Izquierda y nacionalismo en España: El caso catalán, Parte II
Viene de Izquierda y nacionalismo en España: El caso catalán, Parte I
El debate sobre la discriminación o la ausencia de democracia
Aparte de que el nacionalismo tenga unas raíces históricas más imaginarias que reales, también se le intenta justificar con una realidad injusta política, cultural, económica, y hasta étnica; y cuando los argumentos históricos o de injusticias son desmontados se recurre a una voluntad colectiva basada en un sentimiento o idea común de una población con tierra o sin ella, una “comunidad de destino” que diría Otto Bauer. En cuanto a las situaciones de injusticia regional, esas reivindicaciones carecen en mi opinión de bastante base, al menos en las democracias occidentales actuales. En el caso español respecto a la catalana, vasca o gallega los argumentos independentistas de injusticia regional política, cultural o económica han sido profusamente desmontados y tachados de victimistas, y no merece la pena extenderse mucho aquí al respecto, aunque sí podamos hacerlo en otro artículo.
La acusación relacionada con los fallos del estado de las autonomías no tiene sentido desde el punto de vista del grado de autogobierno y descentralización actual, al menos comparado con el nivel de competencias reconocido en casos similares en otros países democráticos con estructuras federales. Desde luego ésta es la opinión de los organismos internacionales sobre el grado de descentralización español, la de la OCDE entre otras. Otra cosa es el blindaje de las competencias, la relación entre poderes autonómicos y poder central o la inexistencia de una auténtica cámara territorial –aquí el fracaso del Senado es evidente-, como suelen darse en los sistemas federales, y que en la España de las autonomías es bastante deficiente en los tres aspectos. La solución confederal, que en España a menudo se confunde erróneamente con la federal, no se puede dar porque cuestiona el primer principio de la Constitución española y de cualquier otra democrática, y que es el de cuál es el sujeto soberano en el que se apoya ésta; en nuestro caso todo el pueblo español, tal y como ocurre en todos los sistemas federales. Admitir la solución confederal implicaría el reconocimiento de que cada comunidad autónoma sería un sujeto soberano, y por tanto se le reconocería el derecho a decidir sobre su integración o no con el resto, o su capacidad para desvincularse cuando lo considerara oportuno. Esto produciría un factor de desestabilización política derivado de la posibilidad de condicionar, y hasta de chantajear con hechos consumados, todas las políticas del Estado, y del cual han huido todas las democracias. Por esa precisa razón el federalismo y no el confederalismo se ha ido imponiendo en todos los países con necesidad o voluntad de abandonar el sistema unitario, incluso ha sido el sistema hacia el que han evolucionado los países que partieron de un sistema confederal.
El derecho de autodeterminación tampoco es aplicable dado que la ONU sólo se lo reconoce a los territorios colonizados; y todos los territorios de España y todos sus ciudadanos participaron en el referéndum constitucional que configuró la democracia; es decir, no fueron invadidos ni colonizados. El mito del independentismo catalán, por ejemplo, sobre el carácter patriota de la Guerra de Sucesión no lo defiende ningún historiador serio. Desde el punto de vista interno del Reino de España se trató de una guerra civil dinástica, en la que unos territorios optaron por el pretendiente borbónico y otros por el habsburgo; incluso la propia Cataluña empezó apoyando a uno y acabó haciéndolo a otro. Madrid entre otros también se posicionó por el candidato de los Austrias, y tampoco fue por razones separatistas.
Las críticas al funcionamiento de la democracia española por parte de los soberanistas, al margen de que según los parámetros internacionales muestre en términos comparativos un funcionamiento homologable con otras democracias occidentales, son coincidentes con las de otras fuerzas políticas del Estado, y no justificarían en cualquier caso una reivindicación de independencia sino una alianza solidaria con otras fuerzas progresistas para hacerla avanzar en esa dirección. Máxime cuando en lo poco anticipado durante el “Procés” sobre la futura república catalana más que un avance social todo apuntaba a un retroceso y a graves contradicciones. Por poner un ejemplo: ¿Admitirían los nacionalistas el derecho a decidir de un sujeto interno de menor tamaño, basado en el concepto que éste estimara oportuno? Este fenómeno involucionista ya se ha observado en todos los procesos formales de independencia de las antiguas repúblicas de la URSS, de Yugoslavia, o en los de independencia de facto de los antiguos países satélites del bloque soviético, por citar los más próximos geográfica y culturalmente.
