Deja vu
La esperpéntica movilización motorizada convocada por Vox ayer ha despertado tremendas inquietudes en buena parte de la población. Unida a las caceroladas de lo que en las redes sociales ha coincidido en denominarse como la “revuelta Cayetana” (una caricaturización bastante próxima a la realidad del sustrato social que compone la masa protestona), esta carrera de los autos locos reivindicativa parece transmitir que en la Nueva Normalidad, la extrema derecha campa a sus anchas.
Cierto es que hay motivos para la inquietud. La total permisividad de unas fuerzas del orden, que con demasiada frecuencia permiten entrever un exceso de amabilidad y sintonía con la propuesta política más derechista del panorama, hacen cuestionarse su disposición a defender con equidad los derechos fundamentales y los recursos del menguante estado de derecho.
Por otra parte, poco parece importar que en rigor, numéricamente, la convocatoria fuese un auténtico fiasco. Las cifras más optimistas sitúan la caravana de odio y pseudopatriotismo vacío en alrededor de 8000 vehículos. Muy lejos del nivel de asistencia a muchas movilizaciones y manifestaciones que los medios de comunicación no tuvieron reparo en ignorar por completo. O de los atascos que se generan en el distrito de San Blas cada vez que juega el Atlético de Madrid, por obra y gracia de uno de tantos desastres de planificación urbana en la Madrid del permanente pelotazo público-privado.
A pesar del limitado nivel de movilización las principales cabeceras y canales de este país no tuvieron reparo en dedicar la mayor parte de su espacio a su cobertura, una labor de amplificación que aumenta muchísimo el impacto sobre la opinión pública de los sinsentidos políticos de la tropa de Abascal, Ortega Smith, Espinosa de los Monteros o Rocío Monasterio. Un tema que merecería un análisis propio.
Lo ayer presenciado, además, no tiene nada de novedoso. Evoca agitaciones pasadas, probablemente no tan grandilocuentes como piensen. La estrategia desplegada ayer, encender a su sector afín de la opinión pública sin mayores argumentos que el odio visceral a la composición de gobierno actual, ya fue puesta en marcha por la derecha de este país no hace tanto. Una derecha que durante las últimas décadas, aunque la memoria es limitada, siempre ha sido capaz de desplegar la mejor crispación que el dinero puede comprar.
En marzo de 2007, la FAES, el brazo militar del Partido Popular convocó una movilización masiva contra las negociaciones de paz en el País Vasco. Puede que, visto en perspectiva, no tenga mucho sentido, pero en aquel momento lo cierto es que tampoco lo tenía. Pero las encendidas proclamas contra el gobierno filo bolchevique de José Luis Rodríguez Zapatero (sí, aquel que continuó con el modelo económico del ladrillo conduciéndonos al estrellato, el de estrellarse con todo, con la crisis financiera que llegaría muy poco tiempo después, era entonces calificado de “bolchevique”), lograron movilizar a cientos de miles de personas de todo el país para manifestarse en la Plaza de Colón.
Este encendido discurso del vacío, que probablemente inspiró a otros adalides de la democracia liberal como el expresidente colombiano Álvaro Uribe en su campaña de rechazo a la Paz, facilitó que el bloque derechista permaneciese altamente movilizado en las elecciones generales que tendrían lugar al año siguiente. El Partido Popular, gran beneficiado de la neurosis anti-Zapatero en aquella España del bipartidismo, logró obtener unos resultados históricos con más de diez millones de votos, la misma cifra que en sus dos victorias por mayoría absoluta, en 2000 y en 2011. Pero perdió. Su nivel de agresividad, su descentrado discurso, el total vacío de sus propuestas, despertó el temor del espectro de votantes de centro izquierda que otorgó al gobernante PSOE sus mejores resultados desde 1982.
Aunque en esta ocasión la movilización ha sido considerablemente menor y descentralizada (las exigencias de un país confinado por el coronavirus), y el monstruo del coco instrumentalizado haya dejado de ser la política gubernamental para acabar con la violencia del conflicto vasco, para ser la gestión de la gestión sanitaria de una pandemia que asola al mundo entero, la autoestupidez motorizada de ayer resulta un déjà vu con extra de negligencia sanitaria. Las formas y el fondo son los mismos: Mantener cerradas las filas entre los votantes y apoyos de las fuerzas políticas que defienden los intereses de la clase rentista que maneja la economía de este país. En aquella época les funcionó ante los incipientes casos de corrupción que comenzaban a asomar en el aparato del partido conservador. Su apuesta es que en esta ocasión funcione, tanto a la nueva herramienta con extra de crispación enajenada, como a la marca original, que permanece en el banquillo, pero espera que estas estupideces desvíen la atención de la desastrosa gestión de la crisis sanitaria en la Comunidad de Madrid, punta de lanza del proyecto neoaguirrista que controla el aparato de Génova.
Olvidémonos de supuestas basculaciones de la clase trabajadora, tantas veces invocada y profetizada por opinólogos, hipsters metidos a analista políticos porque les salió de ahí, y demás artistas de la náusea genéricos. El formato no ha variado un ápice en los últimos 15 años. Es su juego. Solo suyo. Y no se debe ni puede responder de la misma forma. El total vacío de contenido de su propuesta, las proclamas irracionales y la agitación de símbolos, a ellos les funciona.
A cualquier otro, no.