El Precursor
Los días 14 de julio se conmemora la partida de Francisco de Miranda, el inmenso hijo de esta tierra cuya existencia equilibra como la de pocos los extremos del esplendor y el infortunio y al cual habíamos regateado gratitud sus compatriotas. Este año marca el bicentenario de esa ida.
Temo que se le conoce apenas como Precursor de la Independencia y creador de la bandera de tres patrias, lo que no sería poco si pasáramos de la superficie; y quizá, insinuando sonrisas, en la condición que se le atribuye, acaso para restarle atributos superiores, de amante que compartió el lecho con hermosas mujeres, famosas algunas. Pero esto, desde luego, es sólo picaresca.
A donde esencialmente debemos ir, el legado del cual hoy extraemos tanta lección y que le ha asegurado la inmortalidad, es a la búsqueda del fraguador de la idea de la unidad continental, maestro de libertadores, protagonista de tres revoluciones, autor de una obra escrita monumental que lo signa como gigante de acción y pensamiento, el Miranda a quien Napoleón denominara “el venezolano del fuego sagrado” y “el Quijote sin locura”.
También para honrarlo Mariano Picón-Salas acuñó una frase con fortuna: “el más universal” de los nuestros.
Sin pretender irrespetar al notable escritor ni quitar nada a la grandeza mirandina, creo que ese título pertenece más bien a Bolívar, el Libertador (comparto ese juicio de Pividal). Porque la universalidad debe medirse, opino, por la distancia que ha recorrido y sigue recorriendo la idea. Y la de Bolívar ensanchó y proyectó la de Miranda por los continentes y los siglos.
Pero la acción pionera del Precursor es tan colosal, que siempre estará al lado de Bolívar y los otros gigantes sosteniendo la dignidad y la irreductibilidad histórica de Venezuela.
Bastante se ha difundido la percepción de que la acción libertadora de Miranda fue un fracaso, porque no consiguió elevar los estandartes definitivos de la victoria.
Pero la persistencia con que persiguió su propósito, el ajetreo sin fatiga que llevó a lo largo de varias décadas, la capacidad para entablar relaciones fundadas en motivaciones superiores con las mayores dignidades de la época, la voluntad para levantarse de todas las caídas –signo exclusivo de la grandeza y condición sine qua non de los más consistentes logros humanos–, lo presentan inequívocamente como un genuino gigante de la historia, un triunfador invicto sobre el tiempo.
Todos esos atributos le permitieron ser maestro y ductor de otros gigantes –Bolívar nada menos, O’Higgins y otros cuantos– en quienes cada patria liberada tenía también un girón mirandino, un tricolor interior que se hacía luz en toda cumbre donde el exterior flameaba victorioso.
La partida del Leander el 2 de febrero de 1806 dejó claro ante el mundo que el imperio español no era invencible, y que su hora se acercaba. La Independencia daba su paso precursor más firme y sembraba un mensaje para la eternidad: esta patria, con ecos continentales, peleará hasta convertirse siempre en tumba de agresores y rapaces.
Para que lo piensen 10 veces los imperialistas de toda laya.