La lectura, la cultura ciudadana y el arte de aprender a aprender
México es una sociedad sin un persistente hábito de la lectura. No solo en términos de cantidad, sino de calidad en el ejercicio del arte de leer. Y ello, no solo tiene implicaciones escolares, sino también impactos en el ámbito de la formación de la ciudadanía y de la(s) cultura(s) política(s).
En principio, según el Módulo de Lectura (MoLec) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), se leen por habitante, en promedio, 3.3 libros al año y solo el 20% de los lectores reconoce que comprende lo leído. En meses pasados, se difundieron los resultados del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés) 2018, que evalúa a 79 países y territorios, incluyendo los 36 miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Evaluados 7 299 estudiantes mexicanos con 15 años de edad, que concluyeron su formación básica, México ocupó el lugar 35 (de los 36 miembros de la OCDE) en materia de comprensión de lectura. Solo el 55 % del total evaluado es capaz de identificar las ideas centrales de un texto de mediano tamaño (es decir, se ubicaron en el nivel 2). Ello significa que 45 % de los jóvenes no cuentan con habilidades para dialogar con los autores y con los textos; formular preguntas (dudar y cuestionarse); derivar conclusiones; construir argumentos; y para apropiarse de la información con miras a construir nuevos conocimientos. Esto es, no se cuenta con las herramientas para abrir nuevos caminos en los procesos cognitivos y en el conjunto del proceso de enseñanza/aprendizaje. Mucho menos se plantea la posibilidad de cultivar la praxis de aprender a aprender. Cabe enfatizar que estos resultados recientes son persistentes a lo largo del tiempo y no solo se limitan a la prueba PISA 2018: en habilidad lectora, México logró 422 puntos en el año 2000, 410 en el 2006, 424 en el 2012, 423 en el 2015 y 420 en el 2018.
Referir estos datos oficiales nos obliga a plantear varias cuestiones de fondo y a ampliarlas a un problema social de mayor alcance, relacionado no solo con el disgusto que les genera a los individuos el ejercicio de la lectura y la formación de habilidades al respecto, sino con las insuficiencias de las políticas públicas y de las estrategias educativas que, en los hechos, se traducen en un desprecio de la relación ciudadano/libro.
Sin una oda a la lectura, será imposible romper la dicotomía de “leedores y lectores”, planteada magistralmente por el escritor español Pedro Salinas en su ensayo Defensa de la lectura allá por 1948. En esta distinción, el filólogo ibérico plantea que un leedor es aquel que, en la vorágine de la sociedad y de su vértigo, solo pasea los ojos sobre un texto para adquirir información. En tanto que un lector es aquel que despliega el gusto de leer por leer, y lo hace por amor al libro y con la finalidad múltiple de construir conocimiento.
Desde nuestra perspectiva, la lectura introyecta un aluvión de letras y palabras que condensan saberes, cosmovisiones, idiosincrasias y conocimientos. Quien se adentra en la lectura abre posibilidades para construir imaginarios y apropiarse de realidades, texturas, culturas y contextos históricos variados, cercanos y distantes. Al tiempo que como ejercicio dialógico también abre un abanico de cosmovisiones y mundos que nos permiten –mediante las alas de la imaginación– volar hacia un paraíso de luces y saberes que ilustran sobre la diversidad de formas de vida. A través de la lectura, la imaginación desplaza sus alas en medio de la tempestad y de los vientos preñados de incertidumbre y eventos profusos. En esa relación multidireccional entre el individuo y el libro, la lectura cultiva el espíritu humano y sublima la sensibilidad para explorar los diversos senderos de la belleza, la creación y la otredad. En suma, la lectura abre las puertas de un mundo desconocido y preñado de misterios; en tanto que las preguntas planteadas nos guían en sus enigmas, laberintos y recovecos.
La lectura es también una praxis dotada de magia. Y esta magia consiste en sustraernos del trajineo y del carácter convulso de la vida cotidiana, y en inducir una inmersión en horizontes, imaginarios y universos que cultivan la sensibilidad y edifican diques que nos protegen de la adversidad e incertidumbre.
