Los dueños del idioma español: el machismo al galope
El famoso escritor Arturo Pérez Reverte (con quien tengo la distinción de compartir cada domingo una página en el diario Milenio de México), en uno de sus recientes artículos titulado “La osadía de la ignorancia” nos reitera sus convicciones ideológicas, esta vez referidas al lenguaje. Reverte menciona la degeneración lingüística de incluir al género femenino en el exótico afán de equidad de las radicales feministas, como decir “diputados y diputadas” en lugar de “diputados” a secas. El novelista entiende que, “pese al deseo de ciertos colectivos de presentar la lengua como rehén histórico del machismo social, el uso genérico del masculino gramatical tiene que ver con el criterio básico de cualquier lengua: economía y simplificación”.
Sin embargo, si algo no tienen quienes hablan un idioma es economía y simplificación. De ser por estos preceptos, la gente casi no abriría la boca sino para comer. La lengua tampoco es un aparato independiente —y mucho menos neutral— que los pueblos usan: está llena de ideoléxicos que responden a valores que pueden ser universales o sectarios. Su base no es la economía sino los valores y prejuicios sociales del momento. Bastaría con recordar la dicotomía noble/villano, que establecía que si uno pertenecía a la aristocracia tenía valores morales superiores, pero si era un miembro del vulgo y vivía en una villa, no sólo era vulgar sino, además, villano. O esa otra categorización más contemporánea que identifica a la “gente de bien” con la alta burguesía que no depende de un trabajo sino de un apellido, y reserva el término trabajador para aclarar que es un hombre humilde, más bien pobre y sin posibilidades de tomarse un descanso en un crucero por el Caribe. Sobre todo, si el trabajador pertenece a alguno de los países pobres, donde las sociedades suelen ser más aristocráticas que en aquellos otros llamados “desarrollados”.
“O sea —razona Pérez—, obtener la máxima comunicación con el menor esfuerzo posible, no diciendo con cuatro palabras lo que puede resumirse en dos. Ésa es la razón de que, en los sustantivos que designan seres animados, el uso masculino designe también a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos.” No aclara sobre adjetivos como viril, que tradicionalmente significó virtud, aún en una mujer —ver el “Siglo de oro” y otros períodos dorados.
Pero tal vez no es por economía que se dice gatos para hablar de toda la especie gatuna, ni hombre para referirse a la humanidad. También es económico decir “gata” o “mujer”. Incluso la palabra “mujer” tiene una letra menos que la palabra “hombre”. No es necesario ser un genio para deducir de estas premisas que la razón es necesariamente otra.
En mi libro Crítica de la pasión pura (1997) sustituí la palabra genérica hombre por otra más neutral, creatrua. La debilidad de mi planteo es que nadie dejará de usar esta o aquella palabra porque a un modesto escritor se le haya ocurrido un neologismo para sustituir una tradición infinitamente mayor. Los escritores debemos lidiar con nuestro idioma, con sus virtudes y defectos, para evitar perder comunicación con nuestros lectores, igual que cualquier hablante. Pero no por eso vamos a confundir (no sin interés ideológico) un producto de la cultura con la naturaleza. Las palabras no son la inmediata expresión de la economía lingüística ni de las hormonas. Las hormonas pueden jugar algún papel en el idioma pero siempre a través de una cultura. Y esta cultura no sólo es la expresión del poder de turno sino también de la eterna aspiración de justicia. Como es sabido, no se prohíbe aquello que nadie desea realizar. No matarás y no robarás significan un deseo criminal previo. Pero la cultura, en estos casos, puede expresar cambios necesariamente “no naturales” para lograr un objetivo superior: la convivencia. Si la competencia es una de las leyes básicas del mundo salvaje, podemos entender que en muchas especies, y sobre todo en la especie humana, la cooperación ha sido fundamental en su propia sobrevivencia primero y en su fortaleza como especie después. Esta cooperación se ha dado de forma progresivamente más compleja, apoyada en una experiencia histórica.
La crítica y las modificaciones del lenguaje son parte de esta progresión en sociedades más complejas —o, al menos, más numerosas— que las sociedades medievales, donde un señor con capa sustituía la fuerza de sus argumentos con la fuerza de su brazo y la arrogancia de sus supersticiones políticas, religiosas y sexuales.
En mi país, Uruguay, donde se habla una forma más antigua del castellano que en España, las maestras de la dictadura nos obligaban a sustituir el “vos tenés” por el “tú tienes” y el “ustedes saben” por el “vosotros sabéis” para “hablar bien nuestro idioma”. Desde los diarios nos acosaban los prescriptivistas con sus reglas que la RAE administraba como si fuese la policía del idioma y España la dueña del “buen español”.
Hasta no hace muchos años, el lema de la RAE era “limpia, fija y da esplendor”. Se hacía implícito que el pueblo —la masa incapaz de cultura, al decir de Ortega y Gasset— ensuciaba y corrompía su propia obra. Si se hubiese aplicado ese famoso lema como regla, como la regla natural de economía, hoy hablaríamos la lengua de Baltasar Gracián, quien gustaba inventar aforismos como “lo breve si bueno, dos veces bueno”, regla de oro que jamás aplicó a su propia obra. O hablaríamos usando hiperbatones para maldecir a esos seres malignos e inferiores que Dios creó de una costilla del hombre. Es más, si se hubiese aplicado esa regla un poco antes, deberíamos estar hablando latín, ya que el castellano fue una “corrupción” de ese idioma.
