de esos recursos a garantizar un empleo, por parte de las distintas Administraciones, a prácticamente todo aquél o aquélla que lo solicite. Tan sólo en sanidad, faltarían, entre plazas de enfermería, auxiliares, celadores y médicos, unas 200.000 personas. Si nos adentramos en el campo de los cuidados a las personas vulnerables, tanto en domicilios como en residencias, hablaríamos de un contingente muy importante. En la educación(generalización de la enseñanza de 0 a 3 años y reducción de ratios), preservación  y mejora del medio ambiente, rehabilitación de edificios, etc, otro tanto. Por consiguiente, el Estado, en sus distintos niveles, estaría en condiciones de ofrecer una salida laboral a millones de personas, hasta llevar la tasa de paro a la media de la eurozona en épocas precrisis(un 7%). Esto  obligaría al sector privado a ofrecer salarios más elevados y una mayor estabilidad laboral, con el consiguiente incremento de los recursos canalizados hacía la Seguridad Social y la Hacienda Pública, lo que posibilitaría sacar de la anemia a nuestro Estado del Bienestar.

Resumiendo: el cambio que este país requiere pasa por impulsar el trabajo digno. Las demás mejoras vienen por añadidura. Y si para este menester la empresa privada se muestra impotente, le toca al gobierno arremangarse. Porque recursos, haberlos, haylos. Se trata de repartirlos un poco mejor.

joseharohernandez@gmail.com


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