La luz en la ventana
Corre la cortina y abre las persianas, los rayos de luz atraviesan el polvo en la habitación, Marcelino vive en un edificio antiguo, descuidado por los dueños que tienen como inquilinos a migrantes latinoamericanos indocumentados, por eso no se preocupan en hacer las reparaciones obligatorias.
Por más que limpie, el polvo se acumula, como las cucarachas y las hormigas. Marcelino renta un estudio, una habitación pequeña donde tiene una estufa, un refrigerador pequeño y el baño, apenas le queda espacio para moverse. Después de vivir 12 años en un apartamento con 8 migrantes más, se aventuró a rentar un estudio solo. Lo pudo hacer dos años, pero la renta y las obligaciones en su natal Tacaná, San Marcos, Guatemala, se lo impidieron, por eso renta a otros dos migrantes, uno de México y otro de El Salvador.
La ropa la guardan en bolsas plásticas porque no hay espacio para muebles, para ahorrarse el espacio de la televisión ven series en sus teléfonos celulares, tienen tres colchones que durante el día los levantan y los repesan sobre la pared, entonces desdoblan las sillas y la mesa para el comedor, mismas que en las noches arruman en una esquina para volver a colocar los colchones.
Marcelino abre las persianas, el sonido de la nieve derritiéndose es alentador, pronto tendrá trabajo nuevamente, para los primeros días de primavera, cuando lo llamen para cortar grama. La época del frío se la pasa contándose las costillas, con trabajos de medio tiempo, temporales. Febrero en su caminar migrante es tan distinto al febrero de su natal Tacaná, donde cosechaba la segunda siembra de milpa, cortaba los chilacayotes[1] y los mirasoles amarillaban en el camino.
No sólo heredó el nombre de su abuelo materno, también el oficio de hacer adobe para vender, desde niño Marcelino ayudaba cortando zacate, regando el agua sobre la tierra que después amasaría con los pies. Alquilaban un pedazo de sitio que les servía para poner a orear los adobes, tenían que esperar veinticinco días para que estuvieran listos.
De la siembra y del adobe poco podía generar para la economía familiar, aun así, lo intentaba, hasta que un día el dueño del terreno no se lo rentó más porque se lo vendió a una familia del mismo sector que tenía a todos los hijos trabajando de indocumentados en Estados Unidos y con las remesas construyeron un motel.
Por eso emigró, obligado por las circunstancias, jamás hubiera cambiado los días de sol por los seis meses de cielo gris y nieve. Jamás por su propia voluntad habría cambiado el amarillo de los mirasoles por el polvo en ese edificio antiguo. Las mazorcas colgadas de las vigas del corredor por cucarachas en la despensa. Marcelino jamás se hubiera alejado de sus hijos físicamente si hubiera tenido para criarlos y brindarles mejores oportunidades, se fue obligado, como miles de guatemaltecos.
En febrero, cuando en Tacaná, huele a mazorca recién tapiscada, él sufre la depresión propia de los migrantes indocumentados que en invierno hace mella en el alma y en los sentidos, que les entume los huesos y les impide la movilidad. Marcelino trata de resistir, alcoholizándose con sus compañeros de habitación, para olvidar momentáneamente la realidad de ser indocumentado.
Se baña en Agua Florida y alcohol alcanforado para que las reumas no le impidan trabajar. Espera como abril a la primavera, que un día no tenga que abrir esa persiana para buscar desesperadamente los rayos de sol y disfrutar de febrero en su natal Tacaná, cosechando chilacayotes y maravillándose con los mirasoles amarillando en los caminos, comiendo con su familia un caldo de gallina de patio y tortillas recién salidas del comal.
Pero no sabe que en pocos meses morirá, que caerá abatido por un infarto provocado por la diabetes que no sabe que tiene. Será uno más de las estadísticas de migrantes indocumentados que fallecen en el exilio, sin un familiar cerca, que su cuerpo pasará meses congelado en la morgue hasta que las personas que lo conocieron junten dinero pidiendo en las calles, en las tiendas, en las iglesias, a sus compañeros de trabajo y lo envíen a su país de origen, donde lo recibirá su familia, la que tanto extrañó.
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[1] Mx, Gu, Ho, ES, Ni. Fruto comestible del chilacayote, oblongo, de color verde, y pulpa blanca y fibrosa; se usa para hacer mermeladas y frutas.
Blog de la autora:
Ilka Oliva-Corado @ilkaolivacorado