Pérez Reverte se burla de las variaciones ideológicas y dilapidatorias del idioma: “llevaré a los niños y niñas al colegio o llevaré a nuestra descendencia al colegio en vez de llevaré a los putos niños al colegio.” Claro que tal vez es preferible gastar una palabra más antes que llamar puto (calificación denigratoria, según la RAE) a un niño, para no herir la economía del idioma.
“Pero todo eso —observa Pérez—, que es razonable y figura en la respuesta de la Real Academia, no coincide con los deseos e intenciones de la directora del Instituto Andaluz de la Mujer, doña Soledad Ruiz. Al conocer el informe, la señora Ruiz se quejó amarga y públicamente. Lo que hace la RAE, dijo, es «invisibilizar a las mujeres, en un lenguaje tan rico como el español, que tiene masculino y femenino». […] Aparte de subrayar la simpleza del argumento, y también la osada creación, por cuenta y riesgo de la señora Ruiz, del verbo «invisibilizar» —la estupidez aliada con la ignorancia tienen huevos para todo, y valga la metáfora machista”.
Hemos visto reiteradamente que por alguna particularidad los conservadores, los fariseos del poder que serían felices en el siglo XII argumentando, a capa y espada, siempre echan mano a su último recurso: la calificación de las facultades mentales del adversario dialéctico. Entre estas calificaciones la de estúpido, idiota, ignorante, son sus preferidos. Manía dialéctica que algún día habrá que psicoanalizar un poco.
Aparte, supongo que “tener huevos para todo” en su lenguaje económico significa “tener valor para todo”. Pero si aplicamos la regla básica de la economía, podemos observar que la palabra “valor” tiene una letra menos que “huevos”, por lo cual el derroche lingüístico puede deberse —otra vez— a otra razón. No vamos a sospechar que esa razón es ideológica o sexista, porque el novelista español es partidario de un lenguaje puro, “limpio, pulido y esplendoroso”. Además la palabra huevo, según la RAE es un “cuerpo redondeado, de tamaño y dureza variables, que producen las hembras de las aves” u “óvulo”. Por lo cual cuando un hombre tiene huevos puede entenderse, literalmente, como afeminado o, metafóricamente, como gallina. Descartamos la acepción testículo, porque la RAE dice que pertenece al vulgar.
“Alguien debería decirles a ciertas feministas contumaces, incluso a las que hay en el gobierno de la nación o en la Junta de Andalucía, que están mal acostumbradas.” Con todo, esta mala costumbre, al menos, no es milenaria, como la mala costumbre del machismo.
Entiendo que el feminismo es el resultado del desarrollo de la historia que comienza o se radicaliza, paradójicamente, con el nacimiento del humanismo. Las reivindicaciones feministas no nacen con la declaración de los Derechos del Hombre, pero se potencian con éstas. No podemos despreciar toda la historia como si les reprochásemos a los antiguos patriarcas no haber tenido conciencia de género. Sólo deberíamos reprochar a los neomachistas de hoy de no reconocer un mínimo de experiencia histórica, razonando como un caballero del siglo X, sobre la montura de sus arbitrarios privilegios de género que tanto emociona a los amantes de historias de capa y espada que ellos mismos son incapaces de soportar en carne propia. Pérez Reverte acusa a las feministas (una vez más está economizando palabras y conceptos, al no distinguir todas las variaciones de esta corriente de pensamiento y reivindicaciones) de insistir con “esa idiotez de violencia de género”. Es decir, si no se habla de la muerte, la muerte no existe.
“La lengua española —concluye Pérez—, desde Homero, Séneca o Ben Cuzmán hasta Cela y Delibes, pasando por Berceo, Cervantes, Quevedo o Valle Inclán, no es algo que se improvise o se cambie en cuatro años, sino un largo proceso cultural cuajado durante siglos, donde ningún imbécil analfabeto —o analfabeta— tiene nada que decir al hilo de intereses políticos coyunturales”. Uno descubre recién que Homero hablaba alguna variación del español. Incluso Séneca jamás hubiese comprendido un solo libro de Pérez Reverte, al menos que hubiese tomado clases de castellano avanzado. Pérez Reverte olvida que el castellano no lo inventó Alfonso el Sabio sino que surgió gracias a esos “imbéciles analfabetos” que no sabían hablar correctamente el latín ni tenían la chance de leer a (un romano de Hispania llamado) Séneca para limpiar, pulir y dar esplendor a sus lenguas de campesinos y pescadores.
También olvida que la lucha por la justicia, contra todas las formas de opresión, es aún más antigua que cualquier idioma y no simplemente un “interés político coyuntural”.
Según Pérez, la RAE, “es una institución independiente, nobilísima y respetada en todo el mundo”. Pero ¿independiente de qué? ¿Qué dioses son sus miembros? La RAE “gestiona y mantiene viva, eficaz y común una lengua extraordinaria, culta, hablada por cuatrocientos millones de personas”. Ahora nos enteramos que los cuatrocientos millones de habitantes de América y de la península tenemos un idioma y podemos comunicarnos gracias a una academia que está en Madrid. Si no, hablaríamos una lengua muerta y nos incomunicaríamos todos los días.
Con un estilo que recuerda a Oriana Fallaci, Pérez Reverte concluye: “Así que por una vez, sin que sirva de precedente, permitan que este artículo lo firme hoy Arturo Pérez-Reverte. De la Real Academia Española.”
Bueno, ahora está más claro. Hubiese empezado por ahí, hombre. Roma locuta, causa finita. De forma que podemos quedarnos tranquilos: el idioma está a salvo. Mulieres in ecclesiis taceant non enim permittitur eis loqui… Mujeres, callad en la iglesia —y afuera también.
The University of Georgia