Explotadas, explotados
Circulan por las redes sociales sendos testimonios verdaderamente sobrecogedores expuestos por dos trabajadoras. Ambas, una teleoperadora y una empleada de almacén de una conocida distribuidora de material deportivo, describen detalladamente sus condiciones laborales y, por extensión, de vida. Presión psicológica insufrible, coacciones patronales abiertas o subrepticias, jornadas interminables con horas extras no pagadas, sueldos de miseria y absoluta inestabilidad laboral. Lo que cuentan lo viven en sus carnes millones de personas trabajadoras de este país a las que les es imposible llegar a fin de mes o, en caso de poder hacerlo, siempre a costa de sacrificar su calidad de vida y salud con horarios laborales inhumanos. Formando parte de ese ejército infinito de agraviados, están los llamados falsos autónomos, llamados así porque en realidad son trabajadores y trabajadoras por cuenta ajena obligados a autoemplearse por sus patronos para que éstos se ahorren las cuotas de la Seguridad Social.
Se está consolidando, entre la apatía general y de forma bastante alejada del debate político, un modelo de sociedad que nos retrotrae a los tiempos previos a la conformación del Estado del Bienestar, el contrato social y la negociación colectiva. Porque de esta devaluación del trabajo se infiere un deterioro de los servicios públicos que constituyen lo que se ha dado en llamar salario indirecto. El proceso es simple: si los salarios son bajos, ni pagan apenas impuestos ni cotizan a la Seguridad Social. La consecuencia es evidente: las arcas del Estado se debilitan y, con ello, el propio Estado del Bienestar. Por eso no resulta sorprendente que el techo de gasto aprobado para 2018 apenas llegue a los 120.000 millones, a pesar de que contempla un crecimiento de la economía por encima del 3% y la riqueza nacional ya ha rebasado el nivel de 2008. Hay bastantes afiliados a la Seguridad Social, pero ésta recauda menos que nunca. Por primera vez en décadas, las pensiones no se indexan al IPC, lo que va a acarrear en pocos años un fuerte descalabro de aquéllas.
En definitiva, la degradación del trabajo tiene unas consecuencias que van más allá del marco de las relaciones laborales, afectando al modelo de Estado y de sociedad en su conjunto. En lo tocante a la corrupción, es una cara que forma moneda con la cara de la explotación: la moneda de la desigualdad, que entraña la concentración de recursos(sea de manera ilegal o legal, ambas inmorales) cada vez en menos manos.
Hasta tal punto la devaluación salarial y la precariedad amenazan la cohesión social y el propio crecimiento económico, que determinados sectores empresariales están abogando por una subida general de los salarios: la insuficiencia de demanda y la conflictividad laboral y social son una amenaza estratégica para los negocios. Ocurre que los gobiernos están condicionados por unos oligopolios cuyo volumen de ventas son bastante independientes de la capacidad de compra de la gente. Las empresas del IBEX 35 proveen de unos servicios que la ciudadanía ha de pagar, independientemente de su nivel de renta. En todo caso, lo que pierdan aquí por la falta de demanda, lo suplen con un incremento de las exportaciones. Eso explica que desde Francia a Brasil, las derechas en el poder se estén planteando reformas laborales con la evidente intención de debilitar el poder negociador de los sindicatos y así proceder a una reducción salarial y al desmantelamiento del Estado del Bienestar. Ese camino ya lo ha recorrido España desde la reforma laboral del PSOE en 2010 y la del PP, que consolida a la baja la anterior, de 2012.
Por consiguiente, lo que el mercado y el necesario crecimiento sostenible piden es un incremento salarial significativo. Es en el ámbito de la política, que atiende a intereses que no son los del desarrollo de las naciones, donde se cuece esta ofensiva contra el trabajo y los servicios públicos, que es también un ataque a una parte significativa del tejido empresarial. Por patriotismo, la tarea política más urgente es poner fin a esta indigna explotación.
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