La mayor mentira y manipulación del independentismo catalán es que ha reducido la idea de democracia al hecho de votar; dado que el problema real no estriba en poder o no poder votar, sino en quién puede o debe participar en esa votación, si sólo los catalanes o todos los españoles. Por otro lado, reducir la democracia al hecho de poder votar o a que la mayoría, sea cual sea, imponga su criterio es tener una idea muy reducida y muy simplista sobre ésta, una visión propia de las dictaduras. La democracia es algo bastante más que votar, es una forma de convivir en sociedad, la cual no existe si no se respetan los derechos y libertades de todos, sin distinción de mayorías o minorías. Democracia es un conjunto de valores además de votar: Igualdad, solidaridad, participación, información libre y veraz, separación, limitación y control de poderes, imperio de la ley –fruto de reglas y acuerdos pactados-, derechos fundamentales de los individuos –al margen del sujeto nacional, al menos para los no nacionalistas- y derechos de las minorías, etc. Si al votar se obvian los demás principios democráticos se está ante una farsa; de esas que acaban en formulas totalitarias, aunque hayan sido respaldadas originalmente por una mayoría electoral o en un referéndum. La democracia no consiste sólo en el poder de la mayoría sino también en el respeto de los derechos fundamentales de las minorías.
Los mitos del “España nos roba” o “Solos seremos más ricos”, defendidos también en su momento por el nacionalismo vasco, o por otros nacionalismos europeos en contextos similares, parecen calcados de los eslóganes conservadores que desencadenaron el Brexit en el Reino Unido, y como tales figuran ya como ejemplos típicos de populismo de derechas. Sin embargo, aunque desmontados y desprestigiados como manipuladores, funcionaron y funcionan social y electoralmente. Es curioso, y contradictorio, que se reivindique la independencia porque se presume ser una sociedad más desarrollada que el resto, y que el objetivo subyacente sea contribuir fiscalmente menos y ser menos solidaria con las regiones más pobres. Ni en España ni en ningún país de la Europa occidental hay ciudadanos o regiones que sufran un trato discriminatorio económica o jurídicamente; al menos no tienen una merma de sus derechos mayor que la que sufren el resto de sus conciudadanos. Otra cosa es que una identidad cultural o nacional pueda sentirse perseguida o en peligro. En mi opinión más lo segundo que lo primero, pero por otro tipo de razones internas y externas. Precisamente como solución política a este problema se apuesta por el federalismo y por recuperar el Senado, para poder blindar y reconocer los derechos de los entes federados. Pero si bien se gana desde las perspectivas identitarias nacionales los avances sociales se ralentizan y se complican. Y más si se acaba en una fórmula confederal.
La convivencia de identidades en una democracia. ¿La solución confederal?
El modelo confederal está muy de moda en España, aunque no se tiene una idea muy exacta de cómo funciona o de cómo ha funcionado históricamente. De hecho, fue el que funcionó y hundió al Imperio austrohúngaro y fue una de las causas que provocaron la 1ª Guerra Mundial. Fue también el de los sudistas en la guerra civil americana. Actualmente no lo utiliza prácticamente nadie, incluso Suiza, que lo mantiene como definición oficial, ha hecho tantos cambios constitucionales que ya no lo es en muchos aspectos. Curiosamente la UE funciona de facto “confederalmente”, dado que no es una federación expresamente; el Parlamento europeo tiene tan pocos poderes que no es una auténtica cámara soberana; Por eso a la hora de la verdad todo se decide en el Consejo Europeo y en el Consejo de la Unión Europea, órganos que representan a los estados frente al Parlamento, que es quien representa a los ciudadanos. Y es precisamente ese modus operandi en la toma de decisiones clave lo que desespera a los que acusan a la UE de inoperante, lenta y antidemocrática, aunque caigan en una contradicción flagrante.
A mi entender la amenaza real, que a menudo no lo es para la supervivencia sino para la supremacía y la exclusividad, proviene sobre todo del proceso globalizador en su sentido más amplio, y afecta a todas las identidades culturales nacionales, con estado o sin él. El problema es que la globalización no entiende de independencias ni de soberanías, ni en las cuestiones económicas, ni en las culturales, ni en las políticas, ni en las de ningún tipo. Los ritmos y los problemas de invasión cultural son distintos, pero aparecen en todos los casos, y no se luchará mejor contra ellos dividiéndose o buscando enemigos donde no los hay, especialmente entre otras víctimas de esa invasión.
Por otro lado, el nacionalismo es una cosa, y la identidad cultural otra. El primero se vive como sagrado, puro, e inamovible, pero la segunda es humana, mestiza y cambiante. La idea de que una identidad cultural debe fijar unas fronteras e imponer un Estado a la población es una vieja pretensión conservadora que sigue estando de moda. ¿Qué es más importante y democrático la idea colectiva abstracta de Nación o la suma de las ideas y los sentimientos identitarios individuales? ¿Qué es más coherente con los ideales de la izquierda? ¿El nacionalismo como derecho colectivo abstracto no secuestra el derecho individual a la identidad cultural personal? ¿Quiénes han de tener los derechos, los territorios, las naciones o los individuos?
