José Haro Hernández •  Opinión •  28/01/2025

Impuestos y democracia

Menudo trasiego el que lleva el conocido como impuesto sobre los beneficios extraordinarios de las energéticas. El PSOE quiere suprimirlo pero simula, por aquello de ‘gobierno progresista’, que pretende mantenerlo. Por eso pactó una cosa y su contraria, en función de quien fuera su interlocutor, respecto de este tributo. Finalmente presenta un decreto ley, sin esperanza alguna de que sobreviva a la mayoría derechista parlamentaria, que supuestamente contempla su continuidad, pero que en realidad, por las fuertes deducciones que incluye para las inversiones ‘verdes’(ahora se califican todas así en estas empresas), lo desnaturaliza.

Es decir, que en cualquier caso, estos oligopolios celebrarán que a partir de ahora van a poder seguir disfrutando de unas ganancias estratosféricas gracias a su dominio del mercado. La pregunta es por qué la clase política, incluida la socialdemócrata, se pliega ante el chantaje de unas compañías que aseguran que se llevarán fuera las inversiones si no se rebaja su tributación al fisco, como ha hecho, sin cortarse un pelo, Repsol. Lo mismo que hacen los bancos, en este caso a través de la Comisión Europea, la cual ha instado al Reino de España a poner fin al gravamen sobre intereses y comisiones que se aplica al sector. Pero aquí también hay trampa: aunque aquél se mantiene, se lo van a poder deducir en un 25% de la cuota del impuesto de sociedades. La banca siempre gana.

Y, en fin, en la reforma fiscal aprobada recientemente a instancias del gobierno de coalición, junto a estos dos cambios que afectan a entidades financieras y energéticas, lo que prevalece es el recurso a los impuestos indirectos, aquéllos que todo el mundo paga por igual, independientemente de su renta. Así, subirán(de momento lo han atrasado para que la gente lo digiera)el impuesto al diésel y se suprimen, desde el 1 de Enero de 2025, las bonificaciones fiscales de los alimentos y la luz. En total, se recaudarán unos 4.500 millones más, cantidad manifiestamente insuficiente para acometer las inversiones sociales que este país precisa en asuntos como la vivienda, la sanidad, la educación, los cuidados y las infraestructuras. Tal es así que los expertos que elaboraron el Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria en 2022 se sienten profundamente decepcionados porque sus recomendaciones no han sido atendidas: los impuestos ambientales, empresariales y patrimoniales no se han tocado. 

El gobierno y la mayoría parlamentaria han decidido, pues, que el peso de la presión fiscal siga recayendo sobre los bolsillos de las clases trabajadoras y medias. Pero como quiera que a éstas no se las puede exprimir mucho más, de ahí la escasa provisión de recursos que esta reforma supone para las arcas de Hacienda, cuando España necesitaría, para acercarse a la media de la eurozona, de unos 50.000 millones de euros añadidos al presupuesto.

Este estado de cosas es consecuencia de la dinámica impuesta en todo el mundo occidental por el capitalismo, que exige una desregulación completa sobre sus negocios, lo que incluye aportar cada vez menos para el sostenimiento de los servicios públicos, en los que no creen en absoluto. Y esta corriente ha encontrado un terreno fértil en el capitalismo español, que desde los tiempos de la dictadura goza de unas prerrogativas que son la envidia del empresariado europeo, sin que la democracia del 78 haya variado sustancialmente esta situación de privilegio. No en vano nuestras grandes compañías, a fecha de hoy, doblan los beneficios de las de su entorno. A costa tanto de quienes trabajan como de los consumidores.

Quizá sea ésta una de las causas de la fragilidad de nuestra democracia. En términos generales, el sistema democrático europeo se sustentaba(y hablo en pasado deliberadamente) en un contrato social en virtud del cual las capas populares renunciaban al socialismo a cambio de un Estado del Bienestar sólido que garantizaba el pleno empleo y un fuerte salario indirecto en términos de salud, educación, subsidio de paro y pensiones. Y todo esto se nutre de impuestos que se aplican en función de los ingresos. Si los ricos y los grandes conglomerados privados no quieren pagar, la sociedad del bienestar quiebra y, con ella, las prestaciones de la mayoría social. Por el contrario, aumenta la riqueza de quienes están en el vértice de la pirámide social.

A esta desigualdad económica se le añade otra: la capacidad de influir en las decisiones políticas es directamente proporcional al tamaño de la fortuna que se posee. Hemos de convenir en que una sociedad muy desigual, tanto en términos de renta como de poder, nunca podrá considerarse libre, a pesar de lo que diga Ayuso.

La huelga fiscal de los poderosos forma parte de su ofensiva contra los derechos sociales y laborales conseguidos a lo largo del último siglo. Hasta tal punto están empeñados en esta batalla que no tienen ningún reparo en llevarse por delante el Estado, motosierra mediante, si supone un obstáculo que impide dar rienda suelta a su codicia. Todos los oligarcas quieren tener la pasta de Elon Musk y, como él, se han abonado a la distopía que trae el nuevo fascismo: sin impuestos y sin democracia.      

joseharohernandez@gmail.com


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