La lectura es, ante todo, un ejercicio de diálogo en libertad con los autores y un debate que abre caminos para crear nuevo conocimiento. En esencia, es un despliegue del pensamiento crítico. De ahí que la lectura crítica sea un diálogo multidireccional entre un lector pleno de preguntas y ávido de respuestas, y un escritor que ofrece argumentos. A su vez, en ese juego multidireccional, el lector puede mostrar una actitud de diálogo y cuestionamiento ante el autor y su obra.
La lectura no solo es un ejercicio escolar; es, ante todo, una praxis política. Más cuando dicho ejercicio se despliega mediado por el pensamiento crítico. Por un lado, la lectura aviva la llama de la imaginación y surca los ávidos senderos de la creatividad y la lucidez crítica que cultivan el conocimiento. Y, por otro, la lectura abre a la imaginación infinidad de miradas para acercarnos a realidades diversas que pueden sembrar la semilla de la tolerancia. Se trata de un diálogo libre, abierto y creativo con «el otro». Es un proceso social de (de)construcción del ser humano y de (re)invención a través del ejercicio de la imaginación y las preguntas que nos invaden al enfrentarnos a un libro y a los depósitos (las bibliotecas) que les resguardan. Más aún, con la lectura crítica, se abren abanicos de posibilidades para hacer una inmersión en la esencia, contradicciones y problemáticas del mundo; abriendo con ello cauces de la imaginación creadora para pensar y construir alternativas de sociedad. Por ello, la lectura es una forma de construir sociedad y de transformar –a través del conocimiento– su comportamiento y contradicciones.
La lectura y los libros son una mancuerna indisoluble. El conocimiento en cualquiera de sus formas perdura con los libros y se reproduce a través de la lectura crítica y la imaginación creadora. En ese sentido, los libros son un tesoro acumulable que, con la lectura y la suficiente imaginación creadora, edifican pirámides de saberes y conocimientos; unos convencionales, otros alternativos. Los libros no son materia o virtualidad inerte; son objetos animados que adquieren forma con la palabra, y que a través de la lectura se dotan de vida social.
Sin embargo, el esta oda a la lectura y ante los magros resultados en cuanto a las habilidades que le son consustanciales, cabe esbozar una pregunta que se corresponde con lo anterior: ¿Por qué buena cantidad de individuos y sociedades no tienen arraigado el hábito de la lectura, ni valoran al libro como una fuente de saberes, diversidad y tolerancia? Ello no solo es un problema de gestión pública y de recursos presupuestales destinados al libro y al fomento de la lectura. Es, ante todo, un problema relacionado con la modalidad de proceso civilizatorio que se desea construir en una sociedad y que –sin duda– ello remite a la formación de ciudadanos no solo informados, sino capaces de construir conocimientos sobre su entorno. Supone, también, remontar el malestar en la teoría y con la teoría; ese abierto desprecio de las sociedades subdesarrolladas que hace del conocimiento un ornato, un adorno distante del mundo fenoménico. Dicha actitud se fundamenta en la trivial división entre teoría y práctica. Es una especie de esquizofrenia que nutre, en la sociedad contemporánea, la instauración de una ignorancia tecnologizada que el ciberleviatán masifica en aras de la despolitización de la sociedad.
Dejar atrás el entendimiento fragmentario de lo leído y la falta de comprensión lectora, es un imperativo para arraigar en una sociedad subdesarrollada como México amplias posibilidades de cambio social a través de la palabra. Sin ello, los círculos vicios de la vida pública y de la praxis política reducida a una parodia, se reproducirán como espiral interminable y seremos aplastados por una (in)cultura política del odio, la mentira, el rumor y la conspiranoía. Sin la lectura y su comprensión, estaremos lejos del arte de aprender a aprender y de asumir al conocimiento como motor de la transformación social. No se trata solo de descifrar signos escritos, sino de construir o apropiarse de un lenguaje (conceptos y categorías) para explicar e interpretar la realidad; y ello se relaciona con las vivencias y experiencias cotidianas de los ciudadanos; así como con las posibilidades de (de)construir el poder y ejercer la praxis política.
Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Twitter: @isaacepunam