Tildar de supremacistas a algunos nacionalismos no es fruto de una reacción precipitada con ánimo de descalificar ni de insultar, sino que responde a hechos conocidos que han sido habituales históricamente; sin contar los que degeneraron hasta llegar a niveles dramáticos, y que aún hoy aparecen más o menos veladamente. Permitir que inmigrantes o hijos de inmigrantes sean reconocidos y tratados como “conversos” siempre que abracen incondicionalmente el sentimiento patrio ha funcionado a menudo; sobre todo cuando se les necesita, actualmente entre otras razones para engrosar las filas de la “causa”. La legitimidad moral del victimismo de las identidades nacionalistas periféricas, basada en la denuncia del avasallamiento por parte de una más grande, se pierde cuando ellas cometen el mismo error hacia otras identidades menores.
Una alternativa progresista y coherente: En lugar de tomar partido, superar el conflicto.
El problema es que la identidad cultural no es algo fijo, ni genético, ni eterno, ni simple, ni estable es algo complejo, diverso, efímero y en constante evolución. La pretensión de querer fijar un modelo y que éste sirva de referencia responde a una perspectiva psicológica cuasi religiosa, más que a una racional o humana; y es típicamente conservadora, por mucho que se la quiera dotar de una imagen progresista o moderna. ¿Qué derecho tiene el nacionalismo a autoerigirse en referente ético o para fijar un modelo de lo que debe ser el ciudadano más auténtico en una comunidad? Además, hay que tener cuidado con oficializar creencias o sentimientos, porque los individuos y los pueblos suelen cambiarlas con el paso del tiempo, y más actualmente
La pureza nacional es sólo una mezcla coyuntural de referencia, y encima los tiempos apuntan a que el futuro será mestizo. La realidad hoy día no tiende a la uniformidad sino a todo lo contrario, es multicultural; por mucho que los nacionalismos se resistan o piensen que pueden evitarlo o canalizarlo. Incluso a escala individual la identidad cultural no es constante sino evolutiva, depende de muchas circunstancias personales. No es simple, es compleja, mezcla sentimientos diversos, y para colmo está en proceso de cambio constante. Y eso no la convierte en inferior o imperfecta, para muchos incluso la convierte en otra más rica y valiosa ¿Hay que ponerle fronteras, límites u obligarla a pasar filtros o hay que buscar un marco de libertad que le permita desarrollarse y convivir con otros sentimientos? ¿Debemos ir a marcos de convivencia más pequeños y homogéneos o a otros más amplios y diversos? La izquierda al menos siempre ha aspirado a romper barreras de clase, de raza, de género, las culturales, las territoriales, las de todo tipo. La izquierda no pretende negar los sentimientos nacionales, sean puros o mestizos, o heterogéneos, sí aspira a que unos no se impongan a otros; aunque evidentemente algunos sean más mayoritarios. Si bien, el hecho de que alguno sea más abundante no tiene por qué significar dominante.
Es verdad que las experiencias históricas comunes vinculan mucho, sean reales o inventadas, especialmente si han sido malas, pero son los valores comunes y los ideales los que más deben unir y los que más unen. Y son aquellos que aspiran a derribar fronteras, muros, divisiones de clase, sexo, raza, etc. o cualquier otro tipo de división, los que hay que defender, no los que aspiran a erigirlos, al menos para quienes parten de una filosofía de izquierda. No se desmonta una sociedad multicultural de “ellos” para montar otra más reducida de los “nuestros”.
El futuro de las identidades nacionales no es que se separen con fronteras, sino que aprendan a convivir, sobre todo dentro de las mismas. Los estados deberían limitarse a garantizar todas las lenguas y culturas, y no imponer ninguna por verdadera que sea. En pura coherencia con su ideología la izquierda no debería aspirar a poner fronteras o a crear estados sino a superarlos; debería defender un marco de convivencia en el que cupieran todas las identidades nacionales, las puras y las mestizas, las mayoritarias y las minoritarias, las estables y las cambiantes. En una sociedad evolucionada auténticamente democrática no debería haber un patrón identitario a seguir, ni que sirva como referencia discriminatoria; cada individuo tiene derecho a definir su propia identidad cultural, con las mezclas, influencias y evolución que él necesite. La identidad cultural, como las ideas políticas o las creencias religiosas, no pueden ser motivo de rechazo ni de discriminación. Las únicas limitaciones deberían ser las propias de los valores democráticos de respeto y convivencia. Los valores del Estado deben reflejar esos derechos, aunque la gestión diaria de los asuntos se decida por una mayoría, más o menos cualificada en función de la importancia del tema y de la operatividad. Se trata de buscar nexos positivos de unión no motivos de separación. Para la izquierda hay otros retos y luchas pendientes, más relacionados con la alienación humana, más urgentes, que son los que deben orientar nuestros esfuerzos.
No sé si llevamos razón, toda la razón o una parte de la razón; pero dudo mucho que mientras quememos los símbolos del contrario, nos ofendamos o nos ninguneemos unos a otros podamos llegar a algún acuerdo que solucione algo. Claro que siempre quedará la vieja solución de que uno de los dos bandos extermine al otro.
Ramón Utrera es politólogo y militante de Izquierda